– Pero por qué -dice Irene. Y ahora sí está realmente desesperada.
– Porque estoy harto de todo esto. Harto de tu perversidad de utilería. Callate. Digamos que es cierto. O que tenés muchas ganas de que sea cierto. Muy bien, entonces aguantate. Sola. Adentro, vamos, y a pensar hasta el fondo. En vos, pero bien hasta el fondo. ¿Sabés una cosa, como última tarea para el hogar? Vos no me necesitás. Te podes arreglar lo más bien sin mí.
Ha dicho, y se va.
Irene se queda sola en la puerta de su casa, sabiendo con terror que esto ha terminado, estúpidamente, y que ella no va a tener fuerzas para soportarlo. Y tal vez ahí reside mi única posibilidad de salvación, escribiría. En que a veces sé con todo el cuerpo cuándo he llegado a un límite, más allá del cual no voy a ser capaz de soportar. Es entonces cuando mi locura se desata, como una liberación, y soy capaz de actuar. Impremeditadamente, de un salto. Y sin embargo después sé que nunca hubo la pura locura. Que detrás hubo un proceso lento, una imperceptible sucesión de pequeños pasos que me han ido llevando, inexorablemente, hacia el único camino que quiero, o que puedo seguir.
Después está corriendo por Rivadavia, sin un centavo en el bolsillo. Sabiendo que va a atravesar sin detenerse las casi cincuenta cuadras, aguijoneada por el miedo a perderlo todo, todo lo que de verdad le importa en el mundo. Pero al mismo tiempo pensando -horrorizada por no poder dejar de pensarlo- que esto es realmente patético, ¿y no es acaso la prueba definitiva de cuánto lo ama? ¿No se enternecerá él al comprenderlo? Querría borrar este pensamiento, ser sólo alguien desesperado que corre hasta sentir que le va a estallar el corazón.
Ha llegado. Recién al ver la puerta cerrada repara en que ella no tiene la llave de la puerta de abajo. En el quinto piso, la ventana de la casa de Alfredo está a oscuras. Aunque se siente ridícula, se obliga a gritar.
– ¡Alfredo!
Le da temor su voz expandiéndose por la calle vacía. Y más temor aún el silencio que viene después. Vuelve a gritar. Nada. Otra vez. Es agradable como la ebriedad. Abandonarse, momentáneamente anuladas las funciones cerebrales. Un descanso gritar y gritar en mitad de la noche para nada. ¡Alfredo! Y hasta es mejor que sea para nada. Porque si está, eso significa que escucha sus gritos, que asiste en silencio a su locura sin hacer el menor gesto para salvarla. Es posible que ella se muera, helada. Encantador que las cosas se resolvieran así. Él vuelve y encuentra el cadáver de la muchacha que se cansó de esperar. Descubre su amor: la solución perfecta. No. Nunca hay soluciones perfectas. Tiene que quedarse acá, bien viva, esperando.
No sabe cuánto tiempo. Sabe que de pronto lo ve venir. Así ocurren las cosas. Los ansiosos lo saben bien, escribiría; apenas un saltito de la locura a la placidez. Con placidez lo observa caminar hacia ella.
– Qué hacés -dice él, en tono impersonal.
– Esperaba.
– Estás loca -dice él-. Podría haberte pasado algo.
– Sí -dice Irene con cierto entusiasmo; vuelve a ser la alumna adolescente, y él, el profesor adulto que la protege-. Y encima me vine corriendo porque no tenía plata.
– Está bien. Ahora te voy a dar plata para un taxi -dice él como quien ha registrado correctamente una información.
– No, por favor. No quiero irme ahora.
Él está junto al cordón de la vereda, mirando si viene un taxi, y no da muestras de haberla escuchado.
– Tengo que hablarte. ¿No te das cuenta de que corrí como cincuenta cuadras para verte?
– Bueno -dice él, sin dejar de mirar el fondo de la calle-. Hablá.
– No así -dice Irene, sacudiendo la cabeza-. No acá, mientras mirás todo el tiempo para ver si viene un taxi y parecés tan apurado por que me vaya -ha empezado a llorar pero no le importa-. Así nada tiene sentido, ¿no te das cuenta?
– Me doy cuenta. Por eso vas a irte.
– ¡No quiero irme!
Lo ha gritado. Él se ha dado vuelta.
– Y qué querés.
El tono de él la paraliza. Es brutal, casi obsceno. Como si no estuviera destinado a ella. O no correspondiera a esto que él ha ido armando para ella desde que se conocen.
– Ir con vos a tu casa -dice en voz muy baja.
Él la sujeta de un brazo y la empuja hacia la puerta.
– Entrá -dice con premeditada grosería.
