Liliana Heker - Zona de clivaje

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Irene Lauson experimenta y analiza su vida a través de la Física y persigue tenazmente un vínculo posible entre la verdad y la felicidad. Alfredo Etchart, su profesor de literatura y luego el hombre con quien mantiene un vínculo amoroso intenso y en muchos momentos conflictivo, ve el mundo a la luz del arte y del marxismo y busca, ante todo, seducir. El despliegue inteligente, irónico y conmovedor de esa relación es la piedra de toque para que la protagonista llegue al fondo de sí misma, se pierda una ymil veces y encuentre una salida que no es otra cosa que el trabajoso camino hacia la madurez. Y al acompañar esa travesía gobernada alternativamente por la razón y por la pasión, el lector accederá no sólo a las claves inefables del universo femenino sino también a lasmarcas culturales y sentimentales de toda una época. “En la estructura destellante y perfecta del cristal”, se explicita en algún momento del libro, “la zona de clivaje es aquella donde la unión de los átomos se muestra débil y donde, por lo tanto, el cristal se vulnera y se quiebra”. Liliana Heker no podría haber encontrado mejor metáfora para condensar lo que sucede en esta novela excepcional. VICENTE BATTISTA “Una de las pocas novelas argentinas de los últimos años a la que se puede califcar de necesaria.” CRISTINA PIÑA “Historia de amor, entonces, y de difcultosos ‘años de aprendizaje’, Zona de clivaje posee la virtud de revitalizar el placer de leer.” SUSANA SILVESTRE

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– Hablame de vos.

Casi nada. No tenía prepotencia herr professor. Tres horas leyéndole a Blake, como si el día fuera eterno, y ahora le sale con esto. Hablame de vos, ja. Al menos podía haber sido más concreto. Nombre. Dirección. Estado civil. No tan concreto pero su obligación es facilitar las cosas, para eso es adulto, ¿no? No. Éste no te facilita nada, te larga el temita y arreglate si sos guapa. Guapa soy, pero un poco complicada si le parece. Como todos, no: peor que todos. Por la memoria. Como si en todo momento yo fuera yo y toda mi historia y lo que pienso de toda mi historia y. No, qué voy a exagerar, de los tres años para acá me acuerdo de todo. Tengo una memoria impresionante. ¿Qué? ¿Que ya lo dije? Cierto, sí, el día de la fiesta, me había olvidado.

– Se ve que tu memoria es impresionante.

– Dije impresionante, no infalible.

Muy inteligente, sí. Pero tímida. De chica no hablaba nunca, en serio. No sé, creo que era miedo de no parecer tan inteligente como me creía que era. Así que no abría la boca y listo el pollo. Pero a los ocho años resolví un problema de catorce pasos, un concurso que había hecho la maestra. Gané yo, claro, nadie más pudo resolverlo. Una sorpresa para todos: la primera vez que brillé de verdad. Eso me gustaba. Resolver problemas, digo. Y hacer versos. A los nueve hice un verso a la primavera. ¡Cinco estrofas! Me ligué una mala nota, eso sí, algún día le voy a contar. Pero no importa, ahí sí que las otras me admiraron. Yo lo recitaba en los recreos pero tenían que venir a pedírmelo.

– En qué grado estabas.

– Cuarto.

– Entonces no tenías nueve años, no seas macaneadora. Tenías diez.

