Liliana Heker - Zona de clivaje
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– ¿Tenés frío? -le pregunta.
Y éste es el abrigado territorio de las palabras.
Algo parecido a la dicha empieza a aletear en el cuerpo de Irene.
– No, no tengo frío -y la asombra su propia voz, el tono de su voz, baja y un poco ronca. Esto que impremeditadamente ella ha aprendido.
– Tenés que aprender muchas cosas -dice él, y le saca el pelo de la cara.
– Tiempo al tiempo -dice Irene.
¿Acaso su voz no ha empezado a ser sabia? Piano, piano, professore, nadie le había dicho a Irene que también el amor es un aprendizaje.
– Claro que sí -dice él-. Nos queda toda la vida por delante.
La noche se ilumina y estalla. Las palabras son incorpóreas y no le dan miedo. Ahora, mientras caminan muy juntos por la calle, el beso de él es sólo un recuerdo, algo que ya está para siempre instalado en su pasado, y que la transforma. Atención, caminantes, que ven pasar como si tal cosa al treintañero y la doncella. No los miren tan frescos. Vuelvan la cabeza, tápense los ojos, ruborícense, escandalícense, envídienlos. Esto que ahora empieza es una historia de amor.
Coda
Lo cual constituye una prueba de que el maestro tenía razón en el fondo y de que la naturaleza la había destinado a la pasión de la inteligencia y no a otras pasiones, más personales.
HENRY JAMES
La regla de tres es lo más difícil que hay en el mundo. Esta certeza y el nombre, austero, indescifrable, opaco a todo razonamiento, me dan pavor. Paso noches en blanco imaginando cómo será esa valla que me espera en tercer grado, la ciénaga en que fatalmente voy a hundirme. No concibo pesadilla más oscura que la de no comprender algo. Tengo seis años y todo proyecto de vida se me trunca en el día aciago. Tengo ocho años y ocurre. Sólo que no me doy cuenta. La señorita Julia ha escrito un problema en el pizarrón y está explicando algo. A mí la explicación me parece superflua (toda explicación me parece superflua, como si en el momento de recibirla supiera que el conocimiento ya estaba dentro de mí: la realidad me resulta una fuente de perpetuo aburrimiento) así que me distraigo. Después no me acordaré si he estado inventando una historia o concibiendo una teoría pero es casi lo mismo. A través de su trama casi perfecta se abre paso una expresión que destella con luz propia y me reinstala con brusquedad en el mundo real. Me basta un segundo para comprender lo que pasa. Eso que penumbrosamente he olfateado en la letanía de la señorita Julia y que mi cerebro utilizó mil veces como la forma más grosera y chata de razonamiento, eso tan trivial que hasta parece innecesario llamarlo de alguna manera, es lo que responde al augusto nombre de Regla de Tres. Todavía no he decidido que el verdadero misterio de las cosas lo encontraré en las palabras; lo que siento es una irremediable decepción. El mundo real no sólo es aburridísimo: decididamente no ofrece riesgos. Por fortuna me salvan las historias. Llenan casi todo mi pensamiento, no tienen fisuras y son complicadísimas, bien definidas hasta en sus mínimos detalles, siempre tramándose con otras y otras y otras sin que pueda quedar un solo cabo suelto, imperativo de alto riesgo porque puede suceder que alguna pieza no encaje y haya que modificar argumentos, trocar personajes, desplazar tiempos, tarea que me obliga a un esfuerzo terrible ya que debo pensar simultáneamente en el todo y en las partes. Es así que en un sentido estricto las historias nunca transcurren sino que son modificadas hasta la perfección. O ése es su verdadero transcurrir y entonces no se diferencian en casi nada de las teorías con que satisfactoria y exhaustivamente me explico el universo y sus componentes. Cuando todo encaja, cuando la trama o teoría es perfecta y yo -pieza infaltable y también en cierto modo perfecta: siempre un poco más alta, más huesuda, siempre un poco más rubia o más morena que el modelo original, siempre menos torpe y huraña- puedo desplazarme con entera libertad por una intriga o universo sin grietas (sensación que dura apenas unos segundos porque en seguida voy a ver una posibilidad más absoluta y tendré que efectuar nuevas modificaciones en cadena), entonces, en ese vulnerable instante de plenitud, arrastrada por el formidable empuje de mi imaginación, debo correr desenfrenada por el comedor de la casa de la calle Bulnes hasta que mis manos chocan con violencia contra la pared. Y acá estoy llegando a la raíz, escribiría. Como si mi energía cinética y el poder de mi cabeza marcharan por caminos alabeados. Un cerebro poderoso que me compelía a correr poderosamente. Algo que no correspondía. Algo que por fin se iba a parecer a la parálisis. ¿Qué esperaba en ese tiempo de mí? No puedo recordarme proyectándome en el mundo real, salvo por la negativa. Eso sí lo recuerdo, certero como una luz. Una imagen me provoca aún hoy repulsión. Señoras que hablan con Guirnalda en el camino al mercado. Yo, la nena de flequillo, colgada de su mano. Mejillas redondas y deseables que ellas pellizcan encantadas. Es esa redondez lo que detesto. Algo totalmente ajeno al mundo abrupto en que a cada paso corro peligro. En ese mundo soy angulosa y siento un profundo desprecio por estas fofedades que arrastran con resignación a sus hijos. Las observo con espanto. ¿Y yo voy a ser así?, me pregunto. Supongo un destino irrevocable que une a cada niña con su madre. Mi infierno personal es pegajoso y chirle. Entonces fulgura en mi cabeza la imagen de una mujer en deshabillé. Viene de los trasfondos de mi vida consciente. Borrosamente recuerdo que una tarde la fui a visitar con Guirnalda. ¿A qué fuimos?, ¿quién era esa mujer? No me importa. La imagen se me asocia con una palabra clandestina cuyo significado no entiendo del todo pero que me tienta. Amante. Las amantes reciben en deshabillé y escandalizan a las señoras como mi madre. Yo quiero ser esa mujer.