Irene se queda rígida.
– Entrá.
Ahora sí obedece, como una autómata. Él ha abierto la puerta del ascensor. Irene está inmóvil.
– Así no. Me estás tratando como si yo fuera una -se detiene, acobardada, como si sus palabras tuvieran la virtud de volver real algo en lo que todavía no cree del todo.
– ¿Como a una puta? Hay que animarse, al menos, a usar un lenguaje a la altura de nuestros pensamientos.
– Me estás tratando como a una puta -dice Irene.
– Así va mejor -la observa-. ¿Y eso te asusta? Es raro. Debería encantarte.
Está decidido a llegar al centro de todo esto. Y yo también estoy decidida, piensa con fuerza y entra en el departamento.
Él ha sacado una botella.
– ¿Whisky? -dice con tono mundano.
Llena dos vasos, sin piedad. Irene siente lástima por sí misma, por lo que ha perdido, por su pequeña rebeldía de adolescente, antes, cuando la indignaba observar la desproporción en los dos vasos -el vaso lleno para el profesor, la medida didáctica para. Ahora la ha dejado sin protección. Un vaso bien lleno, para que haga lo que quiera.
Por qué me has abandonado, piensa. E inesperadamente se pone a llorar.
– Te odio -dice entre sollozos-, te odio con todo mi corazón. Era tan terrible, si supieras -se destapa la cara y deja que las lágrimas corran libremente, como cuando era chica y no le importaba nada que la vieran llorar-. Ahora ya no. Ahora no me importa nada de nada. Qué puedo esperar ahora. Y tenés razón, no quiero a nadie, pero por qué, por qué tenías que empezar a hacer preguntas, por qué no podías dejarme creer que era cierto, que te quería de verdad, que nos queríamos de verdad. Estoy condenada, es eso -y se encoge de hombros pero no puede dejar de llorar y de hablar, como si estuviera ebria, y tal vez está ebria-. Y una vez que una lo entiende ya no es triste. Es otra cosa. Como estar vacía, algo así. Como vivir mirándolo todo, creyendo que una lo entiende todo y que con eso basta, y no esperar nada de nada. Pero yo te quería de verdad, te das cuenta. Yo sentía que te quería de verdad, y era lindo. Ya sé que no lo puedo decir, hay algo en mí que me impide decirlo, como si se volviera falso, o ridículo cuando lo digo. Pero era lindo de verdad. Era lo más lindo que me había pasado en mi vida. ¿Por qué tenías que llegar al fondo, por qué tenías que verme, que hacer que me viera así como soy, una porquería, una fría condenada de porquería? -se detiene de golpe, espantada-. Estoy totalmente histérica, ¿no?
Le da miedo el silencio que sigue. Miedo de que él ni siquiera pueda conservar de ella una última imagen como corresponde. Desea con toda su alma borrar todo lo que acaba de decir.
Se seca los ojos y trata de sonreír, burlona.
– Es ridículo -dice-. Perdoname todo esto. Yo
Él, con suavidad, le tapa la boca con la mano.
– Callate -dice-. ¿Por qué tenés que pensar que es ridículo? -da una especie de suspiro-. ¿Por qué tenés que estar pensando siempre en todo, Irene?
Irene se encoge de hombros.
– No sé -dice-. No lo puedo evitar.
Él sonríe, como para adentro.
– No, no lo podés evitar -dice-. Es una especie de fatalidad.
Toma el vaso de Irene y, como distraídamente, vierte la mitad en su vaso. Un pequeño rescoldo en el corazón.
– Hoy, sabés -dice Irene-, yo venía corriendo, estaba destrozada de verdad, como hecha pedazos por dentro y, sin embargo, no sé, no debería decírtelo, ya sé que no debería decírtelo. Ahora se va a arruinar todo otra vez. Pero es así, te veo y es como si tuviera la compulsión de decírtelo todo, hasta los pensamientos más jodidos, será para que no me confundas, qué sé yo, o para que sepas hasta qué extremos soy capaz de. Bueno, la cosa es que venía corriendo, con unas ganas terribles de tirarme a llorar en mitad de la calle y al mismo tiempo pensaba que eso, esa corrida era algo patético, no sé, algo hermoso. Que ahora vos te ibas a dar cuenta de que yo te quería de verdad y que eso era patético y hermoso a la vez. Te das cuenta, eso pensaba, no sé qué es, porque yo sufría lo mismo, tenía miedo lo mismo, miedo de perderlo todo -sacude la cabeza con energía-. De perderte, ufa, cómo cuesta decir ciertas cosas. Y eso es lo que quería que entendieras. Pero no puedo, no sé. Esto ya es así.
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