Jorge Edwards - Gente De La Ciudad Doc
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Hay mucha gente en la calle. Los empujones y el ruido de las bocinas lo aturden. Además, la imaginación anticipada del encuentro con Matilde le produce palpitaciones. Como que las piernas no obedecen. Sin embargo, camina, sale del centro a callejuelas olvidadas, pasa frente a un depósito de artefactos sanitarios, que lo deprime. Unos metros más adelante se halla la dirección buscada. Sube por un ascensor deteriorado, desemboca en un vestíbulo oscuro y toca un timbre. Ya no hay manera de retroceder.
¿Ella no habrá llegado todavía? El timbre resuena otra vez en el interior, sin respuesta.
Lentamente baja la escala. Le parece una burla estar de nuevo en la calle, junto al depósito de artefactos. En lugar de la inquietud sorda de
hace dos minutos, lo devora la impaciencia. Resuelve caminar un poco.
De regreso en el centro, divisa entre el gentío al viejo de la solicitud, que lleva un paquetón deshecho debajo del brazo. ¿En que trajines andará? Algo impulsa a Francisco a cruzar a la acera del frente, pero sigue al viejo con el rabillo del ojo. Escucha un bocinazo, el crujido de unos frenos, y alcanza a vislumbrar, confusamente, la mole de un bus que se precipita sobre él.
¡Pasó raspando! Francisco salta a la acera y camina de prisa. Sólo disminuye la marcha cuando los latidos del corazón empiezan a normalizarse. Un sopor tibio le hormiguea por los músculos, una modorra… El cielo, sobre las luces artificiales, está negro. "Vamos a casa de Matilde. Vamos despacio. No hay por qué agitarse… Despacio… La noche es larga."
Retrospectivamente, imagina un círculo de curiosos; el chofer, lívido, pasándose un pañuelo por la cara; el carabinero que moja el lápiz con la lengua, impávido, y escribe en su libreta; sirenas; revuelo indefinido; murmullo creciente; el cadáver cubierto con papel de diario; un zapato asomado; en la última fila, el viejo de la solicitud, que se empina, pero no logra ver nada…
Sacude la cabeza como en sus tiempos de seminarista, cuando desechaba las ideas pecaminosas con arrebatos de voluntad. Arrebatos cada día más débiles, compuertas carcomidas por la proliferación de las tentaciones…
¿Qué estoy pensando?" El depósito de artefactos sanitarios, sometido aún a la luz fluorescente, tiene la inesperada propiedad de restituirlo a su propósito. A escasos metros, la puerta del edificio, que la memoria ya había deformado.
El ascensor sube con lentitud, tiembla y demora demasiado en abrirse. Sonido áspero y ronco del timbre, que desgarra el silencio…
– Estoy de nuevo en el convento. La oficina es un convento.
– ¿De veras que fuiste seminarista?
– De veras. Recién me estaba acordando. Casi me atropellaron y me acorde. Asociación de ideas.
– Te juro que no puedo creer.
La incredulidad de Matilde se transforma primero en sorpresa, después, en una ligera y escondida desconfianza.
– Si -dice Francisco, enarcando las cejas tristemente. Repite que si, meditabundo, y bebe de un golpe el vaso de aperitivo.
– ¿Quieres más?
Un signo de afirmación. Matilde le llena el vaso y se instala frente a él. Una sonrisa de ternura desplaza la desconfianza.
– La verdad es que no quiero hablar -dice Francisco.
Un pliegue despectivo de los labios.
– No quiero acordarme.
Vuelve a levantar el vaso. La cuarta copa desciende por el esófago con perfecta facilidad. Apoya su mano en la de Matilde, en un extremo
de la falda escocesa.
– ¿Dónde está tu marido? -pregunta.
Cae en la cuenta de que ha hecho una pregunta estúpida.
– En Buenos Aires -dice Matilde, sin alterarse.
– Mm…
Durante el silencio, Matilde no cesa de mirarlo y de sonreir. Francisco se pasa un dedo por el cuello de la camisa. Observa los muebles. Tose. Al fin, debe someterse de lleno a los ojos inquisitivos. La vista se le nubla. Coge por la nuca a Matilde, la aproxima y aplasta sus labios contra los de ella.
