José Santos - La Amante Francesa
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– Mire, yo tengo un amigo que una vez me dio la definición perfecta de lo que es un buen libro -dijo Cook, que efectuó una pausa teatral para echar una bocanada fragante de su Coronita-. Un buen libro es aquel que está bien escrito y tiene una buena historia. Si el libro está bien escrito pero la historia es mala, el libro no es bueno. Si el libro tiene una buena historia pero está mal escrito, tampoco es bueno. El libro sólo es bueno si tiene una buena historia y está bien escrito.
La leña en la chimenea crepitaba suavemente y los tres se recostaron en los respectivos asientos, tranquilos y serenos, disfrutando del momento y digiriendo aquella idea. Todos recordaron las novelas leídas a lo largo de sus vidas, pensaron en las que tenían buenas historias pero estaban mal escritas y en las que estaban bien escritas pero tenían malas historias. Y pensaron sobre todo en aquellas obras, raras y preciosas, que, con palabras sencillas y elegantes, frases graciosas y bien estructuradas, incluso poderosas, contaban historias inolvidables y arrebatadoras. Sí, coincidieron, ésos sí que eran libros realmente buenos. ¿Cuántas excelentes historias no se habrán desperdiciado en malos textos, cuántos buenos redactores no se habrán perdido en malas historias? Es como la pintura, consideró Afonso. ¿De qué sirve tener buena técnica si no se tiene imaginación creativa? ¿De qué sirve tener imaginación creativa si no se domina la técnica de la pintura? ¿No está siempre una al servicio de la otra, dando y recibiendo, cambiando y evolucionando, transformándose e influyéndose?
El sonido metálico y distante del Biedermeier dando la hora en el comedor llenó el silencio. Por asociación de ideas, casi sin querer, Afonso se acordó entonces de lo que había prometido la baronesa después de cenar.
– M'dame, hace un momento se refirió a un objeto artístico sorprendente…
– Oui -exclamó Agnès, con el rostro iluminado, y señaló un punto de la pared encima de una estantería-. Es aquel cuadro.
Los dos oficiales se volvieron en aquella dirección y repararon, por primera vez, en un pequeño cuadro realmente extraño: era un paisaje pintado de manera poco ortodoxa, el cielo recortado por formas geométricas de diferentes tonos de azul, las casas transformadas en rectángulos tenues, los árboles en triángulos verdes.
– Good Heavens! -soltó Cook, con los ojos desorbitados-. ¿Qué es eso?
– Cubismo -explicó la baronesa, divertida por la expresión de perplejidad de los dos militares.
– ¿Cubismo?
– Es una nueva corriente artística, muy chic, muy avant garde -explicó Agnès-. Ese cuadro es de Robert Delaunay; lo compré hace unos cuatro años en la galería Kahnweiler, en París.
– Pero es horrible -dijo Cook con una mueca de rechazo.
– Yo diría que es diferente, original tal vez.
– Pero la naturaleza no es así, el cielo no es así, todo está mal pintado.
– No está mal pintado -aseguró la francesa-. La idea del cubismo no es representar el objeto tal como lo vemos, sino tal como lo conocemos. El cielo tiene varios tonos de azul porque sabemos que el cielo es así, la intensidad de su luz varía con la luz del día.
– It's ghastly! -repitió el oficial británico, aún horrorizado por lo que observaba e insistiendo en la idea de que no veía ninguna virtud artística en el cuadro. Para no dar tiempo a que le exhibiese más objetos de esa clase, susceptibles de ofender su sensibilidad estética, Cook apagó en el cenicero lo que poco que quedaba del Coronita, se levantó del sillón y bostezó-. Amigos míos, ha sido una reunión agradable, pero ya son las once de la noche y tengo sueño. Mi admiración, madame, y mi agradecimiento. Afonso, old chap. Cheerio and behave yourself!
– Bonne nuit!
– Hasta mañana, Tim.
El inglés se fue. Agnès y Afonso se quedaron solos.
Los lanudos caminaban ahora por las animadas aceras de la principal avenida de Merville, evitando el pavimento embarrado de la calle, ocupado por caballos y algunos carruajes, y el movimiento del centro del pueblo los puso más alegres. Siguieron por la avenida hasta llegar a un edificio color ladrillo frente al cual se aglomeraba un considerable número de soldados: era la puerta del burdel. Le Drapeau Blanc estaba escrito en un letrero rojo encima de la entrada.
