La muerte del perro fue un anuncio, un signo ominoso. Manuel y la tía Fanny terminaron sus días olvidados, en la miseria, en un mínimo departamento subterráneo del barrio de Villavicencio y Namur. Recuerdo mis visitas a esa cueva más o menos maloliente, llena de fotografías desteñidas, de bastones, de polainas, de abrigos apolillados. Mi tía Fanny, sin embargo, tenía ánimo para ir todos los miércoles en la mañana a la casa de mis padres, meterse a la cocina y confeccionar guisos extraordinarios. Parece que se ponía de acuerdo desde antes con la cocinera para que esta le comprara los ingredientes. Después, a la hora de almuerzo, comía con voraz apetito y escuchaba con una sonrisa plácida los elogios a su habilidad, que brotaban desde todos los ángulos de esa mesa. Hoy día, quizás, habría podido convertir ese talento en una profesión bastante lucrativa, pero eso en los años cuarenta no se le ocurría a nadie.
Los recuerdos parisinos de mi tía Fanny eran de una ingenuidad, de un anacronismo curiosos. Recuerdos de don Alberto Blest Gana, de don Federico Santa María, del joven Pilo Yáñez, que decretaba que se había puesto "peludo" y se quedaba un mes entero en cama. "Cuando salíamos de paseo con don Federico", decía mi tía Fanny, "hacia que se parara el coche en pleno campo y se bajaba a morder las bulbas de las betarragas. Así sabía si la cosecha de azúcar seria mala o buena y decidía sus movidas en la Bolsa".
Una vez me encontró absorto en la lectura de una novela y supo que yo, a mis veinte o veintidós años, sentía una frenética admiración por Marcel Proust. "¿Marcel Proust se transformó en un buen escritor?…", murmuró: " ¡Qué curioso! En mis tiempos era un joven mundano, que de vez en cuando escribía crónicas en Le Figaro . Éramos vecinos en el boulevard Haussmann y siempre me lo encontraba en la rotisería de la esquina, pálido, huesudo, muy amable, con pedazos de algodón que le asomaban por el cuello duro de la camisa… ¿Lo dices en serio, esto de que Marcel Proust se convirtió en un gran escritor?"
Una vez tuve con la tía Fanny una discusión que se volvió inesperadamente agria. Ella dijo que los pescados y los mariscos franceses eran mejores y más variados que los chilenos. Yo, nacionalista juvenil, monté en cólera. Le enrostré su afrancesamiento desorbitado. "Es que tú no conoces los pescados franceses", argumentó, con su bonhomía, con su sonrisa encantadora, mi anciana tía, que dudaba de la calidad literaria de Proust, pero no de las soles , las coquilles Saint Jacques, los loups en lecho de ceniza, las lottes y las daurades de la dulce Francia. Hoy día, después de haber comido una corvina joven y recién sacada de las aguas de nuestra costa central, pienso que la tía Fanny era un poco desdeñosa de lo nuestro, con un desdén muy europeo y muy propio de su generación, pero también recuerdo pescados franceses y llego a la conclusión de que mi cólera fue excesiva. Una sole meunière, un lenguado a la mantequilla, comido en la Coupole de los años sesenta, en la Closerie des lilas del viejo Hemingway y del todavía joven Vargas Llosa, es una sencilla obra maestra. Recuerdo la maestría con que los mozos vestidos de negro, como autómatas de un cuento romántico, eliminaban las espinas laterales, sacaban la dorsal y presentaban en el plato caliente los filetes dorados, delgados, impecables. El tío Manuel fue castigado por sus sacrilegios, pero conoció esas bendiciones. Y Marcel Proust, el vecino pálido y huesudo, con algodones que salían por el cuello duro, analizó hasta el agotamiento el problema estético, ético, metafísico, de la eternización de esos instantes por medio de la memoria.
Receta de lenguado Meunière
por Ximena Edwards
Para cuatro personas.
