José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¿Cuál?

– La naturaleza de las propias trincheras ocupadas por vuestras tropas -dijo el oficial británico-. La entrega del sector de Neuve Chapelle a los portugueses fue un regalo envenenado. Neuve Chapelle está situada en un barrizal bajo, dominado por las cumbres de Aubert-Fromelles, una posición elevada que ocupan los erries. Cuando llueve, los hombres que defienden Neuve Chapelle tienen que lidiar no sólo con el agua que les cae encima, también con la que viene del sector boche a través del foso que baja por el camino Estaires-La Bassée. La consecuencia es que las trincheras están siempre inundadas de agua y barro; así pues, vuelven vano cualquier esfuerzo de limpieza. Por ello, quien se encuentra en Neuve Chapelle está condenado a vivir como una rata.

Pero el barón Redier ya nada oía, se sentía ahora más preocupado por la observación sobre lo que ocurría en las trincheras francesas e insistió dirigiéndose a Cook:

– Usted ha colocado las trincheras francesas sólo un punto por encima de las hindúes.

– Yes.

– C'est pas posible! -exclamó, sacudiendo la cabeza y negándose a aceptar tal comparación.

– Y, no obstante, es verdad.

Afonso decidió acudir en auxilio de su anfitrión.

– Mire, monsieur le barón, es un hecho que las trincheras portuguesas y francesas son más sucias que las inglesas, y que nuestros hábitos de aseo son menos firmes que los de nuestros aliados -dijo-, pero es una exageración reducir la calidad de un ejército a la limpieza de las trincheras y a los hábitos de higiene de los hombres. Los ingleses pueden ser muy limpios y organizados, pero, desde el punto de vista militar, los franceses ofrecen mejores tácticas de combate.

– Ah bon? -soltó el barón, recuperando su autoestima.

– Los ingleses creen en el sistema de llenar la línea del frente de soldados cuando ataca el enemigo, pero los franceses ya se han dado cuenta de que eso es disparatado y, tal como los alemanes, concentran sus fuerzas en la retaguardia -concluyó el capitán.

– ¿Cuál es la diferencia?

– La diferencia es que los ingleses pierden inútilmente muchos hombres en los bombardeos preliminares del enemigo, mientras que los franceses y los alemanes los protegen en la retaguardia y sólo los mandan a las primeras líneas cuando es realmente necesario. Es más inteligente.

El barón miró al teniente Cook con expresión de triunfo.

– Alors?

– I agree -repuso el inglés, coincidiendo con la observación de Afonso-. El capitán y yo hemos hablado mucho sobre este asunto, nuestras tácticas son excesivamente inflexibles y conservadoras. Lamentablemente, nuestros altos oficiales son todos de la vieja escuela y se resisten a los modelos innovadores y más dinámicos. Como diría nuestro amigo Afonso, es un problema que tenemos que resolver.

– Y lo peor es que nuestro ejército está bebiendo de la doctrina inglesa -dijo el capitán portugués riéndose-. Así pues, imitamos a los ingleses en lo que tienen de peor y no los imitamos en lo que tienen de mejor.

El alargado reloj de caja alta colgado de la pared, un antiguo regulador vienés Biedermeier, soltó un chasquido y, acto seguido, marcó ruidosamente las nueve de la noche, con su esfera plateada y su mecanismo de grande sonnerie que funcionaba a la perfección. Agnès pensó que ya era hora de acabar con las comparaciones entre ejércitos. Se dio cuenta de que, cuando los interlocutores eran de nacionalidades diferentes y decidían ser sinceros, estos diálogos resultaban a veces humillantes para algunos. Hacía falta tacto, algo que, de manera manifiesta, estaba ausente en aquella mesa. La cena había concluido, así que convenía aprovechar los oportunos gongs del Biedermeier para acabar con el tema y que no volviese a surgir. Terminados los gongs, la francesa se levantó de la mesa, decidida a no perder la oportunidad que se le presentaba.