Cuaderno con espiral, pollera tableada, burbujas en su aureola, Irene sube al 26. Una viejita le sonríe con húmeda ternura. Ella derrama sobre la viejita lindos chorros de candor juvenil y piensa: esta retardada no sabe que voy a visitar a mi amante. Saborea hasta el carozo la palabra “amante” y apenas la descorazona -una melancólica bruma, una remota y conocida sensación de que otra vez se está haciendo trampa con las palabras- el hecho de que ella nunca ha esperado a nadie en deshabillé como la distante mujer deseada. Todo lo que viene haciendo desde hace meses es escuchar a este hombre a cuya puerta está llamando ahora, quien laboriosamente persiste en moverle el piso, en hacerle estallar la cabeza, en reducir a polvo su aurífero orgullo de niña superdotada que pudo conocer el Teorema de Tales o la teoría del Apoyo Mutuo sin haberse tomado el trabajo de leerlos -puro ludo (ha dicho él) o accidentes de la naturaleza, como ser ventrílocuo o culona, pero qué hacemos con esto, con las taras o preces que Dios nos dio, ¿qué estrella construiremos, qué caverna, qué piedra sobre piedra?, ah, ahí te quiero ver escopeta- y que de vez en cuando, ¿como parte de su formación?, la inicia en juegos que saludablemente van impresionando su mente perversa pero no todavía su cuerpo perverso, por la sencilla razón de que ese cuerpo se triza, se descuartiza, desaparece apenas es tocado. Ahora todavía no. Ahora que ella ha cerrado el cuaderno con espiral pero aún tiene puesta la pollera tableada, su cuerpo es todavía una cosa íntegra y gozadora, abierta a todos los desenfrenos. Ya han hablado sobre epifanías y electrolitos, y también sobre ese relato tan extraño que Irene ha escrito en el cuaderno, y ahora ella, con vanidad, ha sacado a relucir el recién incluido tema de los planos de clivaje.
Son terribles, ha dicho. ¿Cómo, terribles?, dice él, que lo desconoce todo sobre este asunto. Entonces ella habla de los cristales, del proceso lento y laborioso con que se elabora un cristal, de cómo los átomos desordenados y erráticos van buscando en el caos su lugar de mayor estabilidad y equilibrio hasta urdir una estructura destellante y perfecta. Por eso es casi imposible destruir un cristal, dice, y ni siquiera se inmuta porque los dedos de él vayan recorriendo, demorados, su oreja. Ni el más leve error de lógica revela el estremecimiento que ha puesto a danzar todas sus moléculas. Esta primera parte le sale a las mil maravillas. Sabe lo que debe hacer: no tocar, pero aceptar con discreción ser tocada, seguir explicando con minuciosa claridad, como si nada, que sin embargo hay zonas, planos, donde las uniones interatómicas no se consolidan, son débiles, y ésos son los pavorosos planos de clivaje, mientras yemas versadas acarician sus pezones por debajo de la blusa. Explicar todavía que es por esos planos que se puede quebrar el cristal, sólo permitiendo ahora que se deslice alguna ligera trabazón, cierta risita entre líneas, delicados indicios de que la inocente no era tan inocente, de que la niña sabia sólo se está haciendo la distraída, cosa de que el hombre que sin apuro desabrocha los botones de la blusa tenga prueba fehaciente -o suficiente a su agudo entendimiento- de que no se divierte solo, de que le ha tocado en suerte una digna compañera de juegos, y quizás hasta tenga la fortuna de sospechar estos ríos lentos que se han desatado en el cuerpo de ella, esta promesa de ebriedad que le sube desde las piernas y en cualquier momento estallará como un cántaro. Y sin embargo… El hombre que acaba de desvestirla (poniendo fin a la incontaminada etapa del puro futuro, del dejar hacer, a la familiar ceremonia de la virgen sorprendida), ese hombre que ya le habló de Kropotkine y de Weininger y le enseñó lo que significa la mala fe con tanta ferocidad que ahora Irene no puede pensar ni en la de flequillo sin sentir el tábano de su conciencia puerca, el que la hizo responsable de cada uno de sus sueños de grandeza y le devastó su pequeño y confortable pedestal de superdotada y la instaló sin piedad en el mundo, en la cama parece bastante desprolijo. Y nada clásico. Ha guiado firmemente la mano de ella hacia un sitio que Irene todavía considera violentamente