En alguna medida, la apuesta del escritor en el cuento es más arriesgada que la del novelista. La novela puede tener algunos baches, algunas digresiones más o menos inútiles, páginas más flojas que otras. En el cuento, como en la buena poesía, cada palabra y cada silencio, cada signo de puntuación, desempeñan una función completamente irremplazable. Es la marca de los orígenes, la huella de la oralidad de los primeros tiempos. Se ha dicho que el cuento, con su precisión, con su tensión, con su ritmo sostenido, es una lucha contra la muerte. Se ha dicho que esta obligado a ganar por knock out, así como la novela puede permitirse ganar sólo por puntos. Eso de la lucha contra la muerte tuvo una expresión muy concreta en el caso de Scheherazada, del sultán y de Las Mil y Una Noches. El sultán hacia degollar a la mañana siguiente a sus compañeras nocturnas de cama. Cada cuento de Scheherazada le permitía postergar el suplicio durante 24 horas. Si flaqueaba una sola mañana, si contaba una historia aburrida, perdía la cabeza. Los buenos cuentos mantuvieron a raya a la muerte y a la cimitarra del verdugo.
Reivindico, pues, el género, a pesar del predominio comercial, crítico, institucional, de la novela, y reincido en él sin complejos. Hace cuarenta años, el escenario unificador eran los patios de colegio y los patios de la infancia. El tema central, ahora, son las apariciones y desapariciones, las manifestaciones del Eterno Femenino, convertidas en fantasmas, fantasmas de carne y hueso, naturalmente. El Eterno Femenino que nos sostiene, nos ilumina, nos lleva hacia adelante, como decía el maestro Goethe. Cosas del tiempo, fantasías de la edad. Memoria tramposa que juega con el pasado y lo convierte en historia ficticia, historias, cuentos. Me permito completar el atinado consejo del columnista mencionado en las primeras líneas: que los políticos profesionales lean poesía y que también lean cuentos. Los políticos, y también los futbolistas, los empresarios, los obreros. Un país que lee siempre anda mejor, aunque algunos no lo crean. Una persona que sabe leer cosas inútiles suele enfocar con más claridad, con menos confusión, con un sentido más fino del largo plazo, las cosas útiles. Por lo demás, el juego narrativo, la fantasía, la poesía, no son menos necesarios que el pan. Son verdades que ya se saben hace mucho tiempo y que a menudo, sin embargo, se olvidan.
Los latinoamericanos hemos sido sucesivamente antiespañoles, antiingleses, antinorteamericanos. Nos hemos definido en la oposición, en la contradicción. La época de los Lastarria, de los hermanos Amunátegui, de Barros Arana, alimentaba la leyenda negra de España. Con alguna razón y con no pocas sinrazones. Los intelectuales del último cambio de siglo, por lo menos en el Cono Sur de América, eran antiingleses. Vicente Huidobro escribió un feroz panfleto en contra del Imperio Británico, Finis Britaniae. Como el Imperio no se dio por aludido, organizó su propio secuestro por un supuesto grupo de fanáticos anglosajones. Neruda, de regreso de sus consulados en las colonias inglesas del Extremo Oriente, habló en un verso de "esos terribles ingleses que odio todavía". Después, en proporción a la decadencia del Imperio, su odio disminuyó y sospecho que se transformó en oculta simpatía. Llegó a la debilidad casi vertiginosa de recibir un doctorado honoris causa de la Universidad de Oxford.
