José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¡Está decidido, pues! -exclamó Baltazar, golpeando con la palma de la mano la mesa de madera-. ¡Nos vamos de putas!

– ¿Alguien tiene pasta para prestarme? -preguntó Abel, medio mareado por el efecto de las cervezas-. Sin pasta no puedo permitirme ese vicio.

– Yo tengo pasta, Canijo, quédate tranquilo -dijo Baltazar, mostrando unos francos-. Montones de monei. -Se volvió hacia Matias-. Desde el golpazo del otro día andas muy caído, hombre. Te hicieron un homenaje de categoría, te promovieron a primer cabo, ¿qué más quieres?

– Me cago en el homenaje y en la promoción -exclamó Matías, que se incorporó y dejó algunas monedas en la mesa para pagar sus dos cervezas-. Vámonos.

El grupo se levantó, salió del estaminet y enfiló por la calle sucia y embarrada en dirección al burdel de Merville.

– Pero, Matías, la promoción te viene bien, siempre ganas unos cuartos más.

– Y una mierda.

– ¿No son veinte francos?

– Sí.

– Mejor que nosotros, caramba. Seguimos en los quince y la verdad es que también nos hemos jugado el pellejo.

Matías se encogió de hombros y, arrastrando a Abel consigo, fue a orinar junto a un árbol, en el arcén. Los otros dos compañeros se adelantaron un poco. Baltazar se puso a cantar «¡Oh, almendro! ¿Qué es de tu rama!», pero Vicente interrumpió sus gritos estridentes y desafinados.

– Cállate -vociferó-. Estás dando un espectáculo.

– ¿Qué coño te pasa, Manitas? -replicó Baltazar-. ¿Estás nervioso por culpa de las mademoiselles que nos vamos a follar?

– Cállate.

– ¡Ya sé, Manitas, tu problema es que vas a tener una mujer de categoría y a ti te gusta más darle a la mano! -dijo Baltazar en medio de una carcajada grosera-. ¡Manitas prefiere la manita!

– ¡Cállate, 'stás en pedo!

Baltazar se calló. Matías y Abel se les juntaron y el grupo continuó en silencio por la calle, los cuatro sorteando los charcos de barro frecuentes en el camino y arrastrando por el suelo las puntas de los grandes uniformes. Eran ropas confeccionadas para soldados ingleses, más altos, y que para los portugueses resultaban ridículamente enormes, las mangas por encima de las manos, los bajos de los pantalones hundidos en el barro, verdaderos enanos con trajes de gigantes. Sólo Matías Silva, el hombretón cuya estatura elevada hacía honor al apodo del Grande, parecía hecho a la medida de aquel uniforme.

El burdel quedaba en una esquina de la avenida principal de Merville, hacia donde se dirigieron lentamente. En una calle de la avenida vieron a un chiquillo sentado en un muro frente a una casa con un agujero en la pared lateral.

– M'sieurs! -los llamó el chico-. Voulez-vous ma soeur? Very good jig-a-jig. Demoiselle very cheap. Very good.

El francesito tenía unos diez años de edad y, claramente, por su mezcla de inglés y francés, confundía a los soldados portugueses con tommies ingleses.

– ¿Qué quiere el chico? -preguntó Vicente a Baltazar.

– Está ofreciendo a su hermana -explicó el veterano, deteniéndose y mirando al niño francés-. Coucher avec mademoiselle?

– Oui m'sieur, tres jolie, tres bon marché.

– Combien?

– Cinq francs.

– Es barato -comentó Baltazar a sus amigos-. Nos cobra cinco francos por su hermana.

– ¿Y es realmente su hermana? -se asombró Abel, el Canijo.

– ¡Qué sé yo! -exclamó Baltazar, encogiéndose de hombros-. Deben de ser refugiados belgas.

– Vamos -dijo Matías.

– Ten calma, espera un poco -replicó Baltazar, volviéndose al chico para saber dónde se encontraba la hermana-. Oú est mademoiselle?

El francés, que acaso era belga, se apartó del muro y cruzó la calle.

– Venez! -dijo entrando en el patio de una casa baja del otro lado de la calle y haciéndoles una seña para que lo siguiesen.

