– Mi primera mujer la encontré aquí, en Francia -murmuró Vicente, el Manitas, con la cabeza gacha, casi avergonzado-. Nunca lo he hecho con una portuguesa.
Baltazar se quedó mirándolo, atónito.
– ¿Has venido virgen aquí?
Vicente asintió con la cabeza.
– ¿Qué edad tienes?
– Veinte.
– Válgame Dios, hombre, quien te viese no lo diría -comentó el veterano-. Cada quince días vienes de putas: da la impresión de que te has pasado toda tu vida así, desde la cuna, dale que te pego.
– ¿Sabes, Baltazar? -explicó Vicente-. Cuando se'stá en las trincheras se piensa mucho, uno piensa en la muerte, piensa en todo.
– ¡Y claro que lo sé, hombre!
Todos sabían lo que era pensar en las trincheras, durante las largas horas que pasaban esperando, hechas de puro hastío, y a lo largo de los interminables minutos de bombardeo, consumidos en el puro horror. Nadie ignoraba que había una elevada posibilidad de no salir vivos de Francia, o de salir mutilados e inválidos, y que el tiempo huía, era escaso. ¿ Cómo pasar por encima del hecho de que tal vez nunca llegarían a experimentar las cosas buenas de la vida, de que posiblemente les robarían la juventud en el lapso de pocos días, de que se les quebraría eventualmente el futuro por una bala traicionera o por una esquirla perdida? En las trincheras, el sexo era una obsesión universal, siempre presente en el lenguaje de los hombres, nunca olvidada en la mente, en los gestos, en la memoria y en el deseo. Había que aprovechar mientras era posible, mientras estaban vivos y con el cuerpo entero, mientras tenían fuerzas para aferrarse a la vida como quien abraza a su madre. Todos habían visto a demasiados amigos segados, nadie quería morir virgen. Pero lo cierto es que sólo los oficiales disponían de oportunidades genuinas de conseguir verdaderas novias francesas. A los soldados, entorpecidos por el frío y el hambre, embrutecidos por la guerra y siempre ocupados escondiéndose en las trincheras o empeñados en trabajos de fortificación en la retaguardia, les quedaba generalmente el amor comprado en una cama gastada de un burdel cualquiera. Los que llegaban vírgenes de Portugal se ocupaban deprisa del asunto en el prostíbulo o en un corral con una campesina más arisca o necesitada de dinero, no fuesen los alemanes a anticiparse y a privarlos de disfrutar de aquel fruto hasta entonces prohibido. Y hasta los muchos que ya practicaban el sexo desde antes, por estar casados o por haber encontrado mozas que no temían pecar antes del matrimonio, no se privaban de los goces de la carne siempre que se ofrecía la oportunidad, aunque a cambio de unos francos ofrecidos en un rincón oculto de unas ruinas miserables, temiendo también que les quedase poco tiempo para disfrutar de aquel placer efímero.
Pasaron tres horas en la cola de Le Drapeau Blanc y finalmente llegó el turno de los cuatro portugueses. El primero en avanzar fue, como era natural, Baltazar, el Viejo, veteranía oblige. Era un hombre casado y padre de una chica y dos niños. Su piel tenía unas arrugas prematuras para quien tenía sólo treinta y siete años, arrugas nacidas del adelgazamiento forzado en las trincheras, del aire seco de la sierra donde vivía y de la dura vida de quien estaba habituado a seguir a los rebaños en largos recorridos por los montes, pero todo eso no le impidió entrar con entusiasmo y excitación anticipada en la habitación oscura que se le abría.
