Liliana Heker - Zona de clivaje

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Irene Lauson experimenta y analiza su vida a través de la Física y persigue tenazmente un vínculo posible entre la verdad y la felicidad. Alfredo Etchart, su profesor de literatura y luego el hombre con quien mantiene un vínculo amoroso intenso y en muchos momentos conflictivo, ve el mundo a la luz del arte y del marxismo y busca, ante todo, seducir. El despliegue inteligente, irónico y conmovedor de esa relación es la piedra de toque para que la protagonista llegue al fondo de sí misma, se pierda una ymil veces y encuentre una salida que no es otra cosa que el trabajoso camino hacia la madurez. Y al acompañar esa travesía gobernada alternativamente por la razón y por la pasión, el lector accederá no sólo a las claves inefables del universo femenino sino también a lasmarcas culturales y sentimentales de toda una época. “En la estructura destellante y perfecta del cristal”, se explicita en algún momento del libro, “la zona de clivaje es aquella donde la unión de los átomos se muestra débil y donde, por lo tanto, el cristal se vulnera y se quiebra”. Liliana Heker no podría haber encontrado mejor metáfora para condensar lo que sucede en esta novela excepcional. VICENTE BATTISTA “Una de las pocas novelas argentinas de los últimos años a la que se puede califcar de necesaria.” CRISTINA PIÑA “Historia de amor, entonces, y de difcultosos ‘años de aprendizaje’, Zona de clivaje posee la virtud de revitalizar el placer de leer.” SUSANA SILVESTRE

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Mano de bronce, mayólicas, crochet. La entrada a la casa de Celia Argüello le resulta decepcionante. Alfredo le ha dicho que los cuadros de la Argüello parecen desprendimientos del infierno pero todas estas cortinitas, en fin, ya le preguntará cuando se vayan; ahora están entrando en una sala llena de gente. Algunos invitados que Irene no conoce parecen mirarlos, ¿quién será esta jovencita que acompaña a Etchart?, ¿no se los ha visto juntos con demasiada frecuencia en el último año? ¿No la trata él con desusado afecto? ¿No le estará haciendo pisar el palito? Vapores de oro y de luz entran con ella.

Una sonrisa de dientes blanquísimos la enfoca con burlona cortesía. Enrique Ram, a ése sí que lo conoce. Un cínico insoportable que fue el maestro de Alfredo, o el hombre a quien más admira, o algo por el estilo. Ahora cada vez más reaccionario (le ha explicado Alfredo) pero sabe un vagón de literatura, ya en el cuarenta y ocho daba cátedra sobre Finnegan’s Wake, imaginate. Irene se ha imaginado, algo espantosamente difícil, inconcebible saberlo en el cuarenta y ocho, con el tiempo averiguará qué es. ¿Acaso no es ése su modo de aprendizaje? Datos como piezas de un inacabable rompecabezas. Aprender es saber llenar huecos, no cualquiera. Un mes atrás, apenas Irene lo descubrió en el bar del Claridge, los dientes blanquísimos también le habían sonreído, el lobo con ganas de comerse a Caperucita se le cruzó a Irene, ¿quién era ella? Ella venía de parte de Alfredo Etchart que no había podido. La mirada de Ram la recorrió de arriba abajo, cara de nena, más carne de lo que parece con ese pullovercito, pensó Irene que el degenerado pensaba, seguro que ese hijo de puta de Etchart se la coje. Ella enloqueció de placer. Él hurgaba el libro que Irene llevaba bajo el brazo. Con tanto impudor como si me tocara una teta, le explicó más tarde a Alfredo. Pero, ¿qué encontró? El Doktor Faustus, ah, te sorprendiste, viejito, ella lo miraba muerta de risa y se sintió tan comestible que, sentada ante un pomelo con vodka, habló a sus anchas de Thomas Mann, de las zonas de clivaje, del fantasma que recorre Europa, de la voluntad ibseniana, y de otros tópicos interesantes del mundo contemporáneo (le dijo, divertidísima, a Alfredo), mientras verificaba gozosa que el lobo la seguía mirando con hambre.

Ahora también la mira; ya está junto a ellos, estrecha la mano de Alfredo. Irene, sonriente y mundana, inicia el gesto de extender su mano. Pero Ram hace algo inesperado. Toma esa mano y, con ademán lento y gentil, la lleva a los labios y la besa. Después, sin soltarla ni atenuar la sonrisa, dice:

– Dígame, Irene, usted que estudia física y parece tan marxista, ¿cómo concilia la dialéctica de la naturaleza con el Principio de Incertidumbre de Heisemberg?

