Liliana Heker - Zona de clivaje

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Irene Lauson experimenta y analiza su vida a través de la Física y persigue tenazmente un vínculo posible entre la verdad y la felicidad. Alfredo Etchart, su profesor de literatura y luego el hombre con quien mantiene un vínculo amoroso intenso y en muchos momentos conflictivo, ve el mundo a la luz del arte y del marxismo y busca, ante todo, seducir. El despliegue inteligente, irónico y conmovedor de esa relación es la piedra de toque para que la protagonista llegue al fondo de sí misma, se pierda una ymil veces y encuentre una salida que no es otra cosa que el trabajoso camino hacia la madurez. Y al acompañar esa travesía gobernada alternativamente por la razón y por la pasión, el lector accederá no sólo a las claves inefables del universo femenino sino también a lasmarcas culturales y sentimentales de toda una época. “En la estructura destellante y perfecta del cristal”, se explicita en algún momento del libro, “la zona de clivaje es aquella donde la unión de los átomos se muestra débil y donde, por lo tanto, el cristal se vulnera y se quiebra”. Liliana Heker no podría haber encontrado mejor metáfora para condensar lo que sucede en esta novela excepcional. VICENTE BATTISTA “Una de las pocas novelas argentinas de los últimos años a la que se puede califcar de necesaria.” CRISTINA PIÑA “Historia de amor, entonces, y de difcultosos ‘años de aprendizaje’, Zona de clivaje posee la virtud de revitalizar el placer de leer.” SUSANA SILVESTRE

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(Con palpitaciones atendió.

– ¿Pero cómo faltaste sin avisar? Y ayer, esa salida tan loca. ¿Estás enferma?

Algo se disolvió.

– No, no estoy enferma. Es otra cosa.

– Igual te vamos a mandar médico, así que preparate.

No. No quería eso. Lo había hecho, cómo no, como cualquier empleada pública, por muchas ínfulas que se diera. Esperar médico en deshabillé, y también pasarse horas en Salud Pública con el certificado de un doctor amigo: cistitis, enfermedad inverificable y altamente solidaria. ¿Qué siente? Mucho ardor y necesidad de ir al baño a cada momento. Y el médico mirándola con desconfianza, como a toda empleada pública, sin adivinar cuánta pasión alberga el noble pecho, pero al fin firmando, tres días de licencia, muy bien, la Administración Pública le ha otorgado tres días de vida a cambio de hablar un poco sobre los ardores e inquietudes de su vejiga. Nunca más. ¿Nunca más? ¿Conocía ella el valor exacto de las palabras que con tanta ligereza emitía? Vagamente vislumbraba empresas que estaban por encima de sus fuerzas, razón por la cual las enunciaba pensando en ellas lo menos posible, aunque en algún recoveco de sí misma un pequeño ser conocía el significado preciso de las palabras y experimentaba un ligero vértigo, y en otro rincón, otro ser voluntarioso y demente estaba seguro de que acabaría por actuar en consecuencia, aunque se le partiera la columna vertebral o el alma.)

Pero cómo explicárselo a Guirnalda, quien acababa de hacer con la servilleta un pequeño abanico y sostenía un extremo mientras, cuidadosamente, abría los pliegues.

Y ahora, a abanicarse se ha dicho. Irene observó a su madre y de pronto se sintió sensata y atenta. Cebó un mate y se lo extendió. Había decidido optar por lo más seguro.

– Mamá -dijo-, sencillamente estaba agotada. Pensé: antes de enfermarme, mejor me tomo una licencia sin goce de sueldo. Total, de hambre no me voy a morir.

Cosa no del todo cierta, pensó, porque en diez días a lo sumo se le iban a agotar las reservas y entonces el alquiler más bien no. Y ni hablar de la comida y otros vicios. Pero había hecho bien; Guirnalda le estaba diciendo que había hecho bien, y que lo principal era la salud. ¿Carne comía todos los días? Sí, claro, Guirnalda se contestaba sola, sabía de sobra que Irene era buena para la carne. Y lo bueno que era comer carne. El otro día justamente lo había escuchado en un programa de radio.

– ¿Y a que no adivinás qué es lo que tiene más hierro?

Irene, repentinamente alegre, arriesgó una respuesta.

– La espinaca -dijo.

– ¡No! -Guirnalda estaba exultante-. No vas a adivinar. Yo nunca lo hubiera dicho.

– La berenjena -dijo Irene.

– Frío, frío -dijo Guirnalda-. ¿Te das por vencida?

Irene tuvo que doblegarse.

– ¡La nuez! -dijo Guirnalda, triunfal-. ¿Qué me decís? Yo no lo podía creer.

– Y sí -dijo Irene, ya totalmente amable-. La nuez es muy sana.

– No, sana ya sé -dijo Guirnalda-. Pero que tenía más hierro que cualquier otra cosa, eso es una novedad para mí. Después viene la morcilla. No, antes el hígado, después la morcilla, la espinaca, de las verdes después la que tiene más hierro es la lechuga. ¿Vos comés lechuga?

– Sí, mamá. Lechuga y zanahorias y tomates. Mi heladera es un vergel.

