Jorge Edwards - El whisky de los poetas

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Este trabajo reflexiona acerca de las particularidades del ensayo focalizadas en Desde la cola del dragón, El whisky de los poetas, Diálogos en el tejado, Machado de Assis y La otra casa. Ensayos sobre escritores chilenos del escritor chileno Jorge Edwards. Los trabajos que componen estos libros tienen la particularidad de transitar por esa delicada línea que separa el ensayo de la crónica e incluso de los artículos periodísticos. Esta suerte de indefinición fortalece uno de los aspectos centrales del ensayo: su difuminación sustantiva, particularidad que se expresa en el modo en que apela a retóricas que no siempre se mantienen a lo largo de los trabajos. La errancia del género permite entremezclar discursos y dejar a la vista una subjetividad evidenciada en un yo que se hace presente en las marcas valorativas y en el objetivo que persigue. Los ensayos que integran estos libros operan como un banco de prueba de la obra del ensayista escritor.

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Un lugar común de mi generación consistió en pensar que en Chile "nunca pasaba nada". La generación de Salvador Allende, a pesar de la experiencia histórica cercana, parecía creer lo mismo.

Conocíamos poco, en verdad, de esos años trágicos y a la vez frívolos, que fueron determinantes de la fisonomía del Chile contemporáneo. Mucho más determinantes de lo que en general se piensa. Sin el antecedente de la guerra civil, seguida por la anarquía y por los escándalos de un remedo de parlamentarismo a la inglesa, es imposible comprender a dos personajes políticos fundamentales, dos nostálgicos, a su manera, del antiguo ejecutivo fuerte: Arturo Alessandri Palma, el caudillo civil, y Carlos Ibáñez, el militar. Del alero de Alessandri surgió Pedro Aguirre Cerda, futuro presidente del Frente Popular de 1938, y de Pedro Aguirre Cerda, Salvador Allende, joven ministro de salud de su gobierno. En los años finales de Allende intervino la influencia perturbadora, enteramente ajena al estilo político chileno, del castrismo. Ese elemento externo alteró todo el cuadro. Fue tan inoportuno como la audacia de don Orozimbo. Pero había, desde luego, otros factores, muchos otros factores. La nariz de Cleopatra no cambió el rumbo de la historia. No bastó para cambiar el rumbo de la historia.

Cuando ingresé al Ministerio de Relaciones Exteriores, a mediados de la década del cincuenta, todavía existían muchos diplomáticos surgidos del antiguo parlamentarismo, de lo que algunos llamaban la época del postín. Entré por concurso, debido a una cuestión de principios, rechazando ofertas que me habrían permitido colarme por la ventana, y algunos funcionarios viejos, que habían iniciado su carrera en los tiempos de Sanfuentes o de Barros Luco, en los tiempos del "laissez faire" y de las rotativas ministeriales, se sorprendían mucho de que no hubiera entrado por empeño. En Europa, en una circunstancia típica de la profesión, después de un cambio de gobierno, me tocó hacerme cargo en forma momentánea de una misión. Hacía la entrega un embajador de los años del postín. "¿Dónde está el archivo, señor embajador?" "Ahí", dijo, señalando con notable desparpajo el canasto de los papeles. "¿Y el libro de registro de correspondencia?" Respuesta: "No uso ese libro. ¿Para qué? Cuando tengo que numerar un oficio, siempre le pongo un número muy alto, para que crean en Santiago que he trabajado mucho".

Era un caso extremo, pero había sobrevivido largas décadas bajo el paraguas ministerial (expresión suya). Cuando salía del paraguas, comía, me dijo, "el amargo caviar del exilio". Contaba que su familia había sido pobre y que él, en su adolescencia, se había puesto a cortejar a una prima, hija de un senador rico. El senador le había dado solución rápida al problema. Le había pedido al Ministro de Relaciones de turno que lo nombrara secretario en una legación latinoamericana. Ese Ministro había recibido al futuro diplomático en su despacho. Su frase de recepción había sido: "¡Con que pololeando a las primas!" Era una forma de ingresar a la carrera en los años del parlamentarismo.

El viejo funcionario, conversador eximio, me confesó un día: "Soy hijo del empeño y nieto del cohecho." Del empeño de su tío Senador; del cohecho, es decir, de la compra de votos que había permitido que éste llegara al Senado. Habría podido responderle que somos hijos de la república de los años cincuenta, del Frente Popular del 38, de la Constitución Política de Alessandri, promulgada en 1925, y nietos del parlamentarismo. En todo ese cuadro, siempre tendimos a olvidarnos de Ibáñez, el caudillo militar, dictador al estilo de Primo de Rivera, con algunos elementos populistas, entre 1927 y 1931, y elegido presidente con una mayoría abrumadora en 1952. Ahora reparamos, aunque no nos guste, esa "distracción" en nuestra visión del pasado. No era verdad que en Chile nunca pasaba nada. Nunca fue verdad.

