Jorge Edwards - El whisky de los poetas

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Este trabajo reflexiona acerca de las particularidades del ensayo focalizadas en Desde la cola del dragón, El whisky de los poetas, Diálogos en el tejado, Machado de Assis y La otra casa. Ensayos sobre escritores chilenos del escritor chileno Jorge Edwards. Los trabajos que componen estos libros tienen la particularidad de transitar por esa delicada línea que separa el ensayo de la crónica e incluso de los artículos periodísticos. Esta suerte de indefinición fortalece uno de los aspectos centrales del ensayo: su difuminación sustantiva, particularidad que se expresa en el modo en que apela a retóricas que no siempre se mantienen a lo largo de los trabajos. La errancia del género permite entremezclar discursos y dejar a la vista una subjetividad evidenciada en un yo que se hace presente en las marcas valorativas y en el objetivo que persigue. Los ensayos que integran estos libros operan como un banco de prueba de la obra del ensayista escritor.

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La investigación de Farias, resumida en un libro de 600 y tantas paginas publicado en Francia, es más bien política y biográfica que filosófica, pero no por eso deja de plantear un problema serio para la filosofía moderna. ¿Será posible leer ahora a Heidegger, el pensador genial, sin tener en cuenta las opciones confusas y fanatizadas de Heidegger el ciudadano? Recuerdo una polémica en la que se decía que Sartre era un escritor de talento y no un filósofo. Podríamos sostener, igualmente, que Heidegger fue un brillante autor del género especulativo y un lamentable y despistado ciudadano, que llegó a creer en un momento, como lo demuestra Farias, que el propio Adolfo Hitler era demasiado politiquero y "blando". Claro está, oponerse a la corriente, para los que se quedaron en Alemania, no era cosa fácil. Pero Heidegger quiso ponerse en la cresta de la ola. Mientras otros, como los hermanos Heinrich y Thomas Mann, eligieron la resistencia y la emigración.

Tenemos que rescatar y poner en evidencia los pasados, por difícil que sea.

Tenemos que saber, por ejemplo, cuáles fueron los méritos concretos y las

debilidades de nuestra democracia pretérita. No convertirla en un mito, sino

en un punto de referencia y en una base para una alternativa de futuro que sea

razonable, posible.

Los nudos gordianos

Se ha escrito mucho en estos días en Europa y en America sobre la crisis de los misiles del mes de octubre de 1962. Ha pasado ya un cuarto de siglo y sabemos algunas cosas más, no muchas. El mundo nunca estuvo más cerca de la guerra nuclear, en una paradójica situación creada por un pequeño tercer país, Cuba, y las grandes potencias, en última instancia, demostraron que podían comunicarse y llegar a un acuerdo negociado. En el caso de los soviéticos, el asunto se actualiza doblemente debido a la relación indudable entre la apertura de Gorbachov y la que intentaba realizar a comienzos de los sesenta, también con timidez y con dificultades internas que no alcanzamos a medir desde Occidente, con tropiezos y contradicciones flagrantes, Nikita Kruschev.

Yo había comenzado a trabajar como secretario de la embajada chilena en París y recuerdo las tensiones, los rumores, la atmósfera electrizada de la capital francesa en esos años de apogeo del régimen del general De Gaulle. Los círculos latinoamericanos seguían los sucesos de Cuba con un fervor, una pasión, un entusiasmo que no han vuelto a repetirse, que son, probablemente, irrepetibles. El joven Vargas Llosa enviaba despachos al diario Le Monde desde La Habana y el todavía joven Juan Goytisolo empuñaba un fusil, vestido, me imagino, de uniforme de color verde olivo, en una trinchera isleña. "¡Nikita, Nikita", cantaba en las calles, a propósito de los misiles, el pueblo habanero, "lo que se da no se quita!"

El hecho de retirar los misiles de Cuba sin mayor consulta al régimen cubano por parte de Moscú escandalizó a la izquierda latinoamericana, a las izquierdas, para ser más preciso. En esos años, el izquierdismo en los medios intelectuales era una fe abrumadora, sin contrapesos, y como estaba acompañado, aunque parezca contradictorio, de una fuerte dosis de antisovietismo, había muchas izquierdas, muchos matices, sutilezas no tan fáciles de explicar. En el hotel "Habana Libre", por ejemplo, en un reducido espacio, podían convivir de mala gana, a regañadientes, trotskistas y stalinistas, socialdemócratas y revolucionarios, maoístas y partidarios de la línea moscovita ortodoxa. Era una Babel relativamente tranquila, y donde se daba, desde luego, la proliferación de las lenguas y de las jergas.

En esos días se comentó en medios chilenos que una delegación del P.C. criollo le había manifestado a Kruschev su sorpresa por la falta de consulta a Fidel Castro acerca de la decisión de retirar los misiles. Nikita habría hecho de inmediato el siguiente comentario: "¿Y si Fidel hubiera contestado que no?" No tenía sentido hacer la consulta con la condición o la seguridad de que el consultado estuviera de acuerdo. Y el Fidel Castro de aquellos años, casi por definición, era inseguro, imprevisible.

