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Jorge Edwards: Gente De La Ciudad Doc

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Jorge Edwards Gente De La Ciudad Doc

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Gente de la ciudad fue publicada por la editorial Universitaria en 1961. Tras su lanzamiento, recibió el Premio Municipal de Santiago. En esta compilación Edwards reunió los siguientes relatos: “El cielo de los domingos”, “El fin del verano”, “A la deriva”, “El funcionario”, “Rosaura”, “Apunte”, “Fatiga” y “El último día”.

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La ensalada demora un poco más.

– ¡Que calor, no!

– Así es -contesta el mesonero, con indiferencia.

En un santiamén, hace un nudo, corta el cordel sobrante y arroja el paquete al mesón.

– Servida, señora.

Con la cartera y tanto bulto, doña Celinda se complica para pagar Se le ocurre que don Cayetano acude en su ayuda Hasta siente su presencia por encima del hombro. Minuciosa, separa los billetes y los va entregando.

Otra vez en la calle, rumbo a casa medio aburrida ya de tanto caminar. Los árboles, allá lejos. El cielo alto. Emana de todo una ligera tristeza.

En la pensión, recuerda haberle contado a la señora Lucha que almorzaría con su hija. Cierra la puerta cuidadosamente -mejor que no sepa la señora Lucha- y se dirige a la habitación en la punta de los pies. Encerrada en su cuarto, al otro extremo del patio, debe de estar la señora. Rumiando sus maldades.

Doña Celinda abre la ventana de par en par. Del fondo del ropero saca una botella de vino. Aunque medio vacía, alcanza para pasar el pescado. Retira el florero y coloca un plato encima de la mesa. Junto al plato, la botella, cuya porción de líquido rojo es un consuelo. El pescado se deshace al sol. Los tomates tienen un brillo de gloria.

"Comamos el pescado, pues…" Coge un tenedor, pero antes de atacar, la deja absorta, con la vista fija en la calle, una súbita melancolía.

– ¿No había ido a almorzar con su hija, doña Celinda?

Es la sonrisa turbia de la señora Lucha, que la examina desde la vereda.

– Resulta que habían partido al campo. Como no les avisé… Usted sabe, les gusta salir en los feriados. En el auto de mi yerno van a Cartagena, a Viña del Mar, a todas partes… Para eso tienen plata… Una que es pobre, obligada a quedarse, ¿no le parece?

– ¿Qué gracia le hallarán a moverse tanto?

– Toman aire, pues, y ven cosas distintas. Yo, si tuviera como, me pasaría moviendo.

– Yo, no. ¿Para que tanto paseo?

– No pudiendo, mejor así -dice doña Celinda con una sonrisa burlona.

Coge con la punta del tenedor un enorme bocado y lo engulle voluptuosamente. Botella en mano ofrece un vaso de vino a la señora Lucha.

– Gracias, doña Celinda. Usted sabe que no me gusta el trago

– ¡A su salud, entonces!

La señora Lucha se retira y doña Celinda con la boca repleta, no alcanza a despedirse.

– ¡Que lo pase muy bien! -exclama, después de tragar, cuando la señora desaparece tras la saliente del muro.

Bebe con fruición y se lame los bigotes. Después de limpiar el plato y de acabar con el concho de la botella se queda mirando al cielo. Hay algo extraño y perturbador en el cielo do los domingos. Algo que sin razón, produce nostalgia. Sobre la superficie tersa, pasa una corriente invisible, llena de rumores agudos, cargada de incitaciones.

¿Cuantos domingos ha vivido? ¿Cuantos le quedan por presenciar? No puede apartar los ojos del cielo azul, y el asombro del tiempo que ha transcurrido entreabre su boca ligeramente Una repentina frescura y un cambio de luz, apenas perceptible, insinúan el atardecer. Doña Celinda apoya el rostro en la mesa -así no la ven desde la calle- y cierra los ojos, tratando de dormir. Las caras de la hija y de la nieta revoletean en la memoria, entre los pasos y las voces entrecortadas que llegan de la calle. Al rato, los ronquidos imperan en la habitación. En la casa del frente, los rayos del sol caen oblicuos. Pronto habrá llegado la oscuridad.

