Jorge Edwards - El whisky de los poetas

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Este trabajo reflexiona acerca de las particularidades del ensayo focalizadas en Desde la cola del dragón, El whisky de los poetas, Diálogos en el tejado, Machado de Assis y La otra casa. Ensayos sobre escritores chilenos del escritor chileno Jorge Edwards. Los trabajos que componen estos libros tienen la particularidad de transitar por esa delicada línea que separa el ensayo de la crónica e incluso de los artículos periodísticos. Esta suerte de indefinición fortalece uno de los aspectos centrales del ensayo: su difuminación sustantiva, particularidad que se expresa en el modo en que apela a retóricas que no siempre se mantienen a lo largo de los trabajos. La errancia del género permite entremezclar discursos y dejar a la vista una subjetividad evidenciada en un yo que se hace presente en las marcas valorativas y en el objetivo que persigue. Los ensayos que integran estos libros operan como un banco de prueba de la obra del ensayista escritor.

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Hay historias de whisky en la literatura de Faulkner, en la de Hemingway y Scott Fitzgerald, en la de los españoles de la generación de Carlos Barral, de Juan García Hortelano, de Jaime Gil de Biedma. Todos sobrevivieron, o se murieron por razones en general ajenas al consumo de whisky. Los que no sabían detener las cosas después de la hora de comida, a diferencia de Neruda y de Matta, terminaban por pasarlo peor. Tenían que elegir entre la abstinencia definitiva o la cirrosis, y a menudo desembocaban en ambas cosas, en la abstinencia tardía y la cirrosis inevitable. Lo que me parecía francamente grave, en el caso de los brasileños, era que solían comer con whisky en lugar de vino. Los mozos de Paris observaban el espectáculo con gestos de escándalo, como si se tratara de personas que aterrizaban desde países salvajes. Eran salvajes refinados, sin duda, pero la falta de cultura del vino, exhibida con el mayor desparpajo en el corazón de Francia, no dejaba de resultar sorprendente.

Le comenté esto a Xavier Domingo, novelista y cocinólogo (según su propia denominación), y me dijo que la norma de no comer con whisky admite, a pesar de todo, una excepción. Un buen bistec a la tártara se puede y se debe, a su juicio, acompañar con un whisky de calidad. La idea parece tentadora. Yo escogería un escocés de marca conocida normal (no un malteado), y le pondría hielo y un poco de agua natural. Lo haría un mediodía de sábado, con la perspectiva de un libro y de una siesta reparadora.

Receta de bistec a la tártara

XIMENA EDWARDS

Conviene servir el bistec tártaro en porciones individuales. Para cada porción, moler de 150 a 200 gramos de posta negra o comprar en carnicerías de calidad carne especialmente preparada para "crudo" o tártaro.

Condimentar con sal y pimienta.

Agregar una pizca de pimienta de Cayena y algunas gotas de salsa Worcestershire y/o Tabasco.

Armar la carne en forma redonda y disponerla en un plato. Hacer un hueco en el centro y poner ahí una yema de huevo crudo. Colocar alrededor de la carne una cucharada chica (de postre) de cebolla picada fina, una cucharadita de alcaparras bien escurridas, media cucharadita de perejil picado y un poco de chalota picada. La mezcla debe hacerla cada persona a su gusto. Para sazonar al final al gusto de cada uno, colocar en la mesa "tomato-ketchup", aceite de oliva, el Tabasco y la salsa Worcestershire.

La literatura y el poder

Todo el poder para los soviets, decía Lenin en 1917, en el comienzo de un capítulo que sólo se ha empezado a cerrar en estos últimos dos años. Todo el poder para nosotros, dice ahora Jaime Collyer, que parece hablar en nombre suyo y de sus compañeros de la nueva generación literaria. También dice, en un artículo publicado hace un par de semanas en Apsi y que fue colocado, seguramente por distracción de los editores, en la sección "Cultura": "Nada podrá ya desalojarnos de las trincheras". Como la idea del "desalojamiento" se reitera a lo largo del texto, agrega al final, después de referirse a los escritores de las generaciones anteriores: "Vamos a desalojarlos de la escena literaria a parrafadas y/o patadas, según sea el caso".