– M'sieurs -anunció-. Hagan el favor de pasar a la sala, donde nos esperan los licores y donde les quiero mostrar un objeto artístico que, sin duda, los sorprenderá.

El sonido del piano acababa ahogado por la enorme algazara que llenaba el salón. El humo del tabaco, espeso y denso, flotaba como una nube dentro del estaminet A Cambrinus, en Merville, pero nadie parecía molesto, a peores y más peligrosos humos estaban ya todos habituados en las trincheras. Junto a la ventana, un tommy delgaducho deslizaba los dedos por el piano barato, desafiando vigorosamente la cacofonía de las conversaciones con un fox-trot animado, de versos incomprensibles para los lanudos, pero vagamente seguidos por algunos ingleses más entorpecidos por el alcohol.

lf I were the only girl in the world…

Una muchacha delgada, con un delantal sucio sobre el vientre, zigzagueó, esbelta, entre las mesas llenas de hombres ruidosos, sosteniendo con la punta de los dedos de la mano derecha una bandeja con vasos de cerveza blanche. Baltazar, el Viejo, la vio y estiró la cabeza.

– T'es bonne! -bramó el veterano, insinuando una invitación sexual-. Mademoiselle coucher avec moi?

La muchacha sonrió y prosiguió sin responder. Estaba habituada a los lances de los soldados, a los groseros piropos de cuartel y al descuidado patois francés de las trincheras, hecho de un conjunto limitado de palabras, como compris, pas compris, bonne, pas bonne, fini, coucher avec, manger, promenade y poco más.

– ¡Qué muchacha de categoría! -dijo Baltazar, volviéndose hacia la mesa. Bebió un sorbo de cerveza, apoyó la jarra pesadamente y eructó-. Hoy tenemos que ir de putas.

– Oye, Baltazar, que ya no tienes edad para eso -respondió Vicente, el Manitas -. Y además estás herido, tienes que descansar.

Baltazar pasó la mano por la venda que le cubría la oreja.

– Estoy herido en la oreja, no en la picha -replicó apuntando a la ingle.

– Compañero, 'stoy hecho polvo -se quejó Vicente-. Pasamos la mañana en la mierda de los trabajos de fortificación y la tarde con las marchas y la instrucción con las bayonetas, esa lata de las estocadas contra sacos colgados y sacos en el suelo, además de todos esos ejercicios de culatazos, rodillazos, zancadillas y cabezazos, de manera que'stoy que no me tengo en pie.

– Joder, no seas maricón -advirtió Baltazar-. La mejor manera de recuperarse del cansancio es una buena jodienda.

– ¿Qué opinas? -preguntó Vicente a Matias, el Grande.

Con los ojos fijos y melancólicamente perdidos en el amarillo turbio de la blanche que sostenía entre las manos, el enorme hombre de Palmeira se mostraba distante y taciturno. No llegaba a hacerse a la idea de la muerte de Daniel, su amigo de la infancia, y la imagen del cuerpo y la cabeza cayendo del cielo ensombrecía sus pesadillas desde el combate de la semana anterior. Había salido ya de las trincheras, pero era como si aún estuviese allí, rumiando el episodio constantemente, angustiado e invadido de incontenibles sentimientos de culpa, pensando que deberían haber abandonado antes la línea del frente, o si no unos segundos más tarde, imaginando la carta que le pediría al sargento que escribiese comunicando la noticia a la mujer del Beato, destacando las palabras, las ideas, los sentimientos, la rabia, la resignación, la tristeza. Matias miró a Vicente; parecía despertar de un sueño lejano. -¿Eh?

– ¿Tú qué opinas?

– ¿Qué opino de qué?

– De irnos de putas, hombre -dijo Vicente con impaciencia-. ¿Estás dormido o qué?

– ¿Ir de putas? -preguntó Matias, como si se tratase de una idea extraordinaria. Parecía atontado y se tomó un segundo para pensar-. Vamos.

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