despojado de él mismo y de su labia, pero no aclara nada. Irene se queda sola y desconcertada con su cuerpo, todavía soñando con una Pequeña Fuga del amor, con un crescendo armónico y sagrado que se expandirá con lujuria hacia el Paraíso. Sin embargo es una alumna aplicada. Apenas la mano mayor -como la de la maestra primera: eme-a, ma; eme-a, ma- indica el movimiento correcto, la mano pequeña, espartana y dócil, se aviene a repetirlo hasta el cansancio mientras su cabeza, ya distante y observando con espíritu crítico, trata de discernir si todo esto que ocurre es lo que debería ocurrir o si algún pase ignorado -que él, egoísta o distraído, ha omitido enseñarle- podría tornar estos contactos en algo sublime. Está tan alerta, tan preocupada por predecir el gesto que haría falta para configurar la obra perfecta, que su vida, el acto de vivir se suspende momentáneamente en ella, y cada instante queda colgado de sí mismo sin permitirle más que esto: placeres efímeros, lujuritas disonantes que no dejan huella. Su cuerpo ya no existe, no hay más que partes inconexas y altamente imperfectas que se piensan, se erizan, pretenden moldearse y embellecerse con cada contacto. No debe descuidarse, tiene que ejercer un control permanente sobre cada partícula. Si se deja llevar va a perder el hilo y otra vez se le esfumará la posibilidad de la gran fuga. Entretanto actúa con corrección. Estoica blande, lame, succiona. Tiene la impresión de que él allá arriba, sobre la almohada, debe estar sumido en algo que no la incluye. Pero, ¿qué significa esto de “él sobre la almohada”? ¿No es una especie de sinécdoque? ¿La vela por el barco? ¿El ala por el ave? ¿La espada por? ¿No será poco lícito considerar que este hombre es sólo su cabeza y no, verbigratia, la porción que ella metódicamente succiona? Sin embargo ésa es la sensación real. Que él la ha dejado sola, lejos de su protección, librada a su propia inexperiencia y luchando por no pensar en lo único que teme, navegando en la incertidumbre hasta que unas manos todavía casi abstractas la elevan con suavidad y ella y él -¿o sea las cabezas de ella y él?-, o sea las cabezas de ella y él así como otras partes afines de los cuerpos están de nuevo a la par, y tal vez ahora sea demasiado tarde para la ebriedad y la fuga, pero al menos esto empieza a parecerse a lo que ha leído en los libros y -pobremente- a lo que aún imagina en la autonomía de su cama, cuando una voracidad sin fondo la hace apretar una pierna contra la otra hasta sentirse morir. Entonces otra vez, como unas horas antes en el 26, ella puede hacerse trampa y, pecaminosa y corrupta, pensar: acá estoy con mi amante, fifando como loca. Aunque lo que en realidad está esperando es esto que viene ahora, esta parte final en la que otra vez conoce su papel, este particular momento de aflojamiento y de paz cuando él la acaricia casi con ternura y ella se permite acurrucarse y reposar la cabeza contra su pecho. Y hablar. De su infancia y de sus trampas y de su hosquedad de bicho raro y de cómo la alegría en ella es una fuerza arrolladora que de pronto la embebe y la obliga a correr bajo los árboles. De todo, menos de esto que otra vez, malignamente -como si la paz le estuviera vedada-, vuelve a cruzar por su cabeza. Las otras. Las otras son esbeltas y tetonas, saben hacer el amor como angélicas yeguas y no tienen cara redonda ni una madre que les prohíba pasar la noche fuera de su casa ni este miedo feroz a que él -que ya le ha hablado de una carta en el hueco de una pared, y de Besos brujos, y de novias que siempre se cuentan en pasado- esté omitiendo premeditadamente un tema. ¿Qué hace cuando no está con ella? ¿Y esas noches en que ebria o desolada lo llama a su casa y él no contesta? Estas maquinaciones la enloquecen de odio y de celos pero no lo confiesa. Ni se rinde. Ambiguamente, con su metro cincuenta y siete y su cara de luna, tiene la secreta determinación de ser la única. Aún no conoce el camino pero ya conoce los alcances de su voluntad. Una voluntad subterránea que la lleva a descartar lo superfluo y a elegir sólo aquello que la conducirá a su objetivo. Aunque en el trayecto se haga pedazos.
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