José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– No lo sé, mi capitán -dijo finalmente el soldado-. El ataque ha sido duro, francamente duro.

Afonso suspiró.

– Consígame un periscopio -dijo a uno de los soldados que hacía poco había encontrado en la trinchera. Miró al herido que agonizaba en el suelo, doblado sobre el estómago-. Aproveche para llamar a los camilleros y que saquen a este hombre de aquí -añadió, volviéndose hacia el soldado que se alejaba.

El soldado desapareció. Afonso distribuyó el grupo por el lugar, puso a dos hombres para que vigilasen el sector inmediatamente enfrente, con el fin de prevenir sorpresas, y a los restantes en el lado izquierdo. El soldado regresó entre tanto con un periscopio que, a pesar de su nombre pomposo, no era más que un palo con un espejo en la punta. Afonso lo levantó por encima del parapeto para observar mejor Tilleloy Sur. Al principio no detectó ningún movimiento, pero los destellos blancos que acompañaron una ráfaga enemiga le revelaron una ametralladora alemana camuflada junto a la base de un tronco de árbol, con el cañón apuntando en su dirección.

– Joaquim -llamó.

El ordenanza se acercó.

– Mi capitán.

– ¿Estás viendo ese tronco? -preguntó, mostrándole la imagen en el espejo del periscopio.

Joaquim miró y vio el tronco.

– Sí, mi capitán.

– Ve al puesto de señales y pide a la artillería que destruya el tronco -instruyó-. Cuando los cañones abran fuego, quiero que también dos Vickers disparen ininterrumpidamente sobre el tronco. ¿Entendido?

– Sí, mi capitán.

– Entonces ve deprisa antes de que ellos salgan de allí.

Joaquim echó a correr por la trinchera y desapareció en la primera curva. Afonso volvió al periscopio para observar Tilleloy Sur. Había detonaciones sucesivas de granadas incluso delante de la línea del frente: era la artillería del CEO cumpliendo con su reciente indicación e intentando aislar a los alemanes que habían entrado en la trinchera portuguesa.

Pasados unos minutos más, Afonso vio a grupos de alemanes que intentaban saltar el parapeto para regresar a las líneas enemigas.

– Capturen a esos boches -ordenó a sus hombres.

Los soldados dispararon inmediatamente las Lee-Enfield, Matias se levantó, apuntó la Lewis sobre el parapeto y, a pesar de la incomodidad de la posición y de los doce kilos de peso de la ametralladora, soltó algunas ráfagas. Los alemanes que pretendían escapar desistieron momentáneamente, asustados por la atención que habían atraído, pero la acción tuvo un precio. La ametralladora alemana escondida junto al tronco abrió fuego, las balas cayeron en la posición portuguesa, muchas silbando, algunas dando en los sacos de arena, en el barro y hasta en el parapeto; una alcanzó a Baltazar, quien cayó en el suelo agarrándose la mejilla izquierda. Los compañeros lo rodearon y comprobaron que tenía la piel rasgada junto a la oreja, una herida de la que brotó tanta sangre que, en rigor, era desproporcionada con respecto a la gravedad del daño.

Vicente, el Manitas, prestó los primeros auxilios a Baltazar, vendándole la herida, y Afonso aprovechó la pausa para explicar la táctica que adoptarían.

– Oigan bien -los interpeló-. Nadie se va a burlar de la gente de Braga. Cuando las granadas comiencen a caer sobre la ametralladora de los boches, avanzamos trinchera arriba y barremos todo lo que nos aparezca por delante, ¿entendido?

Los hombres asintieron con un gesto de la cabeza, pero sólo Matías, el Grande, parecía realmente motivado y empeñado en llevar a cabo el golpe de mano. Afonso lo intuyó y lo encaró, midiendo su corpachón enorme y su actitud resuelta.

– ¿Usted quién es?

– 216 .

– El nombre, hombre.

– Matías Silva, mi capitán.

– Pues bien, Matías -le dijo-, usted parece tener fuerza suficiente para llevar la ametralladora por las trincheras. Recargue inmediatamente la «Luisa» y, cuando yo le diga, avance conmigo disparando ráfagas sobre los boches, ¿está claro?