La inteligencia trabaja con residuos y opera simultáneamente con varios sistemas de datos, escribiría después Irene. Pura sonrisa ante Ram, ella va rastreando con rapidez en su memoria informaciones apenas entrevistas mientras socarrona calcula que un literato como Ram debe haberse quedado entrampado en la palabra “incertidumbre” pero es fija que tiene un concepto vago y ligeramente erróneo de lo que es el Principio de Heisemberg -¡papita pa’ el loro!- y al mismo tiempo detecta la mala fe que hay en esa pregunta y en el tono. Con cierta insidia dice que si el electrón es un móvil, ¿no será justamente poco dialéctico fijarlo en un punto y en un instante dados? Con más insidia agrega que, de cualquier manera, no hay que preocuparse: la imposibilidad de determinar a la vez la velocidad y la posición de una partícula ¿niega acaso la lucha de clases? Y ahora una flor para el hombre que seguramente la admira a su costado.

– Y, por favor, suélteme la mano. Para hablar conmigo sobre estas cosas no hace falta que me toque.

Ahí está ella de cuerpo entero. Leal hasta los huesos al hombre que ahora ríe en silencio. Irene no necesita girar la cabeza para saberlo. El poder de divertirse en yunta, pero sobre todo cierta hermandad, o cierta implacable solidaridad, ya los une. Ram sin duda lo ha percibido porque su mirada carece ahora de toda condescendencia con Irene, la hace crecer de golpe hasta la edad y la experiencia de Alfredo. Ceremonioso, se da vuelta.

– ¿Vio, mi elefantito negro? -dice-. ¿Vio las cosas que saben las mujercitas de Etchart?

Irene apenas tiene tiempo de reparar en una mujer espléndida cuando la voz baja y amenazante de Alfredo la pone alerta.

– Yo no tengo mujercitas, Ram. Y habrá notado que Irene Lauson se tiene muy bien a sí misma.

Oír su nombre completo la sobresalta. Pero la mujer de ese nombre se yergue por encima de su altura real y piensa con soberbia: Nadie me tiene, yo me tengo a mí misma. Trata de que el pensamiento le guste. Desde la pared, la está mirando un hombre con la expresión de saber algo que le ha quitado para siempre la posibilidad de vivir, de realizar eso que las buenas gentes llaman vida.

– Usted me gusta, Etchart -dice Ram- Tan gallito, y en el fondo tan inocente. Qué fea impresión, esta niña que lo acompaña me quiere asesinar con los ojos. Chica fiel como ya no quedan, se ve. Pero cuidado, si algún día se le encocora le va a dar trabajo, querido.

– Mejor no se preocupe por mí, Ram.

– Por supuesto, muchacho, si ya sé que a usted le gusta tomarse ciertos trabajos. A mí no, qué quiere que le diga. A esta altura, prefiero que los placeres vengan a mí -ha tomado a la mujer del brazo y la exhibe como se exhibe a un animal de raza-. Mire qué hembra, Etchart ¿Le parece que necesita pensar?

Algo parece a punto de crujir.

– Alfredito -oye Irene-, qué suerte que viniste.

La mujer que ha ahuyentado las sombras y que ahora besa con efusión a Alfredo no pega en esta reunión. Petisita y gorda, desaliñada. Uno se la puede imaginar volviendo del mercado con una bolsa rebosante de achicoria. Irene quiere escabullirse pero la de la verdulería ya la está saludando con una sonrisa cargada de afecto. Aunque los ojos no tienen mucho que ver con esa sonrisa, piensa Irene y tiene dos revelaciones: ésa es Celia Argüello, la autora del regresado del infierno que la miró desde la pared. Y lo que hay en su sonrisa le está personalmente dedicado. Piedad. En la sonrisa de esa mujer hay piedad. Descubrirlo es como una bofetada: en esa piedad Irene puede ver, como en un espejo, algo que está en su propia cara y que la instala brutalmente en la cofradía de esa mujer: el desasosiego de quien tampoco va a encontrar su lugar en el mundo. Pero yo no quiero ser ella, piensa como si clamara. ¿O es que una mujer tiene que perder su cuerpo para ganar su alma?