La generación del antinorteamericano furibundo fue la mía. Ahora, instalado por una breve temporada en el corazón de la ciudad de Washington, me pregunto por esa actitud generacional, que sobrepasaba en muchos casos la razón crítica para transformarse en pasión y en dogma. "El origen del drama cubano", me dice un amigo de aquí, nacido en La Habana, pero radicado en los Estados Unidos desde los años de la segunda guerra mundial, "es el odio irracional hacia este país de gente como Fidel y Raúl Castro y el Che Guevara". El de ellos y el de tantos otros, me digo yo, pensativo. ¿Hasta que punto nuestra situación vital, nuestros destinos, resultaron determinados por aquellas emociones? En la década del cincuenta uno podía ser prosoviético, Proyugoeslavo, prochino, pro muchas otras cosas, pero, para no incurrir en una especie de censura implacable del ambiente, estaba obligado a ser incondicionalmente antiyanqui. Lo grave del asunto no consistía en la crítica: consistía en la incondicionalidad, en la necesaria suspensión del juicio. Era otra censura, una prisión mental, pero nosotros no teníamos conciencia de que lo fuera.
Mi primera observación al llegar a Washington, ciudad que visité por primera vez en el mes de diciembre de 1958, me lleva a comprobar que este país tenia una capacidad de cambio muchísimo mayor de lo que nosotros nos imaginábamos. Teníamos una sensibilidad aguzada para detectar sus defectos pero no sabíamos que ellos, los norteamericanos, también la tenían. Recuerdo un episodio concreto, que interpreté de un modo determinado a fines de 1958 y que ahora, con una perspectiva que ya es histórica, tengo que interpretar de una manera algo diferente, más matizada. Viajábamos alegremente desde la Universidad de Princeton, donde estudiaba Asuntos Públicos e Internacionales, para pasar las fiestas de fin de año en la capital. Éramos un grupo heterogéneo que se hacinaba en un Ford de segunda mano que había costado sesenta dólares. De repente el Ford cascarriento no quiso seguir. Llevábamos demasiadas horas corriendo a su velocidad máxima y el motor se había fundido. Lo empujamos hasta la orilla del camino y nos dirigimos hasta un paradero de buses comarcales. Eran lugares, vehículos, pasajeros, dignos de una historia del Sur de comienzos de siglo, una historia de Erskine Caldwell o de Sherwood Anderson. Pues bien, lo que me pareció entonces insólito y chocante fue que varios pasajeros de raza negra, algunos de edad avanzada, se pusieron de pie para cedernos sus asientos. Ninguno de nosotros aceptó, desde luego, pero el hecho era revelador. Al viajar desde Princeton hacia el Sur, nos habíamos acercado a las tierras de la discriminación racial. Eran épocas anteriores a la lucha por los derechos civiles, a la presidencia de Kennedy, a todo eso. Los guerrilleros de Fidel Castro entrarían a La Habana tres o cuatro días más tarde, pero tampoco podíamos imaginar las consecuencias futuras de esos hechos. En nuestro grupo había tres chilenos, un italiano y un norteamericano. Todos, incluido el estudiante de aquí, pensamos que el detalle revelaba la profunda injusticia dominante en los Estados Unidos. Algunos meses más tarde, cuando el movimiento de Fidel Castro empezó a mostrar sus tendencias contrarias a este país, todos los miembros de aquella expedición sentimos que la reacción de Cuba se justificaba plenamente.
Lo que compruebo ahora en las calles, en la universidad, en los restaurantes, en los espectáculos, es que la lucha en favor de los derechos de las minorías raciales, aunque no haya triunfado en forma absoluta, ha hecho progresos impresionantes, espectaculares. Después de las administraciones de John Kennedy y de Lyndon Johnson, la atmósfera racial de este país cambió en profundidad. El sistema mismo demostró una capacidad de cambio que nosotros, los de entonces, ni siquiera sospechábamos que tuviera. He viajado muchas veces al Brasil y siempre he comprobado, y lo he comentado con mis amigos brasileños, que la situación racial allá evoluciona y progresa mucho menos, si es que progresa algo, que la de acá. También es paradójico y triste observar que la Revolución que comenzaba en Cuba en esos mismos días, la que iniciaron esos guerrilleros juveniles y barbudos que entraban a La Habana, ahora está anquilosada, convertida en un anacronismo, demostrando en forma flagrante su incapacidad para transformarse desde adentro.
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