– Muy bien, mi capitán.

– El resto del personal que prepare las bayonetas.

– ¿Yo también, mi capitán? -preguntó Baltazar, el Viejo, con la mano sobre la oreja envuelta en una venda.

– Claro -repuso prontamente el capitán-. No quiero mariconerías aquí, en el 8. Que yo sepa, un arañazo en la oreja no le impide a nadie combatir.

Matías colocó un nuevo disco de balas en la Lewis, levantó la ametralladora y la apoyó verticalmente en la pared de la trinchera para que después le resultara más fácil cogerla y salir a tiros. Los otros hombres, incluido Baltazar, encajaron las bayonetas debajo del cañón de las Lee-Enfield.

Afonso volvió al periscopio y se quedó observando Tilleloy Sur. De repente, en medio del fragor de la artillería, comenzaron a alzarse nubes de humo y barro en torno al tronco donde estaba la ametralladora alemana emboscada y, acto seguido, las Vickers portuguesas abrieron fuego sobre la posición enemiga. Joaquim había comunicado bien las instrucciones de Afonso.

– Ya están neutralizando la ametralladora -dijo Afonso sin apartar los ojos del periscopio. Después de un breve instante, dejó el instrumento en el suelo y se volvió hacia los hombres-. Vamos.

Matías, el Grande, agarró la pesada Lewis, sus músculos macizos se tensaron por el esfuerzo, respiró hondo y se lanzó corriendo por la trinchera, sujetando el arma en ristre con sus enormes brazos, mientras Afonso avanzaba junto a él con la pistola en una mano y una Mills en la otra. Llegaron a la línea del frente e inspeccionaron los dos lados, a derecha y a izquierda, y no vieron a nadie.

– Limpia -dijo Matias.

– Usted ahí -indicó Afonso, señalando a Baltazar-. Quédese vigilando el ala derecha para que no nos sorprendan por detrás.

Baltazar, el Viejo, se apostó como centinela a la derecha y los ocho hombres restantes giraron por la izquierda en dirección a Tilleloy Sur, mientras Matias seguía con la Lewis apuntada hacia delante zigzagueando por la línea.

Un bulto surgió del humo en la trinchera y el portugués no vaciló, sólo podía ser un alemán, abrió fuego con la ametralladora y derribó al bulto, los hombres del CEP siguieron más allá del cuerpo del enemigo caído en el suelo, y Matias volvió a disparar con la Lewis contra la espesa cortina de humo, donde apareció un segundo alemán que levantó las manos en señal de rendición gritando «Kamerad». Matias no lo dejó seguir con una nueva ráfaga, silbaban proyectiles por todas partes. En plena confusión, los alemanes pensaron que era un contraataque de gran envergadura, habían perdido momentos antes la ametralladora y oían ahora a soldados portugueses acercándose desde la posición donde se encontraban, así que saltaron todos por el parapeto, desafiaron temerariamente las granadas del CEP que alzaban penachos de humo y hierro en la Tierra de Nadie y se sumergieron entre las nubes de guerra que se cernían entre las líneas enemigas.

Los portugueses se quedaron mirando a los alemanes correr de regreso a sus posiciones. Sabrían después que varios compañeros del 29 habían sido hechos prisioneros, pero nunca llegarían a saber que era ése el verdadero objetivo de aquel asalto alemán: coger prisioneros portugueses para obtener informaciones que facilitasen la planificación de la ofensiva de la primavera, decidida once días antes, en Mons, por el consejo de guerra enemigo. En el parapeto, el único soldado portugués que aún disparaba a los alemanes en fuga era Matias, el Grande. Afonso le indicó con una seña que parase cuando se hizo evidente que los alemanes ya estaban demasiado lejos y sería difícil alcanzarlos en movimiento, pero Matias lo ignoró, mantuvo el dedo furiosamente apretado en el gatillo y así siguió mientras vio enemigos delante y aun después de que los perdiera de vista. El capitán quedó sorprendido por la furia del soldado y la atribuyó erradamente a cualidades innatas de guerrero. Lo que Afonso no sabía, no podía saber, era que, aquel día, Matías tenía que vengar a un amigo de la infancia.

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