Hasta la luz amarillenta de las bombillas sobre la mesa pareció brillar aún más cuando Marcel se colocó en la puerta. Afonso no reparó en él, tan absorto estaba apreciando la hermosa mesa de caoba que ocupaba el centro del comedor, la tabla apoyada sobre cinco patas pesadas con cabochons salientes, los cubiertos de plata que encuadraban la refinada porcelana de Sèvres, decorada con gotas de esmalte y figuras geométricas doradas sobre un fondo azul intenso, cuidadosamente alineados en el mantel bordado a mano. La criada entró apresurada en el comedor con la bandeja en los brazos, afanosa, protegiéndose las manos de la porcelana caliente con un paño blanco de cocina. Viéndola pasar veloz y sonrojada, el mayordomo se llenó el pecho de aire y, con voz firme y solemne, anunció el menú.
– Poulet rôti au riz à la normande -proclamó Marcel, con actitud ceremoniosa y tono altivo.
La muchacha regordeta, sonriente y aliviada, apoyó la bandeja humeante en la mesa. El barón Redier, complacido por el murmullo de satisfacción de los invitados como reacción al anuncio de la llegada de la comida, abrió las manos en dirección al poulet.
– Voilà!
– Jolly good! -exclamó el teniente Cook, arqueando las cejas y elogiando la visión de lo que, a juzgar por las apariencias, sería sin duda un espléndido banquete-. Looks smashing.
El capitán Afonso Brandão miró la bandeja y no pudo dejar de apreciar la genial manera francesa de transformar un plato trivial en un manjar de reyes únicamente por recurrir a una grandiosa floritura semántica inserta en un ambiente sofisticado. El pomposo nombre poulet rôti au riz à la normande designaba un vulgar pollo asado servido con arroz blanco en una salsa cremosa. En su casa, en Carrachana, se hacía mejor con nombres más sencillos, pensó Afonso, empeñado en perdonar, no obstante, a Cook por el entusiasmo excesivo que manifestaba por un plato tan corriente. ¿No era él, al fin y al cabo, un inglés, habituado a rudas dietas de corned-beef, mushed potatoes, baked beans con bacon, sausages y scrambled eggs ? ¿Cómo censurarlo por el extraordinario efecto que un mero pollo producía por anticipado en sus papilas gustativas si el pobre mozo estaba habituado a sufrir los rigores de la austera cocina británica?
El oficial portugués se encontraba de regreso al palacete donde había pernoctado diez días antes, en los alrededores de Armentières, y se sorprendió por no sorprenderse de estar allí de nuevo. Gracias a una conversación privada entre la hermosa baronesa y el maire de la ciudad, Afonso obtuvo un nuevo permiso de estancia en el Château Redier, aunque esta vez no había ido solo. También el teniente Timothy Cook, del Royal Flying Corps, recibió el billeting certifícate para pernoctar en el palacete esa noche fría del 1 de diciembre.
– C'est bon? -preguntó Agnès, haciéndole una seña a Marcel para que trajese el vino.
– I say -repuso Cook con la boca llena del primer bocado, con una gota de grasa en el bigote rubio-. Capital! Most excellent!
Marcel se acercó con una botella cerrada y se la entregó a la baronesa. Agnès la cogió y se la enseñó a los invitados.
– Es un Bordeaux Château Margaux de una cosecha de año vintage, 1892. ¿Alguna objeción?
Los invitados se miraron sin saber qué decir. Cook no era connaisseur, le daba igual. Afonso, en cambio, entendía de vinos, pero sólo de los portugueses, y no podía sospechar que le estaban ofreciendo un néctar de los dioses producido por las mejores viñas francesas.
– C'est bon -dijo finalmente el inglés, como lo habría dicho de cualquier vino que le pusieran por delante, hasta el más ordinario de los tintos; él, que estaba más habituado a las frescas lagers y a las tibias ales, a las mild, a las bitter, a las porter y a las stout, a los half-a-pint de draft servidos en cualquier pub de la Strand, de King's Road o de la estrecha Neal Street.
