Claudia Amengual - Mas Que Una Sombra

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"Era martes, las ocho y veinte de la mañana del día de su muerte. Tadeo se debatía entre un ánimo ambiguo que lo llevaba de una nostalgia prematura a un entusiasmo juvenil. No era alegría, más bien se sentía triste, pero al menos lo alentaba saber que sería un día distinto, con un propósito que lo conduciría a algo, y le daría un estatus definitivo por el cual ya no tendría que pelear más, ni probarse, ni medirse, ni temer otras codicias."
"Sería un muerto a partir de las diez de la noche y lo sería para siempre. Pensar en eso le produciría una cierta paz, como la vecindad de unas vacaciones largamente añoradas. Tadeo sólo quería descansar".

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Fue un pensamiento dulce, ni siquiera una decisión. Lo único de lo que se sentía dueño era de ese día que tenía por delante y de lo que debía hacer, cuestiones prácticas todas, para dejar en orden los rastros de su vida. Aunque fuese extraño, una parte de él permanecía encendida con lucidez organizando aquí y allá, diseñando una estrategia obsesiva para alcanzar la prolijidad que redimiera cuarenta y siete años de caos. Es cierto que en la última parte del recorrido había ido perdiendo casi todo, como un camión que viaja a gran velocidad con la puerta de la caja abierta, pero había cuestiones que se le antojaban imprescindibles, pequeñeces que saldar antes de la noche.

Por eso pensó que más tarde escribiría la carta, para decir aquellas cosas que no quería atascadas en la conciencia cuando llegara el momento. Tenía la necesidad de liberarse de algunos pesos, cortar los nudos que lo ataban al hombre que hasta ese momento había sido. Y quería irse liviano, con la menor carga posible. Apenas se levantó, intentó aturdirse con aquellas cuestiones prácticas, un poco para no pensar; por miedo a que ya no resultara tan natural la muerte y retrocediera en una decisión que había estado madurando desde hacía tanto. Así que empezó por la ropa. Buscó aquellas prendas que le gustaban y las separó para César, con el secreto deseo de que las guardara como un recuerdo o, incluso, llegara a ponérselas. Pero la ropa no era un motivo suficiente para distraerlo y pronto se sintió abatido, con una masa de hierro apoyada sobre cada hombro, aplastándole otra vez la voluntad y las ganas.

Siempre se había sentido un extraño en su propia existencia, como si hubiera nacido fuera de época o estuviera usurpando el alma y el cuerpo de otro. Podía evocar chispazos de satisfacción, momentos tan fugaces que su solo recuerdo duraba más que lo que realmente habían sido. Apenas detalles, instantes en los que sentía que alma y cuerpo se ajustaban a la persona que quería ser. ¿Qué cosas? Nimiedades: los ojos azules de un perro siberiano, por ejemplo; una linterna que se enciende sola en el fondo de un cajón; la mano diminuta de César perdida en su mano; el olor de la tierra después de la lluvia; el momento exacto en que el sol es un punto en el horizonte; un verso al final de un poema. Todo eso lo hacía sentir humano, pero no alcanzaba para vivir. Era imprescindible una adaptación al lado prosaico de la vida donde la poesía es una ridiculez, un indicio de flaqueza. Y era entonces cuando se preguntaba qué clase de hombre quería ser. Y hasta podía enumerar las virtudes y los defectos tolerables. Cuando la lista estaba hecha, se sentaba a contemplarla y caía en la cuenta, con horror, de lo poco que tenía en común con ese hombre planificado. Ni siquiera reconocía su sombra, y empezaba a buscarse en otros, pero tampoco en ellos se encontraba. Como una insatisfacción permanente, el suplicio de Tántalo.

A veces, sentía como si lo hubieran fragmentado, pulverizado la esencia en partículas luego distribuidas entre otros hombres. Un juego malsano de los dioses, un rompecabezas existencial en el que él era su ficha y ellos hacían los movimientos. Hoy, encontraba su talento en aquel escritor premiado y a él quería parecerse. Mañana, era el amor en una mujer que sabía imposible. Más tarde, eran la simpatía, la virtud, el genio que descubría en tres o cuatro conocidos, y procuraba mimetizarse, copiarlos, ser un clon parcial de sus talentos. Era triste saberse una mala copia; y lo peor, no tener fuerzas para seguir intentando.