Como ejemplo de reflexión crítica, digo yo, el ejercicio de Collyer no deja de ser original y revelador. Es una forma nueva de la vieja querella de las generaciones, pero es, por desgracia, una forma degradada. Me imagino que no todos sus compañeros se sienten identificados con este lenguaje. La generación mía, que después seria bautizada como "generación del cincuenta", libró a comienzos de esa década una batalla áspera, dura, sin contemplaciones, contra los maestros del criollismo, contra los Durand, los Mariano Latorre, los Eduardo Barrios, pero fue una batalla eminentemente intelectual. Combatimos con la cabeza, no con los pies; con argumentos, no con patadas. Lo hicimos en nombre de una concepción determinada de la literatura y en contra de otra que ya nos parecía anticuada y monótona, estéril. Algunos de nuestros predecesores se irritaron y otros nos defendieron con simpatía. Luis Meléndez declaró en un programa de radio que yo era un petulante, un afrancesado que demostraba "olímpico desdén por lo nacional", un rara avis. Ricardo Latcham, que salió en mi defensa, dijo que un escritor joven estaba en su perfecto derecho si prefería el Ulises de James Joyce a los Cuentos del Maule de Mariano Latorre. A todo esto, el propio Latorre se me acercó una mañana en el café Haití, acompañado de una mujer joven y atractiva, y me dijo, sonriente: "Sé que usted no me ha leído a mi, pero yo, en cambio, he leído sus cuentos y me han interesado mucho". Como decimos los afrancesados de antes y de ahora: "Chapeau". Me parece que el error esencial de Jaime Collyer y de sus presuntos representados consiste en plantear la polémica literaria en términos de poder, e incluso de poder militar, puesto que se nos habla de infiltración, de trincheras, de divisiones de combate, de caídos e inmolados, de ocupaciones y desalojamientos. Deberían comprender, en primer lugar, que todos, los viejos y los jóvenes, fuimos hostilizados, censurados, arrinconados por la dictadura, y que todos, o casi todos, luchamos por la restauración de la democracia en el país. No hay aquí una cuestión de trincheras o de privilegios nuestros superiores a los de ellos. En seguida, ya deberían saber, porque al fin y al cabo no son tan jóvenes (cuando yo polemizaba con los criollistas tenia veinte años recién cumplidos), que en Chile el poder literario simplemente no existe. Un éxito editorial grande significa una venta de seis mil ejemplares. Un artículo, salvo muy raras excepciones, alcanza, si es que lo pagan, para comer con la pareja en un restaurante bastante mediano. Si a uno lo invitan a dar una conferencia, el invitante supone, por regla general, que hablar no cuesta nada. El pago más frecuente es un pisco sour, o una sonrisa. ¿De qué poder hablamos, entonces? Si Collyer y sus amigos tienen tanta ambición como la que se exhibe en el artículo de Apsi, creo francamente que deberían cambiar de profesión. Todavía están a tiempo de hacerlo. Deberían dedicarse a los negocios o a la política, las únicas cosas que dan poder en Chile. La literatura no lo da, y escribir para conseguirlo es una forma práctica de perder el tiempo.

Mi generación tuvo una sola ventaja con respecto a la de los jóvenes actuales, pero ahora comprendo que fue una ventaja importante. En mi tiempo nadie se imaginaba, ni siquiera en sus sueños más audaces, que escribir pudiera dar dinero, influencia, poder político. Asumir la vocación literaria implicaba en alguna medida muchas veces muy seria, un desafío al orden social, un desplazamiento, una marginación. Casi siempre obligaba a renunciar a una posibilidad cierta de poder. Ahora, en cambio, circulan imágenes de popularidad, de éxito internacional, de dinero, que son inevitablemente perturbadoras. Yo siento verdadera nostalgia de los tiempos en que sólo apostábamos por la literatura. Uno se buscaba la forma menos incómoda posible de ganarse la vida y escribía en la madrugada, en la noche, en los interminables domingos, en forma casi clandestina. Si uno leía un cuento inédito a una audiencia compuesta, pongamos por caso, por Lucho Oyarzún, Enrique Lihn, Jorge Sanhueza y Alberto Rubio, y esa audiencia lo celebraba, uno se sentía mucho más feliz que ahora al verse en una lista de libros más vendidos. Si después comprobaba de cualquier manera, que el texto había llegado al corazón de un lector enigmático y desconocido, la felicidad era doble. Una vez, a mis veinte y tantos años, se me acercó en Chillan un mapuche que hablaba el castellano con cierta dificultad y me manifestó su admiración por uno de los relatos de El Patio, uno que transcurría en Santiago y en los salones polvorientos de una señora excéntrica. Me pareció una demostración de la vitalidad de la literatura, de su capacidad de traspasar barreras y fronteras, y de hacerlo, precisamente, con el poder de las palabras y ningún otro. El recuerdo de ese episodio todavía me convence que escoger la literatura, después de todo, no fue una equivocación.

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