Claudia Amengual - Mas Que Una Sombra

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"Era martes, las ocho y veinte de la mañana del día de su muerte. Tadeo se debatía entre un ánimo ambiguo que lo llevaba de una nostalgia prematura a un entusiasmo juvenil. No era alegría, más bien se sentía triste, pero al menos lo alentaba saber que sería un día distinto, con un propósito que lo conduciría a algo, y le daría un estatus definitivo por el cual ya no tendría que pelear más, ni probarse, ni medirse, ni temer otras codicias."
"Sería un muerto a partir de las diez de la noche y lo sería para siempre. Pensar en eso le produciría una cierta paz, como la vecindad de unas vacaciones largamente añoradas. Tadeo sólo quería descansar".

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– Pero a vos no te dejaron, es distinto -aclaró Víctor que seguía con su mano sobre las rodillas de Tadeo.

– A mí me dejaron una vez -Lubak suspendió ante su boca una aceituna ensartada en un palillo, y se perdió en un discurso de varios minutos, mucho más interesante que el suicidio de Tadeo, por cierto.

Lubak ya había contado esa historia en alguna oportunidad, pero seguramente a todos les pasó algo parecido: la poca atención que se prestaban permitía que aquello sonara más a un déjà vu confuso que a una reiteración. Cada tanto, algún detalle pintoresco les recordaba que ya habían escuchado eso antes, pero, además, Lubak era un tipo previsible hasta para contar chistes y, si volvía sobre una historia, la repetía con los mismos tics graciosos, o pretendidamente graciosos, y los festejaba como si fueran ocurrencias del momento nacidas del chisporroteo de su ingenio. La única manera de parar aquella catarata soporífera era mencionarle su libro. Moura había caído en la abulia de la indiferencia, su pequeña forma de despreciarlo; y Tadeo estaba y no estaba a la vez, con la cabeza inclinada sobre el pecho y una mano que, por su cuenta, hacía bolitas con las servilletas de papel. Víctor se sintió en la obligación de buscar un mal menor que les hiciera la tarde más llevadera.

– ¿Y tu libro, bien?

Lubak cambió de dial con una agilidad que a nadie sorprendió.

– Bien, che, bien. Ahora estoy negociando una distribución en el interior.

– En quioscos del interior -corrigió Moura.

Lubak lo miró como para comérselo y ensartó otra aceituna.

– Por ahora en quioscos, pero bárbaro, anda bárbaro. El otro día una clienta me dijo que se lo había regalado a una prima que andaba mal y que, al final, lo terminó leyendo el esposo, y que le había hecho mucho bien. Muy fuerte, che. Cuando pasan estas cosas uno se da cuenta de la responsabilidad que tiene. Es difícil de explicar, pero cuando escribo pienso que quizás esa palabra sea la más importante para alguien. No te digo que le vayas a cambiar la vida, pero…

– Y, además -cortó Moura con evidente sarcasmo-, ya ha firmado varios autógrafos. Contales, Lubak, contales.

– Bueno, tampoco tantos…

– ¿Cómo que no? Al portero del edificio, a la chica de la panadería, una cosa loca. ¡Y la entrevista! ¿Les dijiste de la entrevista?

– Las entrevistas, querrás decir.

– ¡Ah! Yo vi una, nada más. Pero en la tele, andá llevando -se divertía Moura con una vitalidad renovada. Si yo le digo que tenga cuidado cuando se tire una canita al aire porque ya es un tipo público.

– Dejate de joder, Moura.

– “Ni sentado en su hogar puede el hombre escapar a su destino”. Esquilo.

– “Destiny is not a matter of chance; it is a matter of choice” -contrapunteó Lubak en su pésimo Inglés que, de todos modos, nadie entendió.

– ¡¿El qué?!

– William Jennings Bryan. ¿Lo tenés?

Lo que Moura tenía eran las orejas coloradas. Parecía un toro a punto de embestir. Dijo que iba al baño y, al pasar, le pidió a Ramiro que sirviera otra picada. Que pagaba él.

– Y vos -preguntó Lubak a Víctor-, ¿para cuándo esa publicación? Mirá que el quiosco es todo tuyo, ya sabés, ¿no?

Víctor explicó que se había presentado a varios concursos y que estaba esperando el resultado. Se notaba incómodo porque era evidente que los otros sostenían una peleíta que poco tenía que ver con la literatura, y no le gustaba que su trabajo sirviera de sparring para que se lanzaran los puñetazos sin lastimarse. De pronto, recordó que estaba anocheciendo y que Tadeo había anunciado que se suicidaría.

