Jorge Edwards - El whisky de los poetas

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Este trabajo reflexiona acerca de las particularidades del ensayo focalizadas en Desde la cola del dragón, El whisky de los poetas, Diálogos en el tejado, Machado de Assis y La otra casa. Ensayos sobre escritores chilenos del escritor chileno Jorge Edwards. Los trabajos que componen estos libros tienen la particularidad de transitar por esa delicada línea que separa el ensayo de la crónica e incluso de los artículos periodísticos. Esta suerte de indefinición fortalece uno de los aspectos centrales del ensayo: su difuminación sustantiva, particularidad que se expresa en el modo en que apela a retóricas que no siempre se mantienen a lo largo de los trabajos. La errancia del género permite entremezclar discursos y dejar a la vista una subjetividad evidenciada en un yo que se hace presente en las marcas valorativas y en el objetivo que persigue. Los ensayos que integran estos libros operan como un banco de prueba de la obra del ensayista escritor.

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Siento que la memoria histórica de Valparaíso es accidentada, sobresaltada: el bombardeo de la escuadra española de Méndez Núñez en 1866, el final de la guerra civil de 1891, el terremoto de 1906. Después de la derrota de las tropas de Balmaceda en la Placilla, detrás de los cerros del puerto, en esas tierras rojas, erosionadas, hubo actos de violencia y de brutalidad terribles. El general Orozimbo Barbosa fue matado a lanzazos, su cuerpo desnudo, ferozmente mutilado, fue expuesto después en el llamado "camino de cintura", sentado en una silla de paja. Goya, con sus desastres de la guerra, no andaba tan lejos. Los jefes políticos, que recibían las noticias de la batalla desde el edificio de la Intendencia, se subieron apresuradamente a los botes del muelle número uno, "la poza", y alcanzaron a refugiarse en un barco alemán. El botero que llevó a Claudio Vicuña, el candidato a la sucesión presidencial, y al ministro Julio Bañados Espinoza, no pudo acercarse después a la orilla. Las turbas antibalmacedistas lo habrían linchado. No le quedó más remedio que subir también al barco alemán y desembarcar en el Callao. Durante más de veinte años ejerció su oficio en el Perú. Don Claudio, de paso por Lima, conoció su historia y le dio un poco de dinero para que regresara a Chile. ¡Desastres de la guerra!

Alguna vez he utilizado en la novela historias de familia del gran terremoto de 1906. Uno de mis parientes cercanos nació en la plaza Victoria, cuando mi familia materna dormía a la intemperie para evitar que los muros, en cualquier remezón nuevo, se le cayeran encima. El episodio servía para explicar su carácter, sus costumbres "terremoteadas". El personaje murió en su ley en los años cincuenta o a comienzos de los sesenta, de cirrosis al hígado. En esos mismos años, o quizás poco antes, el puerto fue asolado por una implacable epidemia de tifus exantemático. Las crónicas de Joaquín Edwards Bello, el gran "inútil" de mi rama paterna, describían los ataúdes en unos amaneceres lúgubres, en las puertas de las casas de la calle Esmeralda o del barrio del Almendral. En todas sus primeras novelas, que en cada edición cambiaban de título, Joaquín acuñó una imagen de cerros escarpados y escalinatas, de viento, de aventureros y bandidos, de señoras pálidas, románticas, que de cuando en cuando tenían lo que se llamaba "la luna".

Hay otros Valparaísos, desde luego. Hay muchos Valparaísos. Existen los barrios portuarios, prostibularios, el sector de los bancos, de las empresas navieras, de las grandes casas comerciales de nombres ingleses; la caleta de pescadores; las antiguas quintas señoriales del sector de La Zorra, donde hace veinte años todavía se tomaba five o'clock tea, se jugaba al cricket y se comía cordero con salsa de menta. Subí con el dramaturgo británico J.B. Priestley y con su esposa Jacquetta Hawks, en el remoto año 1957, a una de esas quintas, la del señor Kenrick. El camino serpenteaba entre barrios miserables, entre perros vagos y caballos flacos, entre casas de latón suspendidas encima del vacío, y desembocó de pronto en un parque señorial protegido por enormes rejas. Priestley se encogió y respiró hondo. "Escucho los tam tams de la Revolución", dijo. Y la verdad es que se escuchaban, empezaban a escucharse en todo el continente.

Hemos penetrado en el túnel interminable, amenizado por guitarristas ciegos, y hemos subido en el insólito y rechinante ascensor del cerro Polanco. Hemos gastado tardes enteras, a lo largo de los años, en los paseos del cerro Alegre, del cerro Cordillera, del cerro Concepción. Recuerdo a un viejo marino blanco de canas, con los ojos azules extraviados, con el uniforme de la marina inglesa roto, un personaje de Coleridge, o quizás de Walter Scott. Hacia comienzos de la década del sesenta celebrábamos el Año Nuevo en las terrazas de La Sebastiana, la casa de Neruda en uno de aquellos cerros. A las doce en punto de la noche, los barcos iluminados, engalanados, hacían girar sus reflectores, activaban todas sus sirenas, y los fuegos de artificio partían desde los muelles y desde el centro de la bahía. Era y es todavía un espectáculo único. Ahora, cerca de los edificios victorianos deteriorados y a veces restaurados, suelen intervenir visiones inesperadamente modernas: hileras de camiones frigoríficos, grúas computarizadas, barcos japoneses o escandinavos que cargan, en un ambiente de actividad febril, las exportaciones de frutas de la zona central. No está mal observar la faena, durante la temporada, desde los comedores elevados del Bote Salvavidas. Las aguas aceitosas se ven continuamente alteradas por el paso de motores, por el vuelo de las gaviotas, por el aleteo pesado de los pelícanos.