Ah, él sabe estas cosas también, estas cosas mundanas. Y encima se equivoca, tiene su parte bruta, eh. Irene se hincha de orgullo como un sapo. Yo no, yo no, yo a los nueve estaba en cuarto; me pusieron directo en primero superior porque sabía todo, hasta la “y” griega (qué estoy diciéndole, yo estoy loca, para eso cinco días buscando a Lawrence Sterne y a Kropotkine en las bibliotecas, indagando qué es un crítico marxista, ¿Lukacs?, ¿Gramsci?, a leerlos se ha dicho, aunque muramos en el intento, ah, maula, no me vas a tomar por sorpresa esta vez, y todo para venir a decirle que a ella la pusieron directo en primero superior porque sabía hasta la “y” griega). Él se ríe, parece divertirse, dice que Irene es más vanidosa de lo que se anima a aparentar, pero, ¿se ha dado cuenta de que Bulnes quedó atrás? Su calle, su casa, han quedado atrás. Y Guirnalda, quien estará esperando con devoción a la niña examinada. ¿No sabe este hombre que ella tiene diecisiete años y una madre ansiosa que han quedado atrás? Irene no se lo dice: recién está en las preliminares de sí misma. ¿Sí-misma? Qué exageración. Apenas retazos que va extrayendo al azar, fragmentos rescatados de algún lugar de la memoria para que él arme la figura si le da el cuero -y tiene la sensación de que sí le da el cuero, pero también tiene la sensación de que no hay figura, de que tal vez no salga nada por más que él se empeñe en acomodar las piezas. Sensación que no la abandona ni siquiera ahora que vislumbra la felicidad sobre un puente debajo del cual está pasando un tren-, yo acá venía cuando era chica, me pasaba horas caminando de una punta a la otra del puente y oyendo los trenes. Como si estuviera falseando un poco las cosas mientras le habla de trenes y de puentes, como si el sólo hecho de nombrarlas -de aislarlas químicamente del resto- las falseara, y ella no fuera del todo esa que ahora le está diciendo: pero yo no era del todo ésa, no sé, no sé si me va a entender, yo tenía flequillo y me paraba arriba de una silla y decía versos, pero era como si jugara a ser una nena con flequillo, entiende, como si me quedara afuera, viéndome a la vez como me veían los demás y como no podían verme los demás (como se ve ahora, contándole a este hombre retazos de sí misma con la esperanza de que él, por alguna punta, capte eso indefinible y por momentos grandioso pero por momentos, ah, tan miserable, que ella cree que es). Vivo en borrador, eso querría decirle, c omo si nada de lo que hago o de lo que soy fuera digno de perdurar tal como es. ¿Usted sabe lo que es acostarse cada noche pensando se acabó: mañana empiezo a pasarme en limpio y soy definitivamente yo, y despertarme cada día con la certeza de que hoy tampoco, que va a ocurrir algo, algún hecho trivial que me va a retrotraer a la Irene que desprecio? A veces tengo miedo de levantarme, no sé, como una parálisis en todo el cuerpo: si hago el menor movimiento estoy perdida; otra vez voy a ser vista en borrador. Pero no se lo dice y en cambio le habla de los cantos. A ella la enloquecen esos cantos tremendos, ¿se ubica él? Obreras tísicas, canillitas que se mueren en el quicio de una puerta, niñas ciegas de nacimiento, esas cosas. Pero sobre todo los huérfanos, tiene todo un repertorio de huérfanos. Huérfanos a los que sus madres abandonaron cobardemente, huérfanos que piden limosna en la puerta de un palacio al que llegan hombres ricos y mujeres egoístas, huérfanos que se mueren escarchados, en fin, una verdadera galería de huérfanos. La enloquecen.

– Yo soy huérfana, sabe.

Lo ha tomado por sorpresa: en la oscuridad, él ha levantado las cejas. Gesto leve y pasajero que no puede estar destinado a ella. ¿O sí? Tal vez él es tan habilidoso como para maquinar un gesto que en apariencia no está destinado a que ella lo vea, pero justamente para que ella lo vea. Eso querría decir que él confía en su perspicacia. ¿Pero sospechará que su perspicacia es tan aguda como para descubrir la maquinación? Dios mío, cómo nos vamos a divertir este hombre y yo. ¿Y sospechará que ella ahora también está jugando? Sólo que, tal vez, éste es un juego más peligroso que el de la niña con flequillo que, con ojos de candor, observaba perversamente el mundo de los adultos. Esto es todo lo contrario: esto es jugar a ser más perversa de lo que en realidad es para que él pueda completar la imagen, ¿pero no una imagen falsa?, de la adolescente que camina a su lado, capaz, al parecer, de divertirse como loca oyéndose decir “yo también soy huérfana” como los niños ateridos en el umbral, como los cobardemente abandonados, como los que atesoran un callado odio en la puerta de un palacio. Hecho que no atempera la congoja real, el vacío real que una mañana de Reyes le dejó para siempre el viajante que le pelaba naranjas, el distraído incorregible que se fue sin que ella llegara a conocerlo de verdad pero, sobre todo -piensa la huerfanita de once años en el velorio, observada con compasión por espectadores compungidos-, sobre todo sin que él llegara a conocerla a ella, sin que llegara a adivinar siquiera este destino de gloria con el que ella sueña entre coronas y crespones mientras exhibe una impecable cara de huérfana desamparada. Lo que la vuelve doblemente mentirosa pero no menos triste. Como ahora, que calcula la admiración que habrá despertado en el hombre que camina junto a ella sin conseguir que amaine la desolación que de golpe le llena los ojos de lágrimas. Si Alfredo Etchart lo ha advertido lo disimula muy bien; con tono burlón, acaba de decir:

– Se ve que te das todos los gustos.

– Sí -ella ha pescado al vuelo la ironía y pestañea enérgicamente-. Soy muy epicúrea.

– Caramba.

– Y qué tiene. Me encanta Epicuro, lo aprendí en el colegio y me gustó de entrada. Esa es la verdadera moral, ¿no? Hacer siempre lo que a una le causa placer.

– Depende -él parecía irritado ahora. A ver si resultaba más prejuicioso que ella al fin y al cabo.

Pero no. De golpe, con absoluta naturalidad, él dice:

– Yo también soy huérfano.

Eso la mató. La dejó reducida a un poroto. No podía parar de reírse, se iba a morir de la risa. Él, tan seductor, tan solvente, y diciendo una frase así de cómica. Este hombre tiene lo suyo. Ella también. Imperturbable, pregunta:

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