– Así que son ustedes -gritó. Dio unos golpecitos en el suelo con su bastón pero debió interrumpir la acción porque tuvo un ataque de tos.
– Entonces ponés el matambre bien estiradito en una asadera, lo cubrís con leche, lo metés en el horno bien caliente y va está -oyó, como en un sueño, a sus espaldas. Qué estoy haciendo acá.
– ¿A quién busca, abuelo? -preguntó la Calequita, que era diligente y urbana.
– A los sinvergüenzas que me sacaron la mitad de mi jubilación. Me dijeron que son ustedes -y las señaló a las dos con un dedo extraordinariamente largo y flaco.
– Pero esto es un Centro de Apoyo, abuelo -dijo la Calequita.
– ¡Apoyo de las pelotas! -dijo el viejo.
– Qué boquita -dijo el señor Vitacca, que se acercaba con su inconfundible aire de canguro.
– No, por eso no te preocupes. Al final el matambre absorbe toda la leche y queda crocantito que da gusto -dijo, a sus espaldas, la amiga invisible.
Qué estoy haciendo acá, volvió a pensar Irene, y fue como despertar en un país extraño o en una mazmorra que descuidadamente tenía abierto un pasadizo o una pequeña ventana, de modo que ella agarró la cartera, dijo chau Calequita, perdón señor, y luego de darle un nada nietezco pisotón al viejo y pasar como una exhalación ante el pasmado señor Vitacca, y sin urdir el menor pretexto, sin haber adoctrinado a nadie para que fichara su tarjeta en el reloj de la salida, sin mentir dolencia súbita, incontenible ataque de locura, nada, salió de la enorme y gris oficina de Sistemas, bajó rauda los dos pisos, y de pronto se encontró caminando por Florida hacia plaza San Martín, haciendo uso, como tantas otras veces, de una precaria libertad sin sentido.
Miró su reloj: las cinco y cuarto. ¿Qué quería hacer? Pensó que lo único que realmente quería hacer era ir a la casa de Alfredo y arreglar todo esto. No podía cargar más con su imbecilidad de la noche anterior. Buscó inútilmente un teléfono que funcionase. Nada. Ya estaba casi en plaza San Martín. Miró la cartera: le alcanzaba. Podía gastarse sus últimos pesos en un taxi y llegar en veinte minutos. Pero ¿qué podía pasar si aparecía en la casa de Alfredo sin avisar? Algo que le revolvía las tripas: Cecilia estaba allí. Seguro. No. ¿No era bastante factible que estuviera en la facultad a esta hora? Podía sin duda haber elegido los horarios de la tarde y en ese caso. Altamente probable cuando se tiene una relación clandestina y nocturna con un profesor maduro. Pero también podía suceder que la noche anterior, después que se habían ido de la casa de ella, se hubiese producido una escena, y entonces era probable que
– Nena, ¿a dónde vas tan apurada?
¿Otra vez? Pero ahora no corría. Caminaba muy rápido hacia Libertador sin siquiera echar una mirada a los hermosos árboles de plaza San Martín que quedaban atrás, expandiendo su impávida alegría bajo el sol de la tarde. ¿Una escena? ¿Por qué se le había cruzado que hubo una escena?