– Sin embargo, estás hecha una saraca.

Saraca. Qué diablos sería una saraca. Para Guirnalda, las palabras tenían una significación personal. Mezcla de lunfardo, idisch y una imaginación poderosa. Lo cual había conformado un entorno extraño para la pequeña Irene, a la que le decía con naturalidad, mientras pacientemente le daba la leche con una cuchara de sopa: no te hagás la rata cruel. Y la de flequillo, meditando acerca de esas palabras asombrosas, se olvidaba de tragar y miraba con espanto la próxima cuchara, ya que sentía una repulsión infinita por la comida en general, por los baños en general y por todo lo que la desviaba de sus reflexiones. Pensar, eso sí le gustaba, sentarse en una sillita de mimbre y pensar frente a una muñeca con la que no jugaba pero que debía estar ahí, para instalar un contexto real e indicarles a los de afuera que esa nena sentada en la sillita es como todas las nenas. Mientras Guirnalda barría el piso y cantaba canciones tremendas acerca de huérfanos que se mueren en el quicio de una puerta, y mujeres tísicas, y poetas famélicos, y amantes desdichados. Todo con ritmo de vals. Tal vez le venía de allí esa puntadita melodramática que sobresaltaba los razonamientos fríos de su bien construido cerebro. O tal vez era a la inversa, y fueron su frialdad y su mente puerca los que habían venido a perturbar a la pequeña Irene, la alegría del hogar, la que recitaba la Canción del Pirata pero siempre salía con guantes blancos y un sombrerito de paja en verano y un sombrerito de fieltro en invierno, tal vez porque una muchacha llamada Guirnalda, sentada en el umbral de una ruinosa casa con puerta cancel, soñaba con aladas capelinas blancas y paseos bajo el sol en vuaturé. Paseos que el viajante distraído nunca le pudo ofrendar, a cambio de lo cual le dejó a la pequeña Irene (y mejor ni hablar de su hermano), para quien sí se podía soñar un futuro con vuaturés, viéndola tan lozana con sus guantes y sus sombreritos de paja. De día. Porque ya entonces había una Irene nocturna que se despojaba del sombrerito y se quedaba con sus terrores, esperando a leones agazapados y a caballos que subían por el ascensor. Una niña perversa que cada noche consumaba la muerte de sus padres y lloraba por eso, sí, sí, lloraba desolada por la orfandad y el desamparo, pero matar, bien que los mataba. Para no hablar de otro tipo de tempestades, un barbudo que desnudaba a una monja, un primo grande que le pegaba a una odiosa compañera de colegio después de haberle sacado la bombacha, hechos que en Irene -quien sentía en carne propia estas humillaciones- producían una vergüenza tan grande que experimentaba un intolerable cosquilleo en un lugar que, a los tres años -vaya a saberse por qué prematura libertad lingüística-, había llamado pichoncolina, aunque no era exactamente un cosquilleo, más bien una angustiante sensación de vacío -pero a los siete años, cómo explicarlo-, algo que la hacía presionar una pierna contra otra y sentarse en la cama bien apretada contra el colchón, como si estuviera por conseguir algo, en cuyo caso vendría la paz, pero la paz no llegaba y ella tenía ganas de gritar durante la noche porque además de los leones y los caballos y la regla de tres y la muerte estaba esto, y todo esto era ella, germen de la que ahora seguía debatiéndose entre fantasmas mientras pacíficamente tomaba un mate y escuchaba a Guirnalda hablando del potasio que contenía la banana, y pensaba que seguramente no le había puesto sombreritos para esto. ¿No? ¿Y para qué entonces? ¿Qué soñaba para ella? ¿Un marido poderoso y amable? ¿Una casa con jardín? ¿Tres niños brincadores? Cómo explicarle que no es esto lo que ella quiere, que no es la nostalgia de esa apacible felicidad lo que ahora le anudó la garganta y apenas le permite darle una chupada al mate. Que lo que quiere es algo que se escurre, pero cuya belleza reside justamente en su materia escurridiza, esto que sólo deja después una nostalgia en el corazón, bella también a su medida, pero no a la medida de su madre, o quién sabe, quién sabe si no tuvieron la culpa sus muchachas tísicas y sus huérfanos y sus locas de amor. ¿No era la costurerita que dio aquel mal paso lo que le faltaba a la integral de Hamilton para ser perfecta? ¿Cómo cabía en el Principio de Mínima Acción un canillita que muere soñando con un poco de felicidad? Así que eso era, al fin y al cabo. La gran Irene. Era lo que los otros habían hecho de ella. No, así no. Era todo lo que ella había hecho con lo que los otros habían hecho de ella. ¿Todo? Esta nada ¿era todo? Digamos que ella por el momento era pura posibilidad. Un bofe con cerebro. Al borde de la locura, al borde de la creación, al borde de la imbecilidad, al borde del balcón. ¿Cómo explicárselo? Con qué palabras decirle que a lo mejor también este miedo, o esta conciencia de la nada, era una forma de su felicidad. Le cebó un mate. Guirnalda ya había desechado el abaniquito y ahora le hablaba de un saco blanco, de conejo.

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