Agnès envolvió la botella con una servilleta inmaculadamente blanca, quitó la cápsula de plomo del extremo del gollete, limpió el borde y el tapón con la punta de la servilleta, fijó el sacacorchos metálico, teniendo especial cuidado en no perforar totalmente el corcho, y tiró despacio, como si fuese una palanca. El corchó se soltó con un poc seco, Agnès limpió el interior del borde con la tela de la servilleta, echó un poquito de vino en la copa, lo olió para absorber su fragancia, giró el líquido a contraluz para evaluar su color, era tinto oscuro, lo probó con los ojos cerrados, dejando que el vino se deslizase por sus encías y se extendiese por la lengua para experimentar mejor su sabor frutal, textura e intensidad. Tragó y esperó, sintiendo el aliento perfumarle la boca. Después de un breve momento, le entregó la botella a Marcel.
– Puede servir -le dijo.
Los invitados la miraban, asombrados ante el inesperado espectáculo. Todo el ritual había durado unos tres minutos.
– ¿Dónde aprendió a hacer eso? -quiso saber Cook.
– Ese, mon chère, es mi secreto.
La baronesa sonrió y desvió los ojos hacia Afonso. Tenía un vestido color crema adornado con volantes en las mangas. El capitán reparó en el medallón azul que llevaba al cuello, justo por encima del discreto escote, y a duras penas pudo ocultar la sensación de encantamiento que le producía aquella francesa, su forma de abrir la botella era un inesperado extra que la acercaba más a él.
Después de que todos elogiaran el poulet y el tinto tan finamente destapado, la conversación rondó por las recientes aventuras de Afonso, que relató con detalle los acontecimientos vividos días antes en las trincheras, además de las otras historias que le contaron sus camaradas de armas sobre la incursión alemana en Neuve Chapelle y Ferme du Bois. Eliminó los detalles sangrientos y chocantes, por pudor y respeto a la dama presente, y sólo se detuvo en los actos destacables por su gran arrojo. Causó particular sensación en la pareja anfitriona la narración del audaz golpe de mano que expulsó a los alemanes de Tilleloy Sur, y en este caso Afonso procuró omitir el detalle de la muerte del alemán que se había rendido.
Agnès se mostraba discretamente encantada con lo que consideró como signo del valor de «Alphonse» y de sus hombres; en dos ocasiones, hizo un brindis en homenaje al capitán y al Cuerpo Expedicionario Portugués. Preocupada por no relegar al otro invitado y por ocultar a su marido el interés que le despertaba Afonso, la baronesa interrogó también al teniente inglés sobre qué había visto y lo que hacía en la guerra.
– I say -dijo Cook, afinando la voz-. En este momento, soy oficial de enlace con el ejército portugués.
– Ah bon! -se sorprendió Agnès.
– Indeed! -repuso el teniente-. Todo por culpa de mi portugués.
– ¿Habla portugués? -preguntó con asombro, por su parte, el barón Redier.
– Right ho! -asintió Cook-. Viví tres años en Brasil.
– Ah -exclamó el barón-. ¿En Río de Janeiro?
– Manaus.
El barón alzó las cejas, dando a entender que no reconocía ese nombre.
– Pardon?
– Manaus. Es una ciudad en medio del Amazonas.
– ¿Y qué estaba haciendo usted en el Amazonas? -intervino Agnès retomando el hilo de la conversación.
– It's a long story. -Cook se rió-. Tuve un conflicto familiar en Hendon, donde vivo, y me embarqué a Brasil. En Río conocí a un carpintero inglés que trabajaba en una hacienda cerca de Manaus y me convenció de que fuese a conocer la selva. Me quedé en Manaus. Como tenía algunos ahorros y cierta habilidad para la mecánica, compré un pequeño barco a vapor, en el que transportaba a caucheros o comerciantes por el Amazonas o por el río Negro hasta las haciendas. Nadie hablaba inglés, así que tuve que aprender el portugués.
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