El primero de los cuentos de Fantasmas de carne y hueso recoge la historia de un libro que no llegó a existir: una novela descaradamente "faulkneriana", producto de los años en que Mientras yo agonizo se había transformado en una enfermedad contagiosa, los años en que Claudio Giaconi proclamaba en el Parque Forestal que él era "el Faulkner chileno", y que fue sacrificada en una chimenea. En aquellos tiempos se podía concebir esa gratuidad de la creación literaria. Si las tres amables señoras que escucharon la lectura de los primeros capítulos hubieran intercedido en favor del texto, o de su desconcertado autor, la novela se habría salvado. Pero ellas no sabían, y el autor vivía en lo que podríamos llamar la edad de la inocencia editorial, cosa que no deja de tener sus ventajas.
El libro imponía sus leyes restrictivas y el grueso de la escritura quedaba excluida, relegada a un limbo superpoblado: notas, proyectos, cuentos autocensurados, novelas inconclusas, esbozos de poemas. Me imagino ahora ese limbo de los libros y sueño con reconstruirlo. Sería una tarea literaria imposible, digna de Pierre Menard y sus seguidores. Los textos que han conseguido salvarse sólo forman la pequeña parte visible de un enorme iceberg. ¿Qué tuvo que ocurrir, cuanto tiempo tuvo que pasar para que conociéramos la correspondencia de Flaubert, los cuadernos privados de Victor Hugo, el diario enigmático, lleno de claves y abreviaturas, de Leandro Fernández de Moratín? Las cartas en que Flaubert cuenta día a día, o mas bien noche a noche, la escritura de Madame Bovary, no son en nada inferiores a Madame Bovary. A pesar de que Flaubert las escribía para mantener a raya a Louise Colet, su amante impertinente, que deseaba sacarlo de la escritura y someterlo a la lectura de sus interminables poemas líricos. Los investigadores han descifrado las claves de los cuadernos de Victor Hugo y así hemos podido conocer su vida secreta, más sorprendente, muchas veces, que la de Jean Valjean o la del jorobado de Notre Dame. ¡Y salvada por un pelo del limbo de los libros nonatos!
Con su carácter fabuloso, mítico, el libro impone formas, estimula, cristaliza, y también condena. Si nos quedamos fuera, dejamos de existir. He sido atacado por personas que creían haberse reconocido en mis textos y por otras que no se habían encontrado en ninguna página ("¿Por qué no me pusiste en tu novela?"). Es por algo que los libros más creativos de la literatura universal tienen como tema el propio libro: los personajes de la segunda parte del Quijote reconocen al Caballero y a su escudero en un camino de España porque han leído la primera parte. La obra de Proust termina cuando el Narrador va a retirarse de la sociedad y va a ponerse a escribir esa misma obra. El tema del libro es la preparación del Narrador para escribir ese libro. En un cuento de Felisberto Hernández, las últimas líneas nos dejan en el momento en que la protagonista femenina, enamorada de un balcón en cuyo interior vivía y que acaba de derrumbarse, de "suicidarse por ella", abre un cuaderno y se dispone a leer una obra en verso titulada: "La viuda del balcón". Es decir, va a comenzar esa historia que nosotros hemos terminado de leer. En buenas cuentas, todo es libro, o conduce a los libros. Más allá de ellos sólo existen las tinieblas exteriores. Los románticos y sus herederos directos, los simbolistas, leían el libro de la naturaleza. El universo era una estructura literaria, un sistema de rimas, de relaciones, de correspondencias. Nosotros, desengañados, postmodernos, finiseculares del siglo siguiente, continuamos, en otro tono, con otros estilos, haciendo lo mismo.
Una noche de septiembre o de octubre del año 62 llegué al departamento de Mario Vargas Llosa en la rue de Tournon, en el Barrio Latino de Paris. Había mucha gente sentada de cualquier manera, incluso en el suelo, y mucho humo y ruido. Recuerdo a Joan Petit, que era el asesor, el informante, el hombre de confianza de la editorial Seix Barral; al entonces joven Carlos Barral, que se hallaba en vísperas de convertirse en el editor de los escritores del "boom" latinoamericano, y a un muchacho delgado, acuclillado, pálido que decía cosas contradictoriamente serias y cómicas, que hablaba del barroco, de cuadros que analizaba todos los días en el Louvre, y que contaba, con acento de campesino cubano, los chistes corrosivos que ya habían empezado a circular en La Habana revolucionaria. Eran tiempos de fervores castristas, sobre todo después de la invasión de Bahía Cochinos, y ahora no recuerdo si la crisis de octubre, la de los misiles nucleares, ya se había producido o estaba a punto de producirse.