Despiadada, retira toda desolación de sus ojos. Que Celia Argüello se quede sola con su desamparo. Busca a Alfredo con la mirada pero él no la ve: está diciéndole algo a Ram ahora. No me necesita, se le cruza a Irene, pero no se deja atrapar por el pensamiento. Saluda con mundanidad a un muchacho desgarbado que se le ha acercado con gran entusiasmo y a quien no recuerda en absoluto. El desgarbado, al parecer, está encantadísimo de volver a verla: ella le ha causado una gran impresión la primera vez. Le ofrece un vaso de vino que Irene acepta. Ella se bebe la mitad de un trago. No, no soy la mujer de Etchart, explica, y dice algo muy gracioso sobre el matrimonio que el desgarbado festeja moviendo la quijada. Él le vuelve a llenar el vaso y ella bebe. Física, sí, estudia física. Pero también escribo, inesperadamente dice y tiene la borrosa conciencia de que está bebiendo demasiado. En realidad odio la física, lo único que me importa es escribir. ¿Lo dijo realmente o lo pensó? Un disparate pero ya no puede volver atrás: lo dijo. Si no, ¿a qué vendrían las sandeces que está diciendo el desgarbado acerca de la conveniencia de escribir descalzo? Preferentemente en piso de tierra, sí, sí, claro, Irene mira a su alrededor como un náufrago. Ahí está Alfredo, hablando con Ram; no parece acordarse de ella. Las plantas de los pies se nutren de alguna cosa que actúa sobre el centro del lenguaje, dejar fluir la corriente y escribir sin pensar. Muy apropiado, sí, sí. Se lo ve un muchacho frutal, piensa, y la risa que eso le da la hace sentirse más sola. Sí, sí, le contesta distraída al desgarbado que acaba de revelarle algo sobre la marca de Caín que, al parecer, ella tiene en su frente. Sí, sí. Siente una ráfaga de miedo. Ni esposa, ni novia, ni amante oficial. Nada que le permita estar a los pies de Alfredo como la estatua está a los pies de Ram, el cuerpo formando una figura perfecta, ni una sombra en su cara que haga sospechar el fuego cruzado que está pasando sobre su cabeza, las pasiones en juego que Irene alcanza a entrever y que inesperadamente la hacen desviar la vista, como si se hallara ante una ceremonia vedada, o como si de pronto sintiera ¿celos?, esa agitación desusada en Alfredo, ese interés que ella nunca le notó ante otros interlocutores, ¿la hacían sentir celos? Pero, ¿qué quiere ella al fin y al cabo? Todo. Alalá. La estatua parece haber lanzado sobre Alfredo un relámpago de ¿odio? Fuera de eso, ninguna otra perturbación. Ni siquiera parece advertir la mano untuosa que le acaricia distraídamente una pierna. Irene desea ser esa cosa, ahí sentada. Poder quedarse junto a Alfredo, inmóvil de cuerpo y alma, ocupando un lugar en el mundo. Dejar de ser esto a la deriva que bebe vino y apenas escucha al desgarbado, quien en este momento señala su propia frente y le informa que él también tiene la marca. Veo, veo, dice Irene mirándole con cortesía la frente, para lo cual tiene que hacer un considerable esfuerzo por la miopía y porque el desgarbado le lleva como cuarenta centímetros. De reojo busca a Alfredo con la secreta esperanza de que él haya advertido esta situación absurda y comparta su diversión. No. Él observa inquisitivamente -como si corroborara o controlara algo que pende de una baba de araña- a la mujer de Ram que habla casi sin mover los labios, sin que se conmueva una línea de su nítida cara de madona renacentista. ¿Y Ram? Ram no está pero ahora regresa. Dice algo que provoca la risa de Alfredo y la tranquila mirada de la mujer. Alfredo bebe: está locuaz y parece divertirse. ¿Él no necesita testigos? N o me necesita a mí, piensa Irene, como quien se flagela. Desvía la vista para que no se le llenen los ojos de lágrimas y se encuentra con Alicia en el País de las Maravillas. Incontaminada y radiante, en la florida fronda, vean las cosas que venía a pintar la Argüello. No me estás escuchando, dice el desgarbado. Es ese cuadro, perdoname, me tiene fascinada, dice Irene, contenta de haber encontrado un pretexto para alejarse. Se acerca con envidia desganada a la de las maravillas. Cabecitas de rata emergen voraces entre las flores. ¿Serpientes como ramas? Curioso. Alicia sonríe en el mejor de los mundos, parece venir de tardes apacibles bajo las glicinas y de labores de aguja junto a la ventana. Las ratas le acarician los zapatitos. Irene presiente un imán o un pozo. Un lugar hacia donde caer. Va a la mesa a servirse más vino. Hay que hacer algo con la propia locura, se le cruza fugazmente. Llena su vaso. Vuelve a mirar a Alicia: ve una marca en su frente.

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