Y cierra los ojos con fuerza para no permitir que las lágrimas salgan de ese cuerpo resistente que es ella. Entonces siente las manos de Alfredo trayéndola hacia él, de modo que ella no tiene que hacer ningún esfuerzo para apoyar la cabeza en su pecho. Y yo sé todo el amor que le hizo falta, escribiría Irene, para regalarme ese gesto totalmente extraño a su manera de dar afecto, una manera que suele distanciarlo de los gestos cotidianos del afecto. Sólo para que yo pudiera abandonarme al llanto como si lo único que importara en el mundo fuera mi pena. Una pena real, absoluta, por la que una podía llorar largamente sin pensar en nada.
Sabe que hablaron hasta que amaneció un hermoso día gris, y que se rieron, y que se contaron historias del pasado donde siempre se trataba de amenguar la desolación de un chico o de una chica que, por algún inexplicable pacto, trataba de ser más fuerte de lo que en realidad era. Y que a la luz de un cielo plomizo y relampagueante, en la cama de Alfredo, se reencontró con el cuerpo de la pequeña degenerada que, en su camita de niña, imaginando escenas impúdicas cuyos detalles desconocía, debía apretar una pierna contra otra sabiendo que a un paso, pero inalcanzables, estaban la plenitud y la paz. Lentamente fue emergiendo de ella el alegre animal que la de colmillos observaba maravillada sin poder, ni querer, hacer nada por detenerla. Ella es un cántaro desbordado, quiere morir en este momento, ser muerta por el que ahora, sobre su cuerpo, dentro de su cuerpo, la cara sobre su cara, la hace abrir los ojos, no, no, la hace abrir los ojos y atreverse a beber la cara transfigurada de este hombre, tan real y entero como es real en cuerpo y alma la que exhausta y dichosa deja aquietar los pájaros y se adormece por fin.)
Pero la frase seguía allí, implacable, flotando en la habitación. Había sucedido. Todas las palabras habían sucedido. Estaban presentes, todavía, en la cara de Alfredo y también, sin duda, en su propia cara. Él la observaba con cierta curiosidad, como si empezara a comprender en Irene lo que ella misma, ahora que la locura y el odio se habían ido y el amor por este hombre cansado volvía a instalarse en ella como en un refugio, ahora que veía ante sí una soledad que le daba pavor, aún no se animaba a comprender del todo.
Era tan fácil, hacía falta un solo gesto. Las palabras, acaso, ¿no se las lleva el viento? Su vida era una sucesión de explosiones apagadas.
¿Entonces hubo un instante de vacilación? Algo, sin duda, reveló su cara. Porque la expresión de él cambió, se volvió más dura. Con voz atemperada, como si también él estuviera ocultando el miedo, o como si le diera a beber de a poco este último gesto de su raro amor, dijo:
– Que no tengas que odiarte después, Irene.
Y le abrió la puerta.
Triiín. El corazón de Irene dejó de latir. ¿Timbrazo agorero? ¿Tiempos felices anunciándose? Decidió que no. No debía esperar nada, del timbre ni de los llamados en general ni de nada. Linda joda. Igual, antes de abrir, miró subrepticiamente a la del espejo y lamentó no haberse pintado los ojos. Siempre se acordaba del consejo de Coco Chanel cuando era demasiado tarde: una mujer debe arreglarse siempre como si ese día fuese a conocer al hombre de su vida. Con burbujas de esperanza a pesar suyo, abrió la puerta.
– ¿Cómo abrís la puerta sin mirar primero quién es? El otro día a una señora le robaron todo lo que tenía. Y todavía tiene que dar gracias que no la mataron.
Dios, no. Cómo iba a sobrellevar esta visita. Y ella que le tenía bien dicho a Guirnalda que nunca viniera sin avisar. Pero no en vano era su madre: ya tenía resuelto todo el problema.
– Ya sé que te vas a enojar -dijo, entrando-. Pero lo mismo me dije: ¿Qué? ¿Voy a estar volviéndome loca pensando si te habrá pasado algo? Mejor que te enojes y que por lo menos estés bien.
Irene resolvió con rapidez no entrar en una discusión sobre lógica con Guirnalda. Al cabo de treinta años sabía que era inútil, así que pasó por alto las inconsecuencias del discurso. Simplemente dijo:
– Estoy bien. Ya te dije por teléfono que estoy bien.