Años después, me tocó ser testigo de una conversación entre Alain Peyrefitte, que había sido ministro de información del general De Gaulle, y Pablo Neruda, entonces embajador en París del Chile de Salvador Allende. Peyrefitte contó que De Gaulle sentía simpatía personal por John F. Kennedy, pero consideraba que no era un verdadero hombre de Estado. El estadista, según De Gaulle, era, como creían los antiguos, la persona que sabe cortar los nudos gordianos a tiempo. Kennedy, al asumir la presidencia de los Estados Unidos, se había encontrado con el nudo gordiano de Cuba y de la invasión ya preparada a Bahía Cochinos y no había sabido cortarlo. Su vacilación, su indefinición, le había costado, quizás, a más largo plazo, la vida.

El mundo se salvó por un pelo y la Revolución Cubana empezó a cambiar y a congelarse, a ingresar al orden, para bien y para mal. Ahora, en vísperas de lo que parece otra negociación mundial global, conviene recordar, reflexionar y estrenar, a lo mejor, esperanzas razonables.

Leyendas de Mississippi

Estábamos en el pueblo de Oxford, Mississippi, en el sur de los Estados Unidos, reunidos en una conferencia internacional sobre Yoknapatawpha y William Faulkner. Yoknapatawpha es un condado que sólo existió en la imaginación de William Faulkner y que constituye el espacio ficticio de casi todos sus cuentos y novelas. Todas las regiones imaginarias de la narrativa moderna -la Santa Maria de Juan Carlos Onetti, por ejemplo, y el Macondo de García Márquez- provienen de esta idea faulkneriana, concebida un poco antes de 1930, en ese pueblo de Oxford, de inventar, además de un conjunto de personajes, toda una geografía novelesca. En la literatura, la capital del condado se transformó en Jefferson, pero Jefferson, el pueblo de Mientras yo agonizo, de Luz de Agosto, de Sartoris, se parece notablemente a Oxford. Tiene la misma corte de justicia en el centro de la plaza, el mismo banco en la esquina y un esbelto monumento al soldado de la Confederación, el bando sureño derrotado en la guerra civil de 1861. Los lugareños pronuncian "Yoknapatofa", y ocurre que éste era el nombre indígena de uno de los ríos vecinos, afluente del Mississippi. La presencia próxima del Mississippi es lo que domina el lugar. Mississippi: río grande, padre de las aguas. Por ahí se orientan las interpretaciones etimológicas de la palabra. El primer europeo que lo vio, y que se sintió deslumbrado por su caudal poderoso, fue el español Hernando de Soto. Iba en busca de oro y sólo encontró aguas ancestrales, plantaciones de maíz, tribus indígenas y ratas que amenazaban aquellas plantaciones. Su trato a los indios, según las crónicas, no fue precisamente benévolo. Dejó tras de si una leyenda de sangre y se retiró con las manos vacías. El oro lo descubrirían los plantadores norteamericanos de la década de 1830, en forma de copos de algodón. La riqueza algodonera produjo mansiones neogriegas, parques, muebles franceses, vajillas de plata y de oro macizo, a poca distancia de los barracones de los esclavos negros, y desembocó en los cuatro años cruentos, implacables, de la llamada Guerra de Secesión.

Faulkner nunca fue un escritor demasiado popular. No sé si los lectores de ahora saben o recuerdan algo de su literatura. Es una obra novelesca que oscila entre el mundo de las mansiones señoriales y las tradiciones heroicas, la dignidad contrariada en la guerra pero nunca vencida, y el mundo de las cabañas negras, de las canciones religiosas, de la intolerancia racial, del río y de los animales míticos que lo rodean: serpientes de cascabel y osos. Lo extraño del caso de Faulkner es que su estimación critica, pese a la relativa indiferencia del gran público, sube cada día. No llega a la masa, pero tiene una sólida y creciente minoría de lectores fanáticos. Los académicos, escritores y simples aficionados reunidos en Oxford, provenientes de los cuatro puntos cardinales, de Tokio, de Australia, de París, de Roma, de la Unión Soviética, de Santiago de Chile, coincidían en un punto esencial. Faulkner, a la distancia, sólo es comparable a creadores de la categoría de Franz Kafka o de Thomas Mann. Es el único de los contemporáneos que inventó un sistema novelesco completo, a la manera de La Comedia Humana de Honorato de Balzac. No se trata solamente de haber inventado un Yoknapatawpha o un Macondo. El inventó historias familiares completas, enemistades, rivalidades, crímenes, amores turbulentos, complejos de situaciones entrelazadas, que se desarrollan y se enriquecen entre un libro y otro. Es posible leer cada titulo en forma independiente, pero la lectura del conjunto proporciona descubrimientos, revelaciones, hallazgos extraordinarios de la imaginación. Por lo visto, esto funciona en las más diferentes latitudes. El especialista y traductor japonés, señor Kenzahuro Ohashi, contó que los viejos novelistas japoneses de hoy, escritores de la categoría de Yunichiro Tanizaki o de Yasunari Kawabata, empezaron a estudiar a Faulkner en 1931, en las traducciones de revistas francesas que llegaban en ferrocarril a través de Siberia.

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