Los portugueses se miraron y, con un paso lento y vacilante, fueron detrás de él. Llegaron a la casa, en realidad unas ruinas ya sin tejado, y encontraron al chico que los esperaba al fondo de unas escaleras, junto a la puerta de lo que parecía ser un sótano con acceso exterior. Bajaron las escaleras y el adolescente los invitó a entrar. Estaba oscuro en el sótano, pero pronto distinguieron una vela encendida en el rincón. Entraron y vieron a una muchacha sentada sobre una tela ancha, una almohada al lado, utensilios de cocina en otro rincón del sótano.

– Cinq francs pour ma soeur -repitió el muchacho, enseñando los cinco dedos de la mano.

Los cuatro portugueses miraron a la chica, esmirriada y menuda, que los miraba algo nerviosa, con los ojos cansados que iban de un soldado al otro.

– Promenade avec moi?

– Esta chiquilla no tiene más de catorce años -comentó Marias en voz baja, sacudiendo la cabeza.

– Es casi de la edad de mi hija -observó Baltazar, sin despegar los ojos de la chica. No le pasaron inadvertidos sus pequeños senos juveniles-. ¿Habéis visto sus tetitas? Parecen bellotas.

Marias, el Grande, se acercó, puso la mano en el bolsillo, sacó unas monedas y se las dio a la muchacha, quien guardó el dinero y comenzó a desnudarse.

– ¿Te lo vas a hacer con ella? -preguntó Vicente.

– ¿Estás loco? -respondió Marias, dando media vuelta y saliendo del sótano-. Vámonos.

El grupo abandonó el sótano y volvió a la calle, dejando a los adolescentes atrás.

– ¡Una niña de esa edad! -exclamó Baltazar-. Es pecado.

– ¿E ir de putas no es pecado? -quiso saber Abel.

– Ir de putas es una necesidad -explicó Baltazar-. Pero con niñas es pecado.

– Conozco a un tipo que se tiró a una de estas refugiadas -comentó Vicente, el Manitas.

– ¿Una chica como ésta?

– Sí, muy jovencita.

– ¿Y qué le pareció?

– Una maravilla -respondió Vicente-. Me dijo que estaba cachondo y que la refugiada se la puso bien dura.

Todos se rieron nerviosamente.

El barón Redier ya se había excusado ante los huéspedes y se había retirado a sus aposentos. Era un hombre de hábitos fijos, le gustaban los actos rutinarios, pasear por los mismos sitios, comer los mismos platos, dormir a la hora justa. Agnès se quedó en la sala con los dos oficiales junto a la chimenea, ella con un champagne en su mecedora, Afonso instalado en el canapé con el whisky de costumbre, Cook con un oporto en un sillón de caoba tapizado y con brazos labrados con formas serpentinas. El inglés cogió una caja de madera con puros, en cuya tapa se leía «Tabak-en-Sigaren», registrado por la P.G.C. Hajenius, la célebre casa de tabaco de la avenida Damrak, en Amsterdam. La abrió y ofreció Coronitas a sus dos acompañantes, que no quisieron. Acabó encendiendo él mismo uno de los cortos habanos, que aspiró con gusto, y el aroma cálido y agradable del puro llenó la sala con su perfume tropical. Conversaron sobre todo y especialmente sobre la guerra, el tema que dominaba sus vidas. El capitán se mostraba particularmente interesado en entender cómo veían la guerra los ingleses, si la encaraban de manera diferente a la de los portugueses, y la copa de oporto pareció haberle soltado la lengua al teniente Cook. Agnès intentaba igualmente entender si lo que le decían sobre las hostilidades era verdadero o falso, si los alemanes eran de verdad crueles y cobardes como los describía la prensa, si la guerra acabaría o no. El teniente Timothy Cook, con tres años de experiencia en el conflicto, se reveló como una verdadera mina de información.

– All lies -exclamó el teniente después de una bocanada, sin vacilar en considerar mentirosas muchas de las noticias publicadas en los periódicos. Comprendió la confusión de su inter- locutora y tradujo al francés-: Mensonges.

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