Liliana Heker - Zona de clivaje

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Irene Lauson experimenta y analiza su vida a través de la Física y persigue tenazmente un vínculo posible entre la verdad y la felicidad. Alfredo Etchart, su profesor de literatura y luego el hombre con quien mantiene un vínculo amoroso intenso y en muchos momentos conflictivo, ve el mundo a la luz del arte y del marxismo y busca, ante todo, seducir. El despliegue inteligente, irónico y conmovedor de esa relación es la piedra de toque para que la protagonista llegue al fondo de sí misma, se pierda una ymil veces y encuentre una salida que no es otra cosa que el trabajoso camino hacia la madurez. Y al acompañar esa travesía gobernada alternativamente por la razón y por la pasión, el lector accederá no sólo a las claves inefables del universo femenino sino también a lasmarcas culturales y sentimentales de toda una época. “En la estructura destellante y perfecta del cristal”, se explicita en algún momento del libro, “la zona de clivaje es aquella donde la unión de los átomos se muestra débil y donde, por lo tanto, el cristal se vulnera y se quiebra”. Liliana Heker no podría haber encontrado mejor metáfora para condensar lo que sucede en esta novela excepcional. VICENTE BATTISTA “Una de las pocas novelas argentinas de los últimos años a la que se puede califcar de necesaria.” CRISTINA PIÑA “Historia de amor, entonces, y de difcultosos ‘años de aprendizaje’, Zona de clivaje posee la virtud de revitalizar el placer de leer.” SUSANA SILVESTRE

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– Por favor, Alfredo -dijo-. Por favor, Alfredo, callate un poco -tuvo que repetir para que él por fin la oyese a través de sus propias palabras-. Me parece que hay una especie de confusión en todo esto. Cecilia cree… -se interrumpió; cómo decirlo para que la serpiente ritual, la santa de la música, la jetona de pelo flameante no se sintiera humillada. No había forma. Con decisión la encaró a Cecilia-: La educación sentimental es un libro de Flaubert. Una novela -el tono, por supuesto, le había salido didáctico. Joderse. Quién le había mandado arreglar este entuerto. Volvió a dirigirse a Alfredo: la mirada de Cecilia no la alentaba a seguir hablándole-. Me parece que Cecilia pensaba que. Me parece que, por alguna distracción, Cecilia yuxtapuso la palabra “sexual” a la palabra “sentimental”.

Sintió la mirada de odio de Cecilia. Alfredo, en cambio, parecía maravillado. ¿Por cuál de las dos? Se golpeó la frente con la palma.

– ¡No! -dijo-. No me digas que todo este tiempo estuviste pensando que yo te recomendaba leer un libro sobre educación sexual -se rió-. Se ve que creés que me tengo poca fe. -El mundo volvía a ordenarse.

Cecilia estaba encendida y turbada. Irene desvió los ojos: no aceptó que esa imagen la cautivase.

– Lo que pasa es que no sé en qué estaba pensando -dijo Cecilia.

– Me parece que no en el ruiseñor de Keats -dijo Alfredo.

Entonces Cecilia se rió con una risa que Irene conocía muy bien, la conocía desde adentro, desde la mala fe de sus diecisiete años, desde la impunidad que daba saber que todavía se pueden cometer errores, total, el profesor adulto nos los señalará, y nos absolverá, y hasta pensará, momentáneamente, que la vida merece la pena de ser vivida. Curioso. Como si Irene pudiera ser, a la vez, la muchacha turbada que se reía y el hombre que al ver esa risa descubría otra vez un motivo para existir. ¿Y yo? La pregunta fue como un zarpazo. ¿Qué le pasaba a ella mirando esta escena? Y, sobre todo, ¿por qué la estaba mirando? Pegó media vuelta y se fue a preparar café.

– Puedo pensar en el ruiseñor de Keats y en otras cosas al mismo tiempo -oyó que decía Cecilia, seguro que encantada de sí misma.

Mentira, pensó Irene. No puede. Nadie puede pensar en el ruiseñor y ser el ruiseñor. No por mucho tiempo. Y casi tuvo piedad de la muchacha arrogante que aún no sabía que ya estaba cayendo en el pozo sin fondo de sus propias palabras. E ignoraba que un día ya no le iba a quedar otra posibilidad; que este desafío iba a ser su única manera de vivir.

Cuando volvió con el café vio, entre los almohadones y las plantas y los libros de su casa, un cuadro que prescindía totalmente de ella. Alfredo hablaba con pasión y Cecilia, sentada en el suelo, estaba en actitud de escuchar. El error cometido con la palabra “sexual” flotaba sobre ellos como una agradable amenaza.

– ¡Café! -dijo Alfredo-. Me salvaste. Me aburro de escucharme. ¿A vos te parece justo que yo me pase la vida hablando siempre de las mismas cosas?

