José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– Alphonse -dijo la baronesa-, ¿lo habla bien el teniente?

– No está mal -respondió el capitán, mirando al teniente inglés con la expresión de quien le está haciendo un favor.

– Después volví a Hendon y comenzó la guerra -continuó Cook, ignorando la amistosa provocación-. Mi habilidad para la mecánica me llevó al Royal Flying Corps.

– ¿No le da miedo volar? -preguntó Agnès, curiosa.

– Heavens, no -replicó el teniente, meneando con vehemencia la cabeza-. I love it! Excepto cuando aparecen los jemes, claro.

– ¿Los jerries?

– Los boches -corrigió Cook-. Los llamamos jerries.

– ¿No los llaman boches?

– A veces. Boches, jerries, Fritz, Huns, who cares?

– Huns? ¿Qué es eso? ¿Un nombre?

– Hunos -explicó Afonso, interrumpiendo el diálogo-. Los ingleses los llaman hunos.

– Ah -comprendió Agnès-. Hunos, los bárbaros.

– Yes -confirmó Cook-. Pero ellos también se llaman a sí mismos «hunos».

– ¿Ah, sí? -se sorprendió Afonso, suspendiendo un bocado en el aire-. Nunca lo había oído.

– Oh, yes, they do! -repuso el inglés casi canturreando-. Usan en los cinturones la frase: «Gott mit Uns». Lo he visto.

– Eso es otra cosa -exclamó Afonso con una carcajada-. Gott mit Uns significa: «Dios está con nosotros».

– Dios está con los hunos -corrigió Cook.

– Con nosotros -insistió el capitán.

– Alphonse -intervino Agnès-, ¿usted habla alemán?

Afonso miró a la francesa y no pudo dejar de admirar su atención a los detalles.

– Un petit peu.

– Ah bon ! -exclamó la baronesa en tono de admiración elogiosa-. ¿Y dónde aprendió?

Afonso vaciló, considerando las consecuencias de la respuesta. Prefirió una fórmula evasiva.

– En el colegio.

– ¿Enseñan alemán en los colegios portugueses?

Era una buena pregunta. El capitán sintió que una gota de sudor le brotaba en la frente y que un calor repentino le invadía las axilas. Todos los comensales se callaron y dejaron de masticar, mirando al portugués y aguardando la respuesta con moderada expectativa. Instintivamente, Afonso no quiso contar la verdad, no quiso decir que había acudido al seminario en Braga ni quiso hablar del padre Fachetti, que le había enseñado alemán, pero no entendía muy bien por qué motivo se negaba a revelar ese hecho. O, para ser totalmente sincero, lo entendía, aunque no quisiese reconocerlo ni siquiera ante sí mismo. Hablar del seminario sería dar indicios de que había estudiado para sacerdote, lo que el capitán pretendía evitar a toda costa, ni pensar en dejar que asomase en la mente de la francesa el menor recelo de que él podría resultarle inaccesible, o que las mujeres le eran indiferentes. Hasta admitió la posibilidad de alegar que los colegios portugueses tenían capacidades pedagógicas excepcionales, pero de inmediato comprendió que ésa sería una afirmación absurda y susceptible de despertar sospechas. Más valía optar por las medias verdades.

– Digamos que mis padres me mandaron a un colegio especial, donde se enseñaban varias lenguas.

Ah bon! -concluyó Agnès, dando muestras de creer en la respuesta-. ¿Y qué otras lenguas aprendió?

– ¿Además del francés, el inglés y el alemán? -preguntó Afonso-. También aprendí italiano y latín.

– ¡Pero eso es una maravilla! -dijo fascinada la baronesa-. ¡Usted es un políglota formidable!

Tante grazie, signorina, le displace si non parlo francese? -soltó el portugués, con una buena pronunciación del italiano.

– Oh la la! -Agnès se rio, aplaudiendo y mostrando sus dientes blancos y bien alineados.

Hubo una nueva ronda de brindis, y Afonso soltó unas frases más en italiano, palabras que nadie comprendía pero que produjeron su efecto en aquel juego subliminal de seducción que se había establecido entre los dos. Cuando se agotaron los italianismos, el barón se dirigió al teniente inglés.

