Campanas. Repiquen las campanas. Que un pájaro enloquezca y estalle una flor. Ay, abstrusos logaritmos neperianos, qué fácil construir una alegría con palabras: corazones que cantan, campanas que tañen, sol que se derrama sobre las caléndulas y los floricundios. Pero no. Ni una campana, ni el estallido de una sola flor. Ni siquiera la mera campanilla del teléfono que sin duda la haría saltar de la silla como ha saltado estos cinco días, inútilmente buah; nada de plañidos, perseverancia y valor, la próxima será. Viéndola a Irene Lauson -holgado camisón celeste, anteojos, trencitas absurdas, libro de Courant-, aplicada a la resolución de una derivada, nadie podría suponer los hipocampos, petunias y jilgueritos que guerrean en su corazón. Otra vez palabras. Pero esto no: esto es un hecho. ¿Qué hace Irene? Escribe un nombre en un claro de su ecuación diferencial. ¡Y lo envuelve en un corazón! Qué vulgar. Qué igual a cualquier hija de vecino. Adivinanza: ¿En qué se diferencia nuestra futura Sonia Kowalevska de cualquier hija de vecino? En esto. En esta súper-Irene que se le ha instalado detrás del hombro y se ríe con colmillos; con dedo implacable señala el método de derivación de las funciones exponenciales y le recuerda sin cortapisas que tiene examen dentro de tres horas y ya ha pasado la edad de la pavada. Desde hace cinco días su preparación ha dejado bastante que desear. Para ser exacta, desde el jueves 7 de julio en que se produjo aquel singular encuentro en el Constantinopla.
Se quedó junto a la ventana unos segundos más. Ya no se oía nada. La portera y la sobrina debían haber entrado. De cualquier manera, no podía seguir esperando a Alfredo. Ella entraba a la Caja a las doce y media y ya eran cerca de las doce. Con sumo cuidado sacó de la máquina de escribir una página donde a la pasada leyó algo sobre un asesinato y un chico; respetuosamente desistió de seguir leyendo. Puso una hoja en blanco y escribió: “ Mi nunca olvidado Valmont: ¿no le remuerde en la conciencia que me haya costeado hasta su lejano barrio de Flores en vano? No hace falta que me diga que no: su ausencia de sentimientos no me hace mella. Paso violentamente al voseo y a las recomendaciones tipo esposa: acordate que hoy tenemos que ir a buscar la Remington y sobre todo acordate ¡por el amor de Dios! que el viejo cierra a las seis -¿quién me va a pisar el poncho ahora?-. Ya les inventé una historia de lo más conmovedora a los de la Caja para salir dos horas antes, así que paso a buscarte por la facultad a las cinco y cuarto. Tenés que contarme bien cómo fue el primer encuentro con la mirona. ¿Hubo algún otro encuentro? ¿No andaremos un poco desencontrados nosotros dos?
El teléfono sonó.
– Hola.
– ¿La princesa de Asturias?
Algo adentro de Irene se apaciguó, se ordenó.
– La princesa en persona -dijo-. ¿Cómo sabías que estaba en tu casa?
– Porque yo estoy en tu casa.
– Ay.
– No es para lamentarlo tanto, no te preocupes. Soy una especie de piltrafa.
– No sé qué habrás andado haciendo.
– Eso porque tenés una mente retorcida y puerca. Aunque no lo creas, estuve toda la noche tratando de hacerle entender a una adolescente indignada lo que es el imperativo categórico.
– Lo creo absolutamente -dijo Irene-. Me imagino lo interesada que estaría.
– Todo lo que te imagines es poco. Tiene examen hoy pero no parecía hacerle mucha impresión. Decía que todo eso de Kant le parecía perfectamente inútil pero que se iba a presentar lo mismo a que le fuera mal. Para tener la experiencia.
Sonamos, es de las que se hacen las raras, pensó Irene, mientras otra zona de su cerebro registraba los pretéritos imperfectos. Nada de “dice” o “le parece”. Decía, le parecía. Dios nos ampare, se ha propuesto cambiarle la cabeza y ya puso manos a la obra.
– Será bruta -dijo Irene.
– No es bruta. Es decir, en cierto sentido sí. Pero en el fondo…
– Ya sé -dijo Irene-, en el fondo tiene catacumbas y catedrales. Y hasta un arbolito.
– No seas desalmada. Ya te querría ver a vos a los diecisiete años y a punto de dar tu primer examen.