Porque era muy posible que Cecilia hubiera interpretado sospechosamente el súbito mal humor de Irene y entonces, ¿él qué explicación le había dado? ¿O ella ya lo sospechaba desde antes? O tenía algún dato. Eso la paralizó. Porque si Alfredo se había animado a hablarle, aun antes de venir a su casa, de su relación con Irene, y Cecilia lo había soportado y había aceptado venir, entonces era de temer. Pero ¿era probable? Sin duda no. Pero después, al observar el malestar de Irene (nada que ver con la mujer serena e inteligente que él sin duda le ha contado) ¿sospechó algo?, ¿comprobó algo que sospechaba? Entonces era de temer. Seguro que habían tenido una discusión violenta al salir de su casa. Cecilia se ofende y se va. Pero después vuelve. Siempre vuelven. Y entonces siguen discutiendo y después se reconcilian y. Ella todavía está allí. Faltó a la facultad, natural con todo este drama, y todavía está allí. Pero también podía ocurrir que no hubiera sucedido ningún drama. ¿Qué le había dicho Alfredo realmente acerca de ella? Ahí estaba la clave de esta relación. ¿Que era la vieja amiga? ¿La que todo lo comprendía? La que secretamente está enamorada de él, piensa entonces la turra y, sin preguntar nada, se explica todo. El mal humor, la agresividad, todo. Y entonces no hay escena. Se van lo más frescos a la casa de Alfredo y fornican como chanchos. ¿Y Cecilia se va? ¿Temprano? ¿O todavía está allí? No. Sin duda a Alfredo le debía fastidiar tenerla todo el tiempo junto a él, pero tal vez Cecilia era de las que no molestaban o. A lo mejor se había ido temprano porque tenía una madre a la que debía darle explicaciones, pero después volvía, antes de la facultad, porque en realidad no iba a la facultad a la tarde sino a. ¿Y entonces todavía estaba allí? ¿Y a Alfredo le parecía tan natural esto de que ella fuera y volviera y? ¡No! Algo parecido a un ataque de repulsión la hizo tambalear. ¿Esto era ella? ¿Esto que se metía con ferocidad en la cabeza de otros dos, esto que podía ser los otros dos, lo cual era una buena manera de no ser nadie? Lo sintió con pavor y miró hacia abajo. Porque por algún mecanismo perverso que regía a veces sus actos, ella ahora estaba arriba. Lo que no debe sobrevalorarse, escribiría, ya que mi cima consistía en la mera barranca de plaza Francia, lugar al que había asistido repetidas veces la de flequillo, arrastrada por Guirnalda, quien soñaba para Irene vaya a saber cuál destino señorial que había añorado para sí misma -que le habían usurpado-en sus tiempos de jugar al aro y contar cobres miserables, por lo que ahora almidonaba los delantales de la de flequillo y la abandonaba sin piedad en los senderos arenosos de plaza Francia, satisfecha de la figura graciosa que hacía su niña pero ignorante del terror con que la pequeña desclasada observaba a los otros chicos que hablaban con naturalidad de los caballos de su estancia y eran vigilados sin interés por una institutriz extranjera. Yo quiero tener una institutriz, clamaba la de flequillo. Alguien que no estuviera pendiente, desesperadamente pendiente de que ella fuera feliz, alguien que no estuviese contemplándola, como se contempla el propio fracaso, paseándose sola por los senderos de arena, subiéndose sola a esta barranca, por qué no vas a jugar con los otros chicos. Yo juego, piensa, juego con la cabeza, y desde la cima observa el mundo y planea un destino de felicidad, destino que, ahora que ha vuelto y ha comprobado que la pendiente es mucho menos pronunciada pero pendiente al fin, está en condiciones de verificar que nunca ha cumplido. Porque sobre la cima de la barranca, veinte años después, sigue pensando en otra, en una que se asoma a un mundo lleno de itinerarios y le roba su propia posibilidad de ser feliz. Pero entonces, ¿quién soy yo? Y la pregunta le causa terror. Porque en rigor todavía sigue siendo eso que ha sido veinte años atrás, ese bofe pensante dejado en el mundo con infinitas posibilidades pero sin un destino. ¿O acaso es un destino esto de resolver acertijos y acceder mentalmente a la vida de los otros y reírse de las aventuras amorosas del único ser a quien tal vez ha amado en su vida? ¿Esto es ella? ¿Quién es? Y un vacío sin fondo se abrió ante Irene.
Esta mujer que el hombre de ojos azules y aspecto de fatiga vio en la puerta de su departamento debió parecerle tan decidida a alguna cosa que él, simplemente, levantó las cejas y, sin decir una palabra, la hizo pasar.
Ella tiró la cartera sobre el sillón y, sin sentarse, dijo:
– No te molestes en decirme cómo me comporté anoche.
– No era mi intención -dijo él. Sin duda advirtió la rápida mirada que ella había lanzado hacia la puerta del dormitorio porque agregó-: Estoy tan solo como parezco.
Irene se encogió de hombros.
– Me da lo mismo -dijo.
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