Liliana Heker - Zona de clivaje

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Irene Lauson experimenta y analiza su vida a través de la Física y persigue tenazmente un vínculo posible entre la verdad y la felicidad. Alfredo Etchart, su profesor de literatura y luego el hombre con quien mantiene un vínculo amoroso intenso y en muchos momentos conflictivo, ve el mundo a la luz del arte y del marxismo y busca, ante todo, seducir. El despliegue inteligente, irónico y conmovedor de esa relación es la piedra de toque para que la protagonista llegue al fondo de sí misma, se pierda una ymil veces y encuentre una salida que no es otra cosa que el trabajoso camino hacia la madurez. Y al acompañar esa travesía gobernada alternativamente por la razón y por la pasión, el lector accederá no sólo a las claves inefables del universo femenino sino también a lasmarcas culturales y sentimentales de toda una época. “En la estructura destellante y perfecta del cristal”, se explicita en algún momento del libro, “la zona de clivaje es aquella donde la unión de los átomos se muestra débil y donde, por lo tanto, el cristal se vulnera y se quiebra”. Liliana Heker no podría haber encontrado mejor metáfora para condensar lo que sucede en esta novela excepcional. VICENTE BATTISTA “Una de las pocas novelas argentinas de los últimos años a la que se puede califcar de necesaria.” CRISTINA PIÑA “Historia de amor, entonces, y de difcultosos ‘años de aprendizaje’, Zona de clivaje posee la virtud de revitalizar el placer de leer.” SUSANA SILVESTRE

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– Yo -dijo con desesperación, y se golpeó el pecho-. Yo fui tu interlocutor. Yo quise serlo. Yo me hice violencia para escucharte, para que vos no te sintieras solo. Yo traté de hacerme fuerte. Porque es eso, entendés, una no se puede permitir ser débil al lado tuyo, a riesgo de perderte. Por eso ahora me estás reemplazando por una adolescente de diecisiete años. Porque a esa edad todavía es fácil no equivocarse. Todavía es fácil ser invulnerable.

– No sé si es fácil -dijo él; parecía muy cansado ahora-, pero sigo creyendo que sí, que así se vive. A los diecisiete años, y a los treinta, y a los cincuenta mil. Y si no se tiene el coraje de vivir como uno quiere, pero como uno quiere de verdad, desde el fondo de tus famosas tripas, entonces silencio, nada de palabras sonoras, a regar las macetas del balcón.

– ¿Y nunca se te ocurrió que a lo mejor sos vos el que me está impidiendo vivir?

– No -dijo él con sencillez- Y vos lo sabés muy bien, Irene. Nadie le puede impedir a otro hacer lo que realmente quiere.

Irene sintió que en cualquier momento iba a ponerse a llorar. No debía.

– Es tan difícil -dijo-. Vos no entendés. Como si me hubieras hecho conocer, no sé, todas las cumbres, todo lo que un ser humano puede alcanzar. Y después no me dejaras, qué sé yo… volar. Porque si vuelo, te pierdo.

Él parecía estar haciendo un gran esfuerzo para comprender algo. La miró.

– Irene -dijo-, ¿qué querés de mí?

No sé, pensó. Lo miró con rabia.

– Que por lo menos tengas el coraje de dejarme -dijo, como una explosión.

Él levantó apenas las cejas.

– No soy yo el que te quiere dejar a vos -dijo.

La frase restalló en la cabeza de Irene. Sintió que algo se quebraba. Algo que ahora ella sentía el irreprimible impulso de restañar.

(Porque hay noches en que quiere olvidarse de las otras. Noches en que no quiere saber nada de la mujer de Ram ni de todas las otras que se cruzan por la vida de Alfredo y de las que él ahora suele hablarle minuciosamente, como si las cosas recién existieran del todo cuando las comparte con ella. Y a Irene le gusta el juego. Pero en una noche como ésta, no. “Noche privilegiada”, acaba de llamarla. Vienen caminando desde el Centro e Irene le ha cantado una por una las canciones de Guirnalda; él ha aportado dos o tres de su propia colección y se han reído como locos de esas letras absurdas que a Irene alguna vez la hicieron llorar. Y a él ponerse melancólico. Vienen caminando por Bartolomé Mitre y ya están a la altura del puente de su infancia.

– Esta es una noche privilegiada -acaba de decir Irene.

– ¿Cómo, privilegiada? -dice Alfredo.

– Claro, como un cristal -dice Irene, que ya le ha hablado de los cristales, de la lenta y laboriosa construcción de los cristales, y de los amenazantes planos de clivaje-. Como si nosotros dos estuviésemos solos en el mundo.

– Fatal -dice él divertido-. Siempre lo mismo. Siempre se termina hablando de nosotros-dos-solos-en-el-mundo.

Ustedes, las mujeres. Él no lo ha dicho así pero la frase igual resuena perversamente en la cabeza de Irene. Ustedes las mujeres, sí, dicen las mismas palabras, tienen los mismos sueños, imaginan el mismo rinconcito apacible en el que la angustia no vendrá a posarse como un pájaro feroz. Bah. Con violencia, saca la mano de Alfredo de su hombro.