Y, en cierto sentido, no mentía. Salvo mi corazón, todo está bien. ¿Dónde había leído ese poema? Probable que en Los titanes de la poesía universal, fuente de toda sabiduría. Fue a la kitchenette a preparar el mate. Y sí. A la luz de lo que su madre consideraba “estar bien”, ella realmente lo estaba. O más bien todo lo contrario: no se había casado. Puso medialunas en un plato. Pero dejando de lado esa desventura estacionaria, Guirnalda no tenía derecho a pensar que ella estuviese mal, ya que este tembladeral, esta sensación de inconsistencia que temporariamente se le iba cuando estaba escribiendo pero que ahora, poniéndole yerba al mate, se hallaba en su apogeo, eso no entraba en las posibilidades de malestar de su madre. ¿O sí? Mejor parar aquí la reflexión ya que en este momento el problema no era Guirnalda, a quien de reojo observaba haciéndole dobleces a una servilleta de papel, sin duda temerosa, o decepcionada, ya que en el fondo esperaría que Irene se enojara muchísimo por esta irrupción súbita -lo que tal vez la habría herido-, pero ahora que el tiempo pasaba sin que Irene reaccionase, al observarla en su pequeña cocina preparando pacíficamente un mate, sin duda estaría pensando que sí, que sus premoniciones eran ciertas y que algo pasaba.
– ¿Fruta comés por lo menos?
– Sí, mamá. Como fruta y tomo sol y soy la imagen misma de la salud.
– Sol, sí, el sol es bueno. Pero no se puede vivir sólo de sol. Cítricos. Hay que comer cítricos.
Cítricos, eso. Ahí estaba la clave que Irene había olvidado. Cítricos y sol, por qué no. Un lindo solcito sobre la piel y una naranja en las tripas. ¿Y el alma? Que se joda. Qué importa lo que sufran nuestras almas, al alma quién la ve. Eso sí, una canción para cada cosa. Sonríe como ayer, vamos princesa.
– … pero sí, mamá, te escucho. Y además tengo la heladera llena de pomelos, más vitamina C que las naranjas.
– ¿Y entonces?
– ¿Entonces qué?
– ¿Qué te pasa realmente? ¿Por qué no vas a la Caja?
Cómo explicarle. El intempestivo terror ante el balcón abierto, la perpetua sensación de vida derramándose, todos los momentos de genialidad que se le habían ido escurriendo entre los signos -como pisaditas de una mosca prolija y demente- de un vuelco de memoria, ¡un vuelco de memoria!, el alarido que invirtió su trayectoria y le traspasó el corazón cuando vio que el pimpollo de azalea había roto su capullo (cuánta energía, cuánta pasión, cuántas ganas de vivir hacían falta para este milagro), todos los sueños de felicidad que convergieron sobre ella, momentáneo maelstrom, en lo alto de la barranca, y mejor no pensar en lo grotesco que queda poner “barranca” cuando la prosa tradicional hace escribir “montaña”, así todo es más fácil, cuando una puede manejar montañas las grandes decisiones parecen más fáciles, y tampoco pensar que si las montañas siempre suponen un ascenso, las barrancas, vaya a saber por qué, sugieren un bruto descenso, las barrancas se han hecho para que uno las descienda vertiginosamente, para que uno se desbarranque, lo cual nos exigirá un esfuerzo extra si lo que queremos es quedarnos en la cima, y si lo que queremos es que nuestra barranquita alcance la distante majestad de la más alta de las montañas. Cómo decirle todo esto, que la hizo sentarse otra vez ante la máquina, ¿o es que ella no tenía una flor para dar?, una flor que tal vez no era hermosa pero que era única, o que ella, ese mediodía de octubre, todavía esperando inconfesablemente el llamado del teléfono o del timbre, algo que la salvara de esta soledad, de esta insoportable sensación de saber que ahora todo se lo tendría que deber a sí misma, decidió que era única. Razón por la cual no se levantó de la máquina a tiempo para ir a la Caja, siguió escribiendo con ferocidad eso dichoso y pretérito que tal vez algún día iba a ser la verdadera historia de ellos dos, hasta que a las cuatro de la tarde, ¿como una trompetita de la anunciación?, sonó el teléfono.
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