ROSAURA

en esos días, almorzaba en casa de mi tía Gertrudis, una hermana de mi abuelo materno que vivía cerca del colegio. Llegaba como a las doce y media, cuando mi tía andaba afuera, y me instalaba en el escritorio, la pieza más fresca y tranquila. Las pesadas cortinas permanecían cerradas después de la muerte de mi tío Edmundo, y un muro de vegetación espesa, creado por los árboles de la calle, aislaba el interior. Sobre el sillón de cuero, próximo a la ventana, caía un hilo de sol suficiente para leer. Un refugio en medio de la sombra. El retrato de mi tío Edmundo sonreía desde la oscuridad. Una acuarela, que alcanzaba a recoger algo de luz, hacia fulgurar en la pieza las aguas de un canal veneciano. El resto de las cosas guardaba un mutismo discreto, somnoliento.

Me había propuesto leer todos los libros del estante, por el orden en que estaban alineados, aprovechando el tiempo que transcurría antes del almuerzo. Comencé en el extremo inferior izquierdo, con un volumen de Pedro Antonio de Alarcón, unos apuntes de viaje por las provincias de España. Cuando las ramas asomadas a la ventana y los muebles del escritorio habían desaparecido de la conciencia, una empleada vieja, desde la puerta entreabierta, me sacaba de algún camino polvoriento, atravesado por recuas de mulas, o de alguna posada de mala muerte, con el anuncio de que el almuerzo estaba listo. Sumiso ante la realidad, devolvía el libro a su sitio. Almorzaba solo en el comedor espacioso, entre objetos cuyo aspecto extravagante se iba volviendo familiar. A veces, mientras oía los pasos de la empleada en la cocina, me levantaba sin ruido y me acercaba al gong de cobre, imaginando cómo seria coger el mazo y golpear a toda fuerza, en pleno centro; también observaba el jardín, extrañamente olvidado a esa hora. Tragaba el postre de prisa, para volver al puesto de lectura antes de que llegara mi tía. Pero ella, con absoluta precisión, irrumpía en el comedor en el momento en que tragaba mi último bocado. La casa se llenaba de agitación y de bullicio. Ni la más remota posibilidad de retirarse. Mi tía Gertrudis estaba convencida de que la peor desgracia era la soledad. Si yo hubiera insinuado lo contrario, se habría limitado a sonreir con escepticismo.

Ya con el segundo libro del estante quebranté mi propósito. Era un tomo de poesías del siglo XIX: gruesos bloques rimados, que en lugar de sacarme de la prosa cotidiana, me hicieron sentir más intensamente la aspereza del sillón de cuero y el calor del verano próximo. Lo dejé en su lugar, pensando en el profundo olvido en que yacían las efusiones líricas del autor, y pasé al tercer volumen de la fila, una novela de José Maria de Pereda. Sentado en el mullido asiento, me abría paso con dificultad a través de la descripción de un paisaje montañoso, mientras un primer bostezo me quitaba el hambre, cuando se abrió la puerta. Me demoré en levantar la cabeza, en espera de la voz cascada que anunciaba el almuerzo. El silencio me hizo mirar. En vez de la empleada vieja, me observaba una muchacha algo mayor que yo. Tenía un gesto que no sabría describir -mucha desenvoltura, y un asomo de burla.

– El almuerzo está servido.

Incapaz de contestar, me puse de pie con lentitud, sin cerrar el libro, como si continuara muy interesado. La joven dio media vuelta y alcancé a vislumbrar, a contraluz, unos pechos redondos y tensos, que inflaban el delantal de tela blanca.

Apenas me senté a la mesa, la muchacha entró con un plato de sopa. Dejó el plato en mi puesto, sonriendo indefinidamente, y se puso a ordenar las cosas que había sobre un mueble arrimado a la pared. Yo, que estaba como petrificado, tragué con precipitación -una enorme cucharada de sopa- y me quemé hasta el esófago. Por suerte, la muchacha salió y pude levantarme de la silla, abrir la boca de par en par y gesticular a gusto, paseando por la pieza.

Un rato más tarde, ella entraba de nuevo al comedor. Ahora el silencio se prolongó insoportablemente. Hice acopio de tranquilidad y le pregunté si era nueva en la casa.

– Si -dijo ella, con un tono despreocupado-. Entré a trabajar esta mañana, no mas… Me llamo Rosaura -añadió, con una sonrisa.

Se aproximó a mi asiento:

– ¿Le puedo retirar el plato?

– Sí, Rosaura.

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