La presencia de ese muchacho que había salido de Cuba con una beca Y que parecía perfectamente decidido a quedarse en París no calzaba del todo con ese ambiente; era una contradicción y, quizás, más que eso, un síntoma. ¿Por qué esos adherentes tan fervorosos a la Revolución, esos viajeros constantes a La Habana, esos firmantes de manifiestos solidarios, admitían en su grupo a una persona que no decía una palabra en serio de política, pero que era, con toda evidencia un disidente silencioso? El asunto siempre me hizo pensar. Quizás ese fervor por la Revolución no era tan claro, tan compacto, como parecía a primera vista. Y quizás el desenfado, el tono de broma, el barroquismo que empleaba en su conversación, y que también empleaba en sus escritos, el becario recién aterrizado, era una defensa sutil, una manera de insertarse en esos ambientes y de colocar, a la vez, el tema del marxismo-leninismo entre paréntesis.
Después supe que el joven emigrado se llamaba Severo Sarduy, que era
novelista y poeta y que se había incorporado con facilidad y con entusiasmo
a los sectores de la vanguardia de aquellos años, los de Roland Barthes,
Phillipe Sollers y la revista Tel Quel. Era la aventura intelectual del estructuralismo, de un formalismo diferente, de la nueva novela, de una teoría
literaria que podía ser apasionante por si misma y que colindaba con los
terrenos de la filosofía, del psicoanálisis, de los nuevos descubrimientos de la
lingüística. Teoría apasionante y en algún aspecto peligrosa. En sus últimos
escritos, Roland Barthes haría serias advertencias contra el peligro de hacer
literatura basada exclusivamente en la teoría, con olvido de la gracia, de la
libertad, de los factores imponderables que constituyen un estilo. En buenas
cuentas, se podía elaborar una teoría, e incluso una bella teoría, a partir de
novelas y de poemas, pero no se podía escribir esos poemas y esas novelas sólo
con teorías.
Severo Sarduy fue un latinoamericano fascinado con Europa y con la más refinada especulación intelectual europea, pero, al mismo tiempo, a pesar de un exilio que consideraba definitivo, no dejó nunca, por su lenguaje, por su chispa criolla, por su nostalgia, de ser el más auténtico de los cubanos. Fue víctima de todos los dogmatismos y de todos los puritanismos, de la soberbia ideológica, del desprecio de los comisarios y de los inquisidores, y tengo la impresión de que al final, de alguna manera, a fuerza de esa mezcla de humor y de obstinación que lo caracterizaba, había conseguido imponerse. Era, en este aspecto, un hombre débil y fuerte, consciente de pertenecer a la línea literaria de José Lezama Lima y a la hermandad de Reinaldo Arenas, con algo de actor, algo de bufón, algo de "travesti" y algo de monje budista, sin excluir ingredientes que venían de los barrios populares habaneros y de la santería.
Lo encontré a lo largo de estos últimos treinta años en diversos lugares y circunstancias: en Tenerife, en un boliche de la rue des Canettes de Paris, en el Zócalo y en el edificio de Bellas Artes de México, en un congreso de novelistas que se realizaba en un improbable lugar de la ciudad de Brasilia. La vida literaria y la historia de su país lo habían obligado, no sé si a pesar suyo, a convertirse en un cosmopolita, y a mí, por lo menos en aquellos tiempos, me sucedía algo parecido. Un día me dijo que habíamos escrito el mismo libro y en el mismo año, sin darnos cuenta, y después supe que se refería a un ensayo suyo sobre el barroco y a mi novela El museo de cera, donde él encontraba una expresión literaria del "trompe l’oeil", esa forma de pintura, barroca por excelencia, que engaña al espectador simulando espacios, objetos, personajes.
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