Jorge Edwards - Gente De La Ciudad Doc
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Edwards Jorge
Gente De La Ciudad Doc
En l952, a los veinte años de edad, el primer libro de cuentos de Jorge Edwards, El Patio , merecía del profesor y critico literario Hugo Montes el siguiente comentario: "Jorge Edwards es un innovador, pues supo huir de la tradicional evocación campesina". Ahora, nueve años más tarde, con la madurez y soltura conseguidas mediante un trabajo continuo de creación literaria, solo exteriorizado en ocasionales artículos, crónicas y traducciones, Edwards nos presenta este nuevo volumen.
Relatos como El Funcionario nos obligan a recordar lo escrito por Alone a propósito de El Patio . En crónica enviada desde Nápoles, donde pasaba unos días con Gabriela Mistral, Alone relataba: "El rostro de Gabriela Mistral no abandonaba su amargura. Y ella le venia directamente de la obra de Edwards; la hallaba pesimista, triste, con un concepto desolador de la naturaleza humana".
Sin duda el elemento dramático linda con el humorismo, pues al año siguiente, 1953, Ricardo Latcham comentaba en El Nacional de Caracas que en El Patio había "una admirable evocación humorística de los claustros jesuíticos y, a la vez, un novedoso aporte a nuestra literatura".
Jorge Edwards, que después de formarse en el contacto con los clásicos españoles, ha sido lector asiduo de los narradores europeos y, sobre todo, americanos del norte y del sur, refleja en su obra, con un realismo aparentemente impasible, las situaciones dramáticas o ridículas, los grandes y pequeños conflictos que aquejan al habitante de la ciudad moderna. De ahí el doble significado de este libro, como testimonio de la vida santiaguina y expresión de la crisis del hombre actual.
EL FUNCIONARIO
FRANCISCO levanta la vista, dejando la redacción de un oficio a mitad de camino. Es el silbido del viento, que lo hace recordar la pequeña casa
de madera, en la costa. Sin que se haya dado cuenta, ha transcurrido más de un año. Era la segunda quincena de marzo del año anterior. Los veraneantes habían desaparecido. El viento soplaba, en las tardes, y cubría el mar de crestas
espumosas. Una pareja de ancianos rezagados caminaba por la playa todos los crepúsculos, de chal y bastón. Cada vez oscurecía un poco antes.
Bajaba una noche vasta, lúgubre, que acentuaba la sensación de haber roto con el engranaje ciudadano. Una sensación que se mantuvo hasta las postrimerías de un domingo en que debió preparar maletas apresuradamente. La última
fecha del feriado legal había sido tarjada en el calendario.
El verano recién terminado no pudo salir. Un tratamiento a los dientes había comprometido su sueldo para muchos meses. Pasó los quince días hábiles en Santiago, entrando a los cines y vagando, de noche, por las calles, con el consuelo y el estímulo de una cerveza esporádica.
En el silencio de la oficina, el viento estremece los vidrios. Francisco piensa que el viento, el viento huracanado de la costa, abre de golpe las ventanas y arrasa con papeles, archivadores, carpetas, tinteros.
(En la oscuridad, los pinos tejen un muro alrededor de la pequeña casa. Entre los pinos, un pedazo de mar. Estampido lejano de las olas. Los minutos avanzan lentamente, marcados por el reloj pulsera, en medio del insomnio…).
Pero los archivadores permanecen en su sitio. Papeles sometidos al polvo, a la escoria de los años.
Francisco sigue donde había quedado: "No escapará, en efecto, al elevado criterio del Señor Director…" Cree sentir un golpe nítido en los vidrios. Ideas suyas. Nada más que el bullicio de las tardes de invierno, apagado por las gruesas paredes. En el edificio del frente, una mujer acerca la nariz a la ventana iluminada y observa el cielo. Francisco descubre, contra el reflejo
de un farol, que caen gotas de lluvia. "En efecto…"
Suena el teléfono. Una voz gangosa de mujer, que pregunta por un tal José María. Francisco imagina encuentros innumerables, hoteles dudosos cuyos corredores empiezan a llenarse de pasos y murmullos. "Equivocada, señorita". Un gruñido de respuesta.