– ¡No seas brusco! -dice Matilde, con suavidad, cuando logra zafarse-. Por poco me estrangulas.
Con ambas manos, Matilde se echa para atrás los cabellos que le estorban la cara. Acerca la silla unos centímetros. Se acomoda bien y cruza los brazos por detrás de los hombros de Francisco.
– Seminarista -dice, antes de avanzar los labios entreabiertos.
Después del segundo beso, la sangre afluye de golpe al rostro de él. Los pulmones empiezan a expandirse y a respirar ansiosamente.
Ven a verme mañana.
– Te llamo por teléfono, mejor… Tengo que librarme de otro compromiso.
Con la frente pegada a los vidrios, contempla los techos grises, irregulares, sumidos en la oscuridad. Adivina, a su espalda, la mirada de Matilde. Los besos y el asalto amoroso han arrasado con la máscara del maquillaje. Pálida, con la piel ajada, parece diez años mayor. Cierto que las pantorrillas guardan la elasticidad juvenil. Pero alrededor de los ojos hay un mapa de arrugas finas que el desgaste sexual ha marcado.
– ¿Vas a llamarme sin falta?
Los ojos de ella continúan dilatados, anhelantes.
– Sin falta -dice él, cogiendo la chaqueta y arreglándose el nudo de la corbata.
Se inclina sobre la cama para despedirse. Los brazos de Matilde forman un nudo ciego, que lo ahoga.
El nudo, por fin, se deshace. Francisco sale a la calle y el aire frío le espanta la somnolencia.
En la madrugada del domingo, Francisco, que ha tenido una noche de insomnio, mira la calle desde su ventana. Emelina vuelve de misa, paso a paso, envuelta en un abrigo negro. En las manos el misal deshojado que heredó de misia Mercedes, la madre de Francisco. Sol de invierno. Unos muchachos juegan en la calzada con una pelota de trapo. La pelota pasa silbando junto a la cabeza de Emelina, que se encoge, cierra los ojos y sigue su marcha gruñendo.
– Chiquillos de moledora -comenta Emelina, al llegar a la casa. Cruza hasta el huerto Y mira el horizonte, con los botines hundidos en el barro. Las montañas bajas, de cumbre redondeada, dan la sensación de hallarse más cerca que otras veces.
Francisco se pasea por la galería en mangas de camisa.
– ¿Qué se pasea tanto? -grita Emelina-. ¿Por qué no sale a tomar un poco de aire?
– ¡Y vos! ¿Qué te metes?
Emelina, con los ojos chispeantes de furia:
– ¡A usted lo tiene agarrado el demonio! ¡Ahí está! ¡Eso es lo que le pasa a usted!
– Déjame tranquilo, ¿quieres? -dice Francisco, riendo con desgano.
– ¡Eso es lo que le pasa a usted! -repite Emelina, cada instante más desorbitada.
– ¡Vieja de porquería!
Ella se retira al repostero, persignándose. Con expresión dolorida, como si sufriera por los pecados de los hombres, saca las ollas y el resto de los utensilios. Francisco regresa al dormitorio y se tiende en la cama. La trizadura del techo es un río cada vez más profundo. Cierra los ojos, pero no logra conciliar el sueño.
El lunes por la tarde encuentra a Matilde en la oficina del habilitado. Salen juntos de la oficina y hablan del atraso en los pagos, de lo nada que cunde el sueldo, de una orden de servicio que reitera la obligación de firmar el libro de asistencia bajo amenaza de severas penalidades…
– No me llamaste por teléfono -dice ella, cuando se van a separar.
– Tenía un compromiso…
– ¿Por qué no me vas a ver en la tarde?
– ¿A qué hora?
– A la hora que quieras.
Francisco mira hacia arriba, como si revisara sus planes y dice finalmente que bueno.
– Te espero a las siete.
– Siete y media -dice Francisco.
Quedan de acuerdo en las siete y media.
El martes, supuso que había llegado el marido de Matilde. En los días que siguieron, evitó cuidadosamente encontrarla. Una tarde que la divisó al otro extremo del corredor, caminando en dirección a él, entró a la oficina que se hallaba más cerca.
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