– Todo esto venía a propósito, no me pregunten cómo, de su experiencia en la Fuerza Aérea.

– Right ho! -exclamó Cook, como quien regresa a la Tierra-. ¿Por dónde iba?

– Por la Fuerza Aérea. Vino de Brasil y se alistó en la Fuerza Aérea para ir a la guerra.

– Oh yes! -dijo-. Me alisté en el Royal Flying Corps y de ahí pasé a Francia. En aquel momento, hace tres años, los aviones parecían hechos de cartón y sólo servían para vuelos de reconocimiento. Mi primer vehículo fue un Farman HF-20, de fabricación francesa, comprado a la Aéronautique Militaire, la fuerza aérea francesa. Después comenzaron a aparecer nuevos aviones y tuve un Nieuport 11, también francés, un gran avión, que estaba armado con una Vickers y ya servía para combate.

– ¿Y mató a muchos alemanes? -quiso saber Agnès.

– Estuve encargado en general de operaciones de reconocimiento. Mis misiones consistían en fotografiar las trincheras, comprobar lo que ocurría detrás de las líneas enemigas y, últimamente, sobrevivir a los ataques antiaéreos de los jerries. Pero en una ocasión llegué a derribar un Fokker.

– ¿Un qué? -interrumpió el barón.

– Un Fokker, un avión alemán.

– Pero ¿los aviones de los boches no son los Tauber?

– También -contestó Cook entre risas-. Los Tauber son uno de los modelos boches, casualmente el que conocen los civiles, pero tienen otros aparatos, como los Fokker, los Gotha, los Halberstadt, los Albatros y otros.

– ¿Y tenía miedo? -preguntó Agnès, insistiendo en la cuestión que había planteado antes.

– Always -asintió el teniente inglés, que adoptó enseguida una actitud pensativa-. Pero hubo una ocasión en que tuve más miedo de ser capturado vivo que de morir.

– ¿Cuándo?

– Las operaciones de reconocimiento son muy ingratas en el Somme a causa del tiempo. Siempre está nublado, las nubes son bajas y ocultan las líneas enemigas, por lo que no hacen posibles las fotografías aéreas. El año pasado, debido a la ofensiva en el Somme, recibimos la orden de fotografiar las posiciones enemigas. Nos cansamos de sobrevolar las líneas, sin éxito alguno, porque las nubes permanecían cerradas. Un día estábamos jugando al football cerca del aeródromo cuando comenzaron a sonar las sirenas. Había habido un claro en las nubes y teníamos que aprovecharlo. Fuimos corriendo hasta el aeródromo y yo, sin tiempo para cambiarme de ropa, salté al cock-pit vestido como estaba para jugar al football. Allí arriba hacía un frío tremendo y, castañeteando los dientes, con las rodillas desnudas y viendo las explosiones de las granadas del ataque antiaéreo a mi alrededor, comencé a sentir un miedo terrible a ser alcanzado y a tener que aterrizar detrás de las líneas enemigas. ¿Se imaginan a los boches yéndome a buscar al avión y viéndome salir con pantalones cortos, vestido como un footballer?

Todos se rieron, divertidos. El teniente inglés mantuvo una actitud impenetrable, como si hubiese contado algo grave. Sorbió un trago de tinto y retomó la palabra.

– Este año fui abatido durante el gran dogfight del 26 de abril, aquí cerca. Fue una batalla aérea en la que intervinieron noventa y cuatro aviones, el mayor dogfight de la historia de la guerra. El Royal Flying Corps fue diezmado, yo me quedé sin avión y, como hablaba portugués y el Cuerpo Expedicionario Portugués acababa de llegar a Flandes, me destacaron como oficial de enlace. Et voilá.

Todos los comensales callaron. La historia del vuelo con ropa de football había sido graciosa, pero el final no. Se hizo un silencio embarazoso y fue Afonso quien, interesado en el detalle deportivo del relato, volvió a sacar el tema.

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