– No hablaste ni una palabra, Tadeo. Ya me estás preocupando. ¿Te sentís bien?

– ¿Qué hora es? -preguntó el otro, como podía haber preguntado “¿hace frío?” o “¿fueron al estadio el domingo?”.

– Ocho menos cuarto -Moura venía secándose las manos.

– Me voy -insistió Tadeo, y se puso de pie.

Víctor lo imitó.

– Te acompaño.

– Quedate. Vuelvo a casa.

– Vos estás mal, no te vayas solo.

Tadeo los miró a los ojos, uno por uno, y lo que vio en ellos no fue precisamente una celebración.

– Muchachos, ha sido un gusto -dijo con una media sonrisa que intentó opacar cualquier dramatismo.

– ¿Qué vas a hacer?

– Ya te dije, Víctor.

– No sigas con eso. Haceme el favor de sentarte y después te acompaño hasta tu casa.

Tadeo negó con un gesto, pagó lo suyo y salió hacia la nochecita fresca mientras ellos se perdían en alguna elucubración erudita acerca del derecho a quitarse la vida. Así estuvieron algunos minutos antes de que una mosca peregrina les recordara la insoportable levedad del ser y Milan Kundera entrara triunfal al boliche para ocupar la silla vacía y, quizá, medir su mano en la silueta verde de la otra mano que ya nadie recordaba.

La primavera tiene esas veleidades de mujer coqueta. Parece que trae la felicidad servida en bandeja, como si sólo con reverdecer los parques y entibiar el aire uno estuviera obligado a sentir que todo vuelve a empezar, incluso lo que parecía muerto. Los árboles, por ejemplo; a Tadeo siempre le fascinaron los brotecitos tiernos que nacen de la nada aparente, de esas ramas resecas por las que uno no da ni un vintén al promediar el invierno. Pero lo cierto es que el cambio de las estaciones no siempre se da en el alma. Por eso, la tristeza es doble cuando es en primavera.

Laura se había llevado el auto y la deuda, por supuesto. Tadeo viajaba en ómnibus y rara vez en taxi, pero esa vez decidió caminar hasta la casa, algo que jamás hacía porque el bar estaba cerca del puerto y el ambiente se ponía pesado de noche. Pero ese martes estaba con ganas de correr el riesgo y quería refrescarse de la densidad de aquella reunión a la que no debió haber ido. Apenas el airecito fresco le dio de lleno en la cara, fue como si un circuito se activara, un cable cualquiera volviera a conectarse y se sintió, inesperadamente, bien.

“¿Por qué hoy?”, pensó mientras enlentecía el paso como si necesitara de todo el tiempo disponible antes de llegar. Le repugnaba que Horacio tuviera el detalle de la fecha tan seguro y lo manejara con una frialdad casi insultante. La idea había estado martillándole los sesos durante meses, la idea puntual de su suicidio, porque siempre, de un modo u otro, había jugueteado con la muerte. Pero no era más que una idea que espantaba con cualquier actividad, o con pastillas que le demolían la conciencia por unas horas y lo devolvían al mundo de los vivos mareado y distraído en cualquier banalidad. Sin embargo, esa madrugada, en algún momento del insomnio inacabable, mientras se derretía en las horas pastosas de unas agujas que giraban hacia atrás, algo en su interior se había partido. Cric. Así lo sintió. Se partió como un huevo crudo y la muerte empezó a parecerle natural y cercana. Fue como si su vida entera se condensara en ese cric y cada instante viniera a confluir en el presente. No tuvo miedo. Lo que iba a hacer le parecía lo único posible y punto.

La noche anterior había ido a una fiesta. Un despropósito de fiesta de principio a fin, empezando porque era lunes. Pero la verdad era que Tadeo no tenía que madrugar al otro día, ni al otro, ni al otro. Hacía tiempo que no madrugaba. Más allá de las cabalgatas infernales a las que el insomnio lo sometía, no tenía obligaciones que lo hicieran levantar de la cama; y, muchas veces, tampoco ganas. Como tampoco tenía ganas de ir a la fiesta, pero terminó bailando como un chamán poseído, diciendo estupideces a cuanta mujer se le cruzaba y haciendo el ridículo. Fumó cualquier cosa, se desabotonó la camisa, contó los chistes que no sabía contar y terminó en el baño, abrazado a un desconocido que le enjuagaba la cara y se apoyaba en él para que la borrachera no los desplomara a los dos.

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