Ya sentía trepar otra vez la angustia. Su instinto actuó esa vez y rápidamente buscó algo que fuera tan importante como para llenarle el pensamiento. ¡Los libros! Saber qué iba a ser de ellos se volvió la razón de su vida durante más de una hora en que clasificó, ordenó, rompió algunas dedicatorias y releyó otras con una pálida emoción. Los olía, buscaba anotaciones hechas hacía veinte o treinta años, boletos viejos, cartas, un jazmín amarillento aplastado entre dos páginas, cada cosa tenía un significado y se desgranaba hacia el pasado en un laberinto de historias. Pero era evidente que sólo para él decían algo y que también sobre ellas se cernía la mano implacable del olvido.

Rodeado por una montaña de libros viejos, decidió darse la tregua de un desayuno, y hasta le vino hambre, incluso un entusiasmo tristón que iluminó las sombras de aquella mañana. Fue hasta la cocina preguntándose cuánto duraría aquello, si estaba condenado a transcurrir sus últimas horas en la intermitencia de la pena y el contento. Es claro que, por más que uno intente distraerse, no es posible cerrar los ojos del alma ni acallar la voz interior.

También en la cocina había libros. Libros en el estante de la loza que ya nadie usaba; libros en lo más alto del armario de las escobas; libros, libros, libros, por todas partes, libros. Tadeo pensó cuánto le hubiera gustado ver su nombre en la tapa de uno de ellos y se preguntó si aquello no le habría bastado para renovar las ganas de vivir, algo que le permitiera sentir que su vida, después de todo, había tenido un propósito. Recordó la amarga peripecia para intentar que alguien los publicara. No podía calcular cuánto había gastado en tanta fotocopia y encuadernación, pero suponía que lo suficiente para comprar la obra completa de Márai y no sufrir leyéndolo en libros prestados que no podía rayar a gusto, una tortura. En aquel momento, no había medido los costos ni las consecuencias; su prioridad era que aquellos textos llegaran a los editores.

Su pecado fue la ignorancia. Un pecado venial. Pero la soberbia ya es asunto serio. Y cuando se conjugan, producen la combinación humana más imperdonable: la soberbia ignorante. Eso se paga caro. Creyó que era sumar uno más uno, que la calidad probada de su cuento bastaría para legitimar los otros, que las puertas se abrirían ante un ganador. Olvidó lo esencial: no conocía las reglas.

Desde su oscuridad creyó que una editorial era un señor que daba el visto bueno o rechazaba desde un escritorio, y un imprentero que hacía lo demás. Pero una editorial es un cuerpo vivo, con órganos y tejidos que deben funcionar sincronizados y en relativa armonía; y un corazón, y un cerebro pensante, claro. Y una materia prima que es todo y es nada, la palabra, lo inefable. Alguien debió explicarle que lo que él llevaba en cada sobre amarillo no era un libro, como pensaba, sino historias, bien o mal escritas, pero nada más que historias. Alguien debió explicarle que un libro es una historia hecha papel, un trozo de pan vuelto alimento luego de una compleja digestión.

Hizo una lista de editoriales con los datos que encontró en las páginas clasificadas. Llamó a tres o cuatro y les ofreció el material. En todas le dijeron casi lo mismo: “Poesía no estamos publicando, pero puede traer el texto, si quiere; mejor si es novela”. Para él era suficiente. Esa mínima oportunidad de mostrar su trabajo le parecía lo único que necesitaba para que algún editor descubriera su talento. De ahí a ver su libro en los estantes de las librerías, había un soplido. Le pareció ocioso insistir con el teléfono, así que buscó un plano de la ciudad y trazó un itinerario que lo llevaba a una veintena de editoriales a lo largo de un día que pidió libre en la agencia.

La escena fue más o menos la misma: una señorita detrás de un escritorio recibía el sobre, le decía que volviera a los tres meses y lo despedía con una sonrisa. Tadeo salía con el corazón al galope, ya sintiéndose escritor. Podía percibir la sangre pulsando en las sienes e imaginaba el premio de los lectores, alguna crítica de la que ya se estaba defendiendo, notas de prensa, entrevistas en radio y televisión. Todo ese carnaval desaforado en un mínimo instante cada vez que traspasaba el umbral de alguna editorial y se iba con aquella promesa de los tres meses, que eran como una gestación con parto anunciado. Un parto feliz.

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