Después de "elevado criterio del Señor Director’", pone una rúbrica ostentosa e inútil, guarda los papeles y apaga las luces.
Afuera, el viento ha cesado y llueve débilmente. Las ruedas de los automóviles se arrastran por el pavimento mojado. El se detiene bajo el alero de un puesto de diarios y salta un poco para combatir el frío de los pies. Cuando se
sube al trolley, la lluvia ha comenzado a golpear con furia. Después, el vaivén y la monotonía del viaje lo adormecen.
Entra a la casa medio entumecido, frotándose las manos. Como de costumbre, Emelina se asoma al corredor. Junto a ella se detiene el perro, que viene de la tierra húmeda del huerto, con las patas embarradas.
– ¿Qué hay de comer?
– Comida, pues -dice Emelina, con un gesto despectivo.
– ¿Pero qué comida?
Encogiéndose de hombros, la vieja vuelve a la cocina, seguida por el perro.
"¡Vieja de porquería!", murmura Francisco. Entra a su pieza y se tumba en la cama. La imagen de su padre cruza por su memoria. De él heredó a Emelina, además de un poco de dinero para comprar la casa y de una colección de códigos. Ahí están los códigos, apolillados. El interior de la casa muestra porosidades y resquebrajaduras. Como decía su padre: "dejarás que todo mi trabajo se pierda… serás un matarratas… "
"Así fue", piensa Francisco, cambiando de postura. Los códigos evocan trajes oscuros, dedos manchados de tabaco, una voz incesante, bajo una lámpara, sobre unas páginas amarillas… En cada recodo de la conversación, un hito conocido: la "segunda instancia", el "criterio jurídico", las "reglas de hermeneútica"…
– ¡Emelina!
La vieja no responde.
– ¡¡Emelina!!
– Esperesé. ¿No ve que no le he puesto la mesa? Como una aquí tiene que hacerlo todo…
Francisco observa una trizadura en el cielo raso. Es un río que se bifurca y desaparece, tragado por un desierto. El perro, expulsado por Emelina, ladra desde el huerto para que le abran la puerta. "¡Vieja de porquería!" Francisco sale
al huerto y mira las estrellas, que brillan en el cielo límpido.
A la mañana siguiente, encuentra en su mesa un papelito del Director. Corre y se detiene en el umbral de la oficina, perdido el aliento. Empuja la puerta. El Director hace anotaciones. No levanta la vista. La esmerada caligrafía va invadiendo el espacio en blanco. Las frases deben de ser sinuosas y oscuras…
– Asiento -dice el Director, con una mueca que pretende ser amable.
Ahora examina un grueso expediente. Francisco clava los ojos en la calle. Alcanza a divisar una mujer de pechos opulentos, cuya desaparición, detrás del marco de la ventana, le produce una leve angustia.
– Bien -dice el Director, dejando los anteojos sobre la mesa.
El Director ha observado que Francisco, en los últimos meses, pone menos empeño en su trabajo. Por ejemplo, el informe urgente, que le encargó hace dos semanas…
Francisco se eriza y se pone rojo, como gallo desplumado:
– Anoche me quedé redactándolo hasta después de la hora de salida. No había tenido un minuto…
– Bien-. Las manos hacen un gesto apaciguador. -Pero no es la primera vez. Usted mismo estará de acuerdo conmigo, ¿verdad?
Francisco se echa para atrás en la silla, enarca las cejas y hunde una mano en el bolsillo del pantalón. La sangre sube a su rostro violentamente.
– ¿Verdad? -insiste el Director.
Un ademán de duda de Francisco. El Director se aclara estrepitosamente la garganta. Cambia los anteojos de sitio.
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