Creíamos que la ciudad estaba condenada, destinada a morir bajo su viento negro, y de repente comprobamos que resucita. Alguien me dice que el Bar Inglés de la calle Cochrane todavía existe, con su barra de bronce y de madera, y que la gente todavía vocifera y juega a los dados en medio de la espuma de los pisco sauers. No sé si se mantiene el lema del antiguo American Bar: ¡su casa! Muchos creen que si. ¡Vámonos, entonces, como anunciaba la canción francesa, a Valparaíso!

El espacio inseguro

El espacio que ocupa la cultura en el Chile de hoy es dudoso, inseguro, híbrido. Mejor dicho, cuando consigue ocupar un espacio lo consigue gracias a elementos ajenos a ella misma: el dinero, los grandes tirajes editoriales, los premios, las celebridades históricas. Para presentar a Raúl Zurita frente a las audiencias de la televisión hay que hablar del "nuevo Neruda". Y Neruda, en la conciencia de los medios y de los públicos de ahora, no es una gran poesía: es el Premio Nobel, las ediciones extranjeras, cierta mitología colectiva y que ha alcanzado niveles internacionales. Escuchamos al nuevo Neruda, esto es, a Raúl Zurita, en nuestra condición de lectores de su notable poesía, y nos quedamos un tanto perplejos. Nos preguntamos si esa voz pastosa, esa mirada entre melancólica y extraviada, esas actitudes de "gurú", son una concesión, una manera de entrar en el juego.

En el pasado, el prestigio de la cultura sólo llegaba a una ínfima minoría. Era la minoría que rodeó a Pedro Prado, que acogió en sus comienzos a Gabriela Mistral y al joven Neruda, que leía los libros que recomendaba Alone, que seguía las empresas musicales de Domingo Santa Cruz o de Alfonso Leng. Ahora desaparecieron esos happy few , esa minoría ilustrada, pero tampoco podemos sostener que la cultura llegue a las grandes mayorías. Quizás llega, pero sin autenticidad, deformada, masificada, simplificada. Un dueño de fundo de antaño era tan ignorante, supongo, como los de ahora (con todas sus honrosas excepciones), pero tenía un respeto reverencial frente a personajes como Andrés Bello, Vicuña Mackenna, Alberto Blest Gana o Hernán Díaz Arrieta. Así me parece recordar, por lo menos, salvo que la memoria me haga caer en alguna de sus trampas tan conocidas. No sé si la minoría de hoy respeta prestigios equivalentes. Sospecho que no. Sospecho, incluso, que ese concepto de minoría ilustrada, esos happy few a los que Stendhal dedicaba sus libros, no tienen expresión en la realidad, no existen en ninguna parte, al menos entre nosotros.

Una amiga me dice que la gente de la cultura comete un grave error al no recurrir a los servicios indispensables e imponderables de las relacionadoras públicas. Puede que tenga razón. Pero temo que la cultura, en ese caso, para hacerse digerible, sea maquillada y convertida por fin en otra cosa. Entretanto, los temas artísticos y literarios son abordados entre nosotros con infantilismo, con una especie de reduccionismo chismoso. Voy a citar un caso personal. La Universidad Complutense de Madrid me invitó a dirigir un curso de verano sobre novela de España y América Latina. Conseguí que invitaran a dos representantes de nuestra nueva narrativa, Gonzalo Contreras y Arturo Fontaine, y a un poeta y crítico, Oscar Hahn. Si se hubiera tratado de algún campeonato de fútbol, habría tenido una prensa extraordinaria. Pero se trataba de literatura, y como eso es algo que provoca perplejidad en nuestros medios, una revista bastante conocida decretó que habíamos viajado a España para hablar mal del general Pinochet, cosa que complació a nuestro público, según esa inefable "información", y nos valdrá nuevas invitaciones. Pues bien, Contreras y Fontaine hablaron de la nueva novela y de su propio trabajo como novelistas. Oscar Hahn participó en un homenaje a los treinta años de Rayuela, la novela de Julio Cortázar, y habló de la concepción del lector en la obra de Cortázar y en el Quijote. Yo tuve tres actividades principales: a) una conferencia sobre el uso de la memoria en la ficción narrativa ("La invención de la memoria"), b) un homenaje a Severo Sarduy, c) una mesa redonda sobre el género del cuento. Hablé, a propósito de la memoria, de Cervantes, de Balzac, de Marcel Proust. Relacioné la prosa de Sarduy con la teoría literaria de Roland Barthes y del grupo francés de la revista Tel Quel. Comenté los cuentos de Giovanni Boccaccio, de los hermanos Grimm, de Edgard Allan Poe, de Machado de Assis y de Jorge Luis Borges. No recuerdo haber citado al general Pinochet, escritor prolífico, sin la menor duda, pero que no figura en la lista de mis autores predilectos. ¿En que contrabandos noticiosos se habrán basado los curiosos redactores de una sección que debería llamarse, más que Tiro de Gracia, Tiro por la Culata? Lo triste del caso es que la prensa española informó bien, con buen espacio y con bastante precisión, sobre la intervención chilena en ese curso, mientras que los medios nuestros lo ignoraban todo, o hacían una interpretación digna del Diccionario flaubertiano de las tonterías y las ideas recibidas. Escritor: persona que se pasea por el mundo y que consigue invitaciones a cambio de echarle la culpa de todo al general Augusto Pinochet. Si las cosas fueran así de simples, no sería difícil, como comprenderá el astuto lector, tener éxito en la vida literaria.

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