– Vaya -comentó Baltazar-. ¡Cuántos tipos necesitados!
Los soldados hacían cola; eran seguramente más de un centenar. Se mezclaban ingleses, escoceses y portugueses en medio de gran algazara, cada uno esperando su turno, casi todos en grupo, siendo raros los hombres que aguardaban solos. Se multiplicaban los chistes y las carcajadas. Las propias autoridades francesas habían montado el burdel para servir a las tropas de aquel sector, y Le Drapeau Blanc era sólo uno de los muchos existentes en la retaguardia de las líneas aliadas. Había burdeles para oficiales, más discretos y caros, donde hasta se conversaba con las prostitutas, mientras que los soldados se contentaban con versiones industrializadas y expeditivas, sin tiempo para grandes charlas porque el tiempo urgía y la clientela estaba a la espera, verdaderas fábricas de sexo masificado y en serie.
Matías y sus amigos se unieron a la cola. Delante de ellos había unos ruidosos escoceses, fácilmente reconocibles por los kilts de lana Black Watch del regimiento highlander y boinas Tom O'Shanter. Los escoceses se reían estúpidamente y daban señales de estar ebrios. Pero, al rato, Matías reconoció a dos camaradas del 8 y fue a su encuentro.
– ¿Y? -los saludó-. ¿A por putas?
– Así es -confirmó uno de los portugueses, un muchacho llamado Víctor-. Pero esto aún llevará un buen rato.
– Sí, hay mucha gente -confirmó Matías-. ¿Cuántas putas hay ahí dentro?
– Me han dicho que tres.
– Tres… -repitió Matías, haciendo mentalmente la cuenta.
– No te esfuerces, ya hemos hecho el cálculo -dijo Víctor-. Somos ciento veinte y ellas son tres, da cuarenta hombres para cada puta. A cinco minutos por polvo, da doscientos minutos más o menos.
– Doscientos minutos, más el tiempo que se pierde para quitarse la ropa y volver a vestirse -observó Matías.
– No, no -aclaró Víctor meneando la cabeza-. Esta cuenta ya incluye todo eso.
– Ah, vale -se admiró Matías-. Por tanto, sólo tenemos que esperar tres horas.
– ¡Y eso si quieres! -Víctor se rio.
Matías regresó a su lugar en la cola y les contó las novedades a sus compañeros. Sólo Baltazar pareció desanimarse.
– Tal vez deberíamos volver atrás y tirarnos a la refugiada -bromeó-. Siempre sería más rápido y barato.
Se quedaron esperando, viendo avanzar la cola lentamente y a los clientes ya saciados salir de Le Drapeau Blanc, con la felicidad estampada en el rostro, su autoestima creciendo desde los pantalones. No había dudas de que aquellas prostitutas ofrecían un servicio eficiente. En una visita anterior al burdel de Merville, a Matías lo informaron de que cada una de ellas servía al equivalente de casi un batallón por semana. Trabajaban mientras tenían fuerzas y ánimo. El límite normal eran tres semanas, después de las cuales ellas izaban la bandera blanca y, cansadas, se retiraban con el deber patriótico cumplido, pero sobre todo con unos buenos ahorros, aseguradas, probablemente, hasta el final de la guerra.
Mientras esperaban, los cuatro empezaron a hablar sobre las cualidades de las mujeres francesas en la cama, las expertas en juegos, las desvergonzadas y las púdicas, o las falsas púdicas. Estos eran asuntos con los que los hombres soñaban o de los que alardeaban con gusto. En general, preferían evitar las estadísticas, no fuese a darse el caso de que alguno de los colegas contase performances sexuales superiores, aunque ficticias. Ir con las francesas, incluidas las prostitutas, era un tema de especial orgullo entre ellos, y los más experimentados no se negaban a los comentarios. En este punto, Baltazar, el Viejo, decidió hacer una comparación con las portuguesas y descubrió que sus comentarios críticos, aunque seguidos con atención, no eran rebatidos ni corroborados por sus amigos. El hecho le resultó intrigante y los presionó hasta arrancar de Vicente una confesión que lo dejó muy sorprendido.
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