Me importa un reverendo carajo. Apoyó la bandeja en el suelo, tendría que encontrar algo brillantísimo para contestarle a Alfredo, ya que esto era un hilo. La pregunta de Alfredo: un recatado hilo tendido hacia su inteligencia, un modo de restañarle la herida que sin duda -él pensaría- le estaba causando este cuadro íntimo. La conocía, ah si la conocía, podía prever como nadie sus agachadas pero también sabía como nadie el valor de su fuerza, de esa capacidad suya para remontar borrascas y salir airosa de ciertos humanos pesares. Él la iba a ayudar, ya la estaba ayudando, estaba tendiendo sobre ella la burbuja salvadora, había deslizado una pregunta aparentemente casual, pero dirigida -Irene también lo conocía a él- a provocar en ella una respuesta brillante y sin duda incisiva. Él se alegraría. Ésta es Irene, sería como si dijera, y mantendría con ella un diálogo punzante acerca de sí mismo que otra vez dejaría afuera, llena de furia y de rebeldía, a la adolescente de pelo dorado. No importaba: él ya se las arreglaría también con ese enojo. ¿No consistía en eso su verdadero arte?

– No sé -dijo Irene con indiferencia-. No sé si podés -y volvió a la cocina con una pequeña pila de platos.

Fue extraño. Algo se había desordenado por segunda vez en la noche.

– Irene está de mal humor -oyó.

La voz de Cecilia nombrándola con tanta naturalidad la sobresaltó. Era como si, para ella, la ausencia transformara a Irene en alguien conocido y hasta confiable: ¿un habitual y pacífico tema de conversación?

– Nunca se sabe con Irene -dijo Alfredo-. Hay más cosas en esa cabeza de las que caben en mi pobre imaginación.

La frase estaba dirigida a normalizar ante Cecilia este pequeño desarreglo. Pero sobre todo estaba destinada a ella. Cierto matiz afectivo en la voz, la alusión a un mundo familiar y privado estaban destinados a que ella se esponjara otra vez las plumas bajo unas alas enormes y cobijantes.

– ¿Pero no será mejor que nos vayamos? -susurró Cecilia con cierta timidez. ¿Y con cierta esperanza?

– Sí. Es mejor que se vayan -Irene se había dado vuelta con una brusquedad que la sorprendió hasta a ella. Sintió la mirada de Alfredo pero la pasó por alto-. Estoy verdaderamente cansada. Hoy tuve un día de locos.

Cecilia se puso de pie y trató de captar la atención de Alfredo. ¿Viste?, quería decirle su mirada. Pero él tenía los ojos fijos en Irene.

– Acordate que tenés el cuaderno de Cecilia -dijo.

Ahí estaba otra vez. El pie que a Irene le hacía falta para recuperarse. Alfredo aún creía en ella, ¿acaso no había partido en dos la manzana, no había cargado sola con la Remington? Esto era tan fácil. Irene podía decir acerca de este cuaderno y su fervorosa desolación algo brillante y, en cierto sentido, verdadero. Podía demostrarle a Cecilia quién era ella. Se encogió de hombros.

– Ahora se lo doy -dijo-. Esperen un momento que lo busco.

Hubo en el aire algo como una amenaza. O algo que Irene sintió como una amenaza. O como una esperanza. Alfredo estaba por hacer alguna cosa que pondría todo en su lugar. Iba a modificar a su manera este final inesperado.

Pero no. Él le dio a lo inesperado otra vuelta de tuerca, porque no hizo nada. Simplemente esperó en silencio a que ella buscara el cuaderno y observó en silencio cómo, sin un comentario, se lo devolvía a Cecilia.

La despedida fue todo lo mundana que se podía esperar de la situación. Al fin y al cabo no era para tanto. Un momento de incomodidad, que no tenía por qué dejar rastros.

– ¿Y si la engañamos?

¿Engañarla? Se sobresaltó. ¿A quién estaban por engañar?

– ¿Cómo la engañamos? -preguntó con astucia.

La Calequita, laboriosa y enana, abrió su irreparable boca y así supo Irene que estaban en la Caja, ámbito bien regulado y sin duda impenetrable a las emanaciones de lo ocurrido la noche anterior en la cortada Del Signo. Un episodio desdichado que Irene se esforzaba vanamente en corregir, como si su pensamiento fuera capaz de cambiar el curso de lo ya sucedido, aunque sin saber, siquiera, en qué dirección habría querido cambiarlo. Ese era el otro problema.

– Le hacemos creer que está en diciembre, te das cuenta -le explicó la Calequita con su voz de pito-, y ahí ella les da a todos los viudos el aumento del veinte por ciento. Después le decimos que está en mayo de 1970 y entonces ella les saca un seis por ciento a todos los viudos que sean mayores de ochenta años.

La ley venía jodida este año. Irene sonrió para sí misma con una cierta melancolía. Ya ni siquiera le producía un estremecimiento oír cómo la Calequita llamaba tiernamente Ella al monstruo refrigerado que nunca se equivocaba. ¿Estaba bien eso? Haberse acostumbrado también a estas prácticas almibaradas, ¿estaba bien? Alguna respuesta trataba de abrirse paso entre la bruma cuando descubrió a un humano con toda la apariencia de ser un viudo mayor de ochenta años. Avanzaba tembloroso hacia el escritorio que ella compartía con la Calequita.

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