Después fue el turno de Matías, el Grande. Se abrió la puerta de uno de las habitaciones, de donde salió un escocés ajustándose el cinturón del kilt verde. El jock guiñó el ojo y soltó un confuso «your turn, lad !» cuando pasó frente a Matías, que salió de la cola y avanzó, abrió la puerta, escuchó un « entrez » femenino, traspasó la entrada y, deteniéndose, vio a una mujer morena y delgada lavándose en una palangana al lado de la cama deshecha. La habitación estaba iluminada por una bombilla sobre la mesa de noche y la luz amarillenta que proyectaba sombras fantasmagóricas sobre las paredes. Cerró la puerta, se acercó a una silla, comenzó a quitarse el abrigo de cabritilla, pero la mujer lo interrumpió: «Seulement les pantalons». Entendió que bastaba con quitarse esa prenda y los calzoncillos, no valía la pena quitarse lo accesorio. Mientras tanto, la mujer volvió a la cama y se abrió de piernas: «Viens ici!». El avanzó sin preámbulos, ella lo recibió húmeda, él entró. « Vite! vite!», insistió ella sin simular siquiera una respiración jadeante, él lo hizo vite, pero aún tuvo tiempo de palparle las nalgas y los senos, el cuerpo adquirió cadencia, el ritmo se hizo creciente, se volvió incontrolable, sintió el estallido, se estremeció de placer, el momento se prolongó, después los músculos comenzaron a relajarse, el enorme cuerpo se fue distendiendo y calmando, despacio, despacio, disminuyeron los latidos del corazón, ella aguardó un instante pero no tardó en hacer un gesto de impaciencia, él despertó de su sopor, casi chocado por aquella prisa, salió de ella con una lentitud disgustada, ella se levantó, se dirigió a la palangana y, mientras la mano izquierda buscaba agua, la mano derecha apuntaba a la mesa: «dix francs». El se puso los calzoncillos y el pantalón, sacó dinero del bolsillo y contó diez francos, los dejó en la mesa al lado de las otras monedas y billetes ya amontonados allí: « Merci , mademoiselle, très bonne». Salió ajustándose el cinturón. Le guiñó el ojo al tommy inglés que aguardaba su oportunidad y dijo: «Te toca, gringo».
Habían pasado cinco minutos.
Se lanzaron una mirada cómplice, divertidos por la reacción de Tim ante el extraño cuadro y su precipitada ida a la habitación, pero la mirada se prolongó y, cohibidos, Afonso y Agnès recorrieron la sala con los ojos, buscando nuevos motivos de interés. Ya no tenía sentido seguir prestando atención a la original pintura de Delaunay y ambos tuvieron que contentarse con quedarse observando las llamas que crepitaban en la chimenea: la lumbre ya se veía muy tenue, lamiendo con suavidad la leña carbonizada que se amontonaba en una mezcla negra y caliente, las pequeñas llamitas incandescentes aisladas en aquella masa inerte como gotas de lava que brillasen sobre el carbón, como lágrimas de oro de la madera en su postrero soplo de vida.
– Me encanta conversar -dijo ella finalmente, volviendo a balancearse en la mecedora-. Mi marido es un hombre de pocas palabras, y eso me deja un poco frustrada, así que su presencia aquí significa un rayo de luz que ilumina mi soledad.
– Quien la oyese diría que no es feliz -comentó Afonso.
El capitán se levantó del canapé y se acercó a la chimenea, dando la espalda a su anfitriona, no quería enfrentarla, se sentía turbado e inhibido. Cogió la vara de hierro y empujó la leña junto al cascajo, atizando la llama moribunda. Volaron algunas chispas por el aire, que soltaron chasquidos secos, y las llamas crecieron con fulgor, atrevidas y orgullosas.
– Ça vous amuse, le feu… . -observó la baronesa.
– Oui, vraiment.
– En la época de Luis XVI había un estilo delicioso de cultivar la convivencia. -Suspiró Agnès-. Las personas tenían en aquel entonces el elegante hábito de enviar invitaciones en las que se leía, simplemente: «On causera», conversaremos.
Afonso removió de nuevo la leña de la chimenea, reavivando definitivamente el fuego, que volvió con fulgor moderado. El capitán se apartó, admirando su obra. Dándose finalmente por satisfecho, se limpió las manos con unas palmadas rápidas para quitarse el polvo, se incorporó y se sentó otra vez en el canapé de haya.
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