– Yo no soy las otras -dice, mordiendo las palabras-. ¿Querés enterarte de una cosa? Ni sé cómo dije semejante pavada. En general, la gente que dice cosas como “nosotros dos”, en fin, todo ese verso, me parece totalmente ridícula. O inconcebible, bah. Yo, por lo menos, no me imagino más que a mí. Sola.

¡Mentiras!, aúlla su corazón. Esto que ha reído en la alta noche, esto que ha cantado bajo las estrellas hasta borrar del mundo la soledad, esto somos nosotros dos.

– Parece que nos decidimos a vomitar nuestra alma negra -dice Alfredo.

Irene se encoge de hombros.

– Soy así -dice-, no lo puedo evitar -lo mira de reojo y lanza una risa sin alegría-. En realidad, las otras también son así. Sólo que no lo saben. O simulan ser otra cosa.

– Así, cómo -dice Alfredo, e Irene presiente, en el tono, que el júbilo de la noche se ha escurrido por alguna grieta.

– Mentirosas -dice-. Hablan del amooor, y de que quieren comerse la luna, y de las noches privilegiadas. Pero lo único que buscan es conseguirte a cualquier precio.

– ¿Y nunca pensaste que a lo mejor lo dicen en serio, que la gente suele tener sentimientos en serio?

– No.

Alfredo se detiene de golpe y la obliga a mirarlo.

– Sos mala, ¿sabías?

– Sí.

– Pero no es para que te sientas orgullosa -ha achicado los ojos; habla casi con brutalidad-. ¿Querés a alguien vos?

El momento privilegiado se ha ido sin dejar rastros. Irene está sola en medio de la noche, llena de horror por sí misma.

– No sé -dice-. Antes, a lo mejor, pero tampoco. Tal vez me parecía que quería. A alguna amiga, a mi papá -presiente que no es todo lo que quiere decir, pero también sabe que es incapaz de ir más allá. Se encoge de hombros-. Hay gente que me gusta más que otra. Eso es todo.

La cara de Alfredo la asusta. Presiente, tardíamente, que esto ya no es jugar a ser perversa para deslumbrarlo. Hay algo real en esa cara, algo ferozmente real cuyo manejo desconoce.

– Y de mí qué pensás -dice él en voz muy baja, moviendo apenas los labios.

– ¡Que sos maravilloso!

Es algo inesperado. La pequeña Irene juguetona ha emergido como un milagro. Justo a tiempo para recuperar la alegría de la noche.

La risa de él la congela. Es una risa desagradable, que la deja sola.

– Y eso -dice-, ¿también es una frase? ¿Para que me guste?

– No seas idiota. Ahora no vas a pensar que miento cada vez que abro la boca.

– ¿Por qué no? Vos misma acabás de decirlo. No querés a nadie, ¿y bien?

– No hablaba de nosotros -dice Irene con suavidad.

– “Nosotros”, bueno. Eso sí que me conmueve.

– No es para que te conmueva -piensa que tendría que decir otra cosa, que tendría que hablar y hablar hasta que el pecho le quedara vacío-. ¿Adónde vamos? -pregunta con horror, porque no han doblado hacia Rivadavia, hacia la parada del colectivo que los llevará hasta la casa de Alfredo. Han doblado hacia Díaz Vélez.

– A tu casa. Te llevo a tu casa.

– No, no quiero. No era eso lo que. No podés irte ahora. Tengo que explicarte.

– Nada de explicarme, señora. Ya es muy tarde, casi las tres de la mañana. Hora de que una niña de dieciocho años esté en su cama.

Caminan por Bulnes en silencio. Unos pasos más y todo terminará. Irene siente miedo. Se detiene de golpe a unos metros de su casa.

– No quiero -dice-, ¿no te das cuenta? No quiero quedarme sola.

– No creas -dice él, con un cinismo que Irene le conoce pero que nunca antes estuvo dirigido a ella-. Te va a hacer bien eso. Los fríos, los que no saben querer, se las arreglan lo más bien solos -se lleva una mano al pecho y hace una leve reverencia teatral-. A veces cuesta un poco. Pero uno se acostumbra. Que duermas bien -e inicia el gesto de irse.

Irene ha estirado con brusquedad el brazo para sujetarlo de la manga, pero antes de que la mano llegue a su destino, con la misma brusquedad, la retira. Alfredo ha ido siguiendo el movimiento como quien hace una comprobación científica. Sonríe apenas y empieza a alejarse.

– No te vayas ahora. ¿No te das cuenta? Tengo miedo.

Él se detiene y la mira. Con sequedad dice:

– De qué.

– De que no hayas entendido. De que en serio pienses que miento. De que no sepas

– Callate -dice él-. Lo pienso en serio. Querías saberlo, ¿no? Bueno, ahí está. Y ahora me voy.

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