El rey de las ranas

Me han preguntado mucho, en estos días, mi opinión sobre la fronda aristocrática. Habría que saber, primero, he contestado, de qué aristocracia se trata, puesto que no conozco ninguna en este país, donde los mayorazgos y los títulos coloniales fueron abolidos por Bernardo O'Higgins, y en seguida, de que fronda.

La expresión, consagrada en uno de los pocos ensayos chilenos clásicos de este siglo, obra de Alberto Edwards Vives, empezó a utilizarse en la Francia del cardenal Mazarino, a comienzos del XVII, durante la minoría de edad de Luis XIV. Los "frondistas" eran los cortesanos que hablaban mal de Mazarino y de su gobierno, murmuradores que pronto empezaron a adquirir la categoría más peligrosa de conspiradores. La fronda degeneró en una guerra civil declarada, abierta, y fue el preludio de la dominación del gran rey, el Rey Sol, de cuyas cualidades como hombre de Estado nadie, ni siquiera Mazarino, tenía la menor sospecha.

La conspiración de los frondistas, encabezados por el príncipe de Condé, y la guerra civil subsiguiente, están contadas en algunas obras maestras de la literatura francesa. Sobre todo pienso en las memorias del cardenal de Retz, escritor notable y conspirador perpetuo, impenitente, y en el libro monumental de Voltaire titulado El siglo de Luis XIV. Retz, el cardenal, es un prosista vivísimo, uno de los mejores de su idioma. Al leer las Memorias de la Fronda, el lector se siente arrastrado a las calles de Paris, envuelto en los acontecimientos, en un ínfimo espacio formado por el Louvre y por el Puente Nuevo. Detrás de esos muros de piedra y de los altos ventanales que daban al río, el joven Luis XIV aprendía a tomar las riendas del poder y a no soltarlas.

Voltaire escribió su libro inspirado en sus principios libertarios, que abrirían el camino a la Revolución, pero fascinado, casi dominado por la sombra del gran personaje: el constructor, el creador, el protector de las letras y de las artes, el amigo de Racine, el rey que tuvo que pelear con el obispo de París para conseguir que autorizara la sepultación de los restos de Molière.

El problema del poder central, el de la unidad, el de la impersonalidad del poder en su lucha contra las facciones, representadas en esa época por familias y por grupos muy pequeños, se planteó, inevitablemente, desde los comienzos de la independencia americana. Las respuestas autoritarias tuvieron gran auge en todo el mundo hispánico, en contraste con lo que había sucedido en los Estados Unidos de América del Norte. San Martín propuso la alternativa monárquica e hizo sondeos para ofrecerle la corona de Buenos Aires a un Borbón hijo de Carlos IV, don Francisco de Paula. Don Francisco, dando una prueba más del buen sentido político de los borbones, no aceptó el "regalo". Simón Bolivar se burló de este proyecto de San Martín en la forma siguiente: "Un rey europeo en América, dijo, será el rey de las ranas".

Bolivar creía tener una solución más práctica, más adecuada a nuestra idiosincrasia: una república en la que él mismo sería presidente vitalicio. Al saber esto, José de San Martín le habría devuelto la mano con otra frase: "No podremos nunca obedecer como a soberano a un individuo con quien habremos fumado nuestro cigarro en el campamento." Frases históricas, probablemente inventadas por la historia.

Como lo señala muy bien Mario Góngora en su prólogo a la nueva edición de La fronda Aristocrática en Chile, Alberto Edwards se hizo excesivas ilusiones sobre el carácter impersonal del régimen portaliano. Después se ilusionó con la dictadura de Ibáñez y fue ministro suyo hasta el último día, sin captar las razones que motivaron ese desenlace.

En contraste con Bolívar y con San Martín, Jorge Washington recibió de su ejército la oferta del poder vitalicio y la rechazó con indignación. Esa renuncia es uno de los orígenes de la democracia sólida del Norte. En las ex colonias españolas, en cambio, el croar de las ranas se ha escuchado siempre. Ser república y hablar en castellano, tanto en la península como en el Nuevo Mundo, es un problema casi tan difícil como el de la cuadratura del círculo.

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