Ingredientes:
4 filetes de lenguado
10 centilitros de leche
30 gramos de harina
Sal, pimienta
Aceite de oliva
1 cucharada de jugo de limón
2 cucharadas de perejil picado
4 rodajas de limón sin cáscara
60 gramos de mantequilla
Preparación:
Remojar los filetes de lenguado en leche y pasarlos después por la harina salpimentada. Poner aceite de oliva en una sartén honda, aproximadamente 1/2 centímetro, y calentarlo a fuego vivo. Poner el pescado y dorarlo por ambos lados. Pasarlo a una fuente precalentada, espolvorearlo con un poco de pimienta y de perejil picado. Rociarlo con unas gotas de jugo de limón. Colocar encima las rodajas de limón. Cocer la mantequilla en la misma sartén, ahora sin el aceite, hasta que adquiere un tono dorado oscuro. Colocarla sobre el pescado.
Un columnista le recomienda a los políticos que lean poesía. No les recomienda poesía fácil. Les aconseja leer el Réquiem de Díaz-Casanueva, Venus en el pudridero de Eduardo Anguita, Residencia en la tierra de Pablo Neruda. El lenguaje de la poesía es la antípoda casi exacta del lenguaje de los políticos: es una palabra que se encierra en si misma, que se transforma y hace su propia crítica, que no pretende producir efectos en la realidad exterior. Y es así, sobre todo, en el caso de los libros citados. Si los políticos, en un extraño caso de conversión colectiva, se pusieran a leer esos libros, creaciones densas y extremas de nuestro mundo chileno, tendrían que hacer una pausa en sus agitados trajines, darse un respiro, tomar una distancia. No les haría ningún daño, desde luego. Un viejo cronista y ocasional poeta brasileño, Rubem Braga, había inventado una sección en una revista de Río de Janeiro. Título de la sección: "La poesía es necesaria ”. La poesía es, en apariencia, la cosa más innecesaria del mundo, y es, sin embargo, porque las apariencias engañan, porque los extremos se tocan, un artículo de primera, de primerísima necesidad. Lo serio del asunto es que si una persona no comprende esta necesidad, sufre de una limitación que a su vez no comprende.
Si la poesía es necesaria, y aquí intervengo en calidad de abogado de mi propia causa, intentaré demostrar que la prosa narrativa, la novela, el cuento, también lo son. Empecé a escribir poesía en mi adolescencia, tuve un par de lectores admirativos en un patio de colegio, y después pasé a la prosa y descubrí el género del cuento. Publiqué mi primera colección de cuentos, El patio, en 1952, cuando todavía no había cumplido los 21 años de edad, y ahora, nada menos que cuarenta años después, he reincidido en el género con entusiasmo y con desvergüenza, sin reservas y sin prejuicios. Los editores, los agentes literarios, la gente del mundo de los libros, suelen ejercer alguna forma de presión sobre los autores para que escriban novelas en lugar de relatos breves. La novela es la forma moderna por excelencia de la expresión literaria. El cuento, que en esto se parece a la poesía, es una forma mucho más antigua. A diferencia de la poesía, en cambio, es un género que suele ser menospreciado, considerado subalterno, menor y para lectores menores, para niños.
Aquí intervienen elementos extremadamente sutiles. El origen del cuento parece encontrarse en la tradición oral y popular. El género exige ingenuidad, capacidad de asombro, de juego, de transformación rápida, inesperada, sorpresiva. Es una forma literaria relacionada con la infancia de los hombres y con la infancia del mundo. Precisamente ahí, en esos factores lúdicos e infantiles, reside el secreto de su necesidad. Cuando los seres humanos dejan de jugar, de conservar al niño que llevan adentro, perecen bajo toneladas de gravedad, de pomposidad, de tontería. Esto es algo que los políticos, precisamente, arropados en sus discursos, en sus ceremonias, en sus escenarios grises, no deberían olvidar nunca. Si leyeran más poesía y más cuentos, más palabras en apariencia inútiles y más historias en apariencia mentirosas, nos mentirían mucho menos. No sería tan fácil que se produjeran los hechos bochornosos y tontos que se han producido hace poco en la política criolla.
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