Yo también me querría ver. Fue apenas una ráfaga, el resplandor de un recuerdo, un relámpago de dicha alumbrándola sin piedad desde su primer examen.
– Si yo no digo nada -dijo Irene-. Lo que me parece una exageración es que a esta altura del partido andes por ahí haciendo de profesor particular. Tenés cuarenta y tres años y, como dijo el retardado ése del otro día, venís a ser la antorcha encendida, la lámpara votiva y no me acuerdo qué otros incendios de la literatura argentina. No podés perder una noche entera de tu vida tratando de que una chica entienda el imperativo categórico. Capaz que hasta machete le hiciste.
Oyó la risa de Alfredo y cerró un momento los ojos.
– Pero si vieras qué machete. En serio, cuando te cuente vas a estar orgullosa de mí. Es genial; no creo que exista una cosa tan perfecta en toda la historia del machete.
La invadió una involuntaria marea de amor por el hombre que se estaba riendo. La pasión: ése era su secreto.
– Espero que por lo menos le vaya bien -dijo-. Si no, mirá qué papelón.
– Ahí está el botón de la rosa. Ella todavía no cree que le va a ir bien. Yo le aposté que sí.
– Qué le apostaste.
– ¿Si pierde? Le dije que algo que no le pensaba decir hasta llegado el momento. Creo que ahí se puso nerviosa. Pese a que se las da de heladera.
– Me imagino -dijo Irene-. ¿Y cuándo habrá llegado ese momento?
– No sabe a qué hora le toca rendir, es medio despistada. Le dije que la iba a estar esperando en el barcito de enfrente desde las cuatro y media hasta que las velas no ardan. Me parece que no me cree del todo.
Hubo un pequeño derrumbe silencioso, algo que terminó pareciéndose a la melancolía.
– Pero yo sí -dijo Irene, en voz muy baja.
Porque lo conocía. Sabía que era capaz de realizar actos que ni él esperaba de sí mismo sólo para convencer a una mujer de que se había equivocado al fijar los límites de su pasión: él podía saltar vallas, luchar con cocodrilos, embarrarse hasta las verijas, sólo por asombrar a una muchacha con el regalo de una única y esplendente flor de los pantanos.
Pero también podía tener descuidos imperdonables, cosa que Irene no le pensaba recordar. Todo lo que hizo fue dejar uno de sus rastros, una sombra de mal humor en el tono, al despedirse. Después de cortar esperó unos minutos junto al teléfono. Pero sin muchas esperanzas: Alfredo estaba demasiado entusiasmado como para reparar en los matices de su voz. Por fin hizo un bollito con la carta, puso en su lugar la página de Alfredo y caminó hacia la puerta.
Y cinco minutos antes de que Irene saliera a dar su examen, él la llamó. “A eso de las seis voy a andar cerca de tu casa, así que si querés.” Sí, ella quiere, profesor; su invitación no ha sido un modelo de cortesía, pero ella igual quiere. Y cuando Irene quiere algo tatán, tatán --› acá la tiene: alegre como una pandereta, tintineante como una campana, con pajaritos en la cabeza como cualquier hija de vecino, entrando en Las Violetas como un malón. ¿Sabe que estuve todo el examen pensando en usted? Qué va a saber, con ese aire de interrumpido en lo mejor de. De qué. Juiciosamente ella se sienta. Cejas, sonrisas, saludos. ¿Qué estaba leyendo, tan distraído? (movida equivocada; pero ya no se puede volver atrás). A Blake, ¿ella no leyó a Blake? No, no lo leyó (y tampoco me importa, tarado, mire qué atardecer hace afuera, ¡lo que debe ser con un hombre!). Imposible no haber leído a Blake. Cariacontecida, se hace cargo: gran hueco en su educación. Pero está a punto de. Ya empezamos: agarrate Catalina que vamos a navegar. ¿Y mi crepúsculo? Shhh. El que lo quiera seguir que lo siga, mi madre me alumbró en el bárbaro sur y negro soy pero ¡oh, blanca es mi alma! O el que pueda. Ella puede. Se hace violencia, flagela a sus chingolos y a sus mirlos: sabe ponerse a la altura de sus interlocutores. Atenta, lo escucha. Él se entusiasma, ella se entusiasma, ven a vivir, sé dichosa y únete a mí, cantemos en dulce coro, ja je ji. Ve agonizar el crepúsculo como quien oye llover. Es estoica y astuta. Me vas a pescar en un renuncio si sos brujo. Y ahora que sus campanas están mustias han salido a la calle y él inesperadamente ha dicho:
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