José Santos - La Amante Francesa
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– O a que el arte es divino.
– O a que el arte es divino -coincidió el sacerdote con una carcajada.
Afonso lo miró con intensidad y vaciló un momento, pero se decidió y, pesando las palabras, formuló la pregunta que más lo atormentaba en aquel diálogo.
– ¿ Será posible, padre, que hayamos inventado a Dios para darle sentido al mundo?
La amplia sonrisa del padre Nunes se deshizo y suspiró, interrogándose adónde iba a buscar aquel chico ideas tan próximas a la herejía.
– Ésa es la pregunta más terrible de todas -declaró pesadamente-. Tal vez por ello no debería ser una vexata quaestio. En vez de hablar ex cáthedra sobre este asunto, debemos tener fe y creer que Dios existe independientemente de nuestra voluntad, la creencia en su existencia no depende de la lógica ni de la prueba científica, depende únicamente de nuestra fe. Pero, si me pidieran un raciocinio lógico, yo respondería con otra pregunta: ¿nos resultaría posible estar aquí si no fuese por la voluntad de alguien?
– Pero ¿se puede probar que Dios existe?
– Probar, probar, yo no diría, por lo menos no según los llamados criterios científicos de los que tanto se habla ahora -repuso-. Hubo un filósofo escocés, Hume, que sostuvo que la existencia de Dios es una cuestión de hecho, o El existe o no existe. Según Hume, las cuestiones de hecho sólo pueden resolverse a través de la observación. Fíjate en que Hume era un empirista, creía en la observación. Pero, como es evidente, nosotros no conseguimos observar a Dios, su existencia no es demostrable in vitro, lo que no significa, digo yo, que El no exista. En realidad, buscar pruebas no es otra cosa que lana caprina. Nunca he visto Bragança, pero sé que Bragança existe. Hume comprobó que las pruebas de la existencia de Dios no son directas, sino resultados de una inferencia. Verbi gratia, el orden existente en el universo indica que el universo fue organizado por una inteligencia superior. Ese es un indicio, pero no, lo admito, una prueba final. Si quieres, tal vez haya sido Descartes quien presentó el mejor indicio de la existencia de Dios. Descartes expuso ese indicio de un modo lógico, llamando la atención sobre el hecho de que el hombre es imperfecto pero tiene en la mente el concepto de un ser perfecto. Claro que, como nadie es capaz de imaginar algo mayor que sí mismo sólo basado en sus recursos, se deduce que ese concepto emana de la realidad. Si soy incapaz de imaginar por mí mismo un ser perfecto, y sin embargo lo imagino, sólo puede ser porque ese ser perfecto efectivamente existe.
– Entonces, si Dios existe, ¿dónde está El?
– Está en todo -afirmó el maestro, abriendo los brazos y mostrando lo que lo rodeaba-. Tu amigo Spinoza puede incluso haber sido un judío hereje, pero dio una buena respuesta a tu pregunta. Newton dijo que Dios creó el universo y después se quedó fuera y lo dejó funcionar según las reglas que El mismo había establecido. Pero Spinoza consideró que esa idea estaba mal formulada, pues si Dios es infinito, ello se debe a que El está en todo. Si estuviese separado del mundo y de los hombres, como una especie de entidad exterior, el mundo y los hombres serían su límite. No puede ser. Algo infinito, por definición, no tiene límites. Siendo infinito, no puede Dios ser una cosa y el mundo y los hombres cosas diferentes. No puede haber nada que Dios no sea. Luego, si Dios es infinito, a fortiori Dios es todo.
– Eso contradice lo que afirman los filósofos alemanes -observó Afonso, con un mar de dudas en su cabeza-. Por lo que he entendido, para ellos es como si el hombre estuviese en lucha con el mundo.
– En cierto modo, sí. En su quid pro quo, los filósofos ateos sacan a Dios de la ecuación y tienden a establecer una división entre el mundo y el hombre. Fichte era uno de ellos: afirmaba que el universo de la materia inerte está separado del universo de la vida. Pero, atención, es necesario decir que otros filósofos alemanes tenían una opinión diferente, consideraban que todo es la misma cosa, un poco como Spinoza. Schelling, por ejemplo, sostenía, inter alia, que la naturaleza es una realidad total y que la vida forma parte de esa realidad como una evolución natural de las cosas. Para él, la naturaleza es un proceso y los hombres integran ese proceso. La vida no está separada de la materia inerte, sino que es una continuación de ella. Lo realmente curioso en estas ideas de Schelling es que presentan al hombre como parte integrante de la naturaleza. Schelling observó que la naturaleza no es autoconsciente en su proceso creativo, pero el hombre lo es. Pero, si el hombre forma parte de la naturaleza, él ha traído conciencia a la naturaleza, ésa ha sido su gran contribución al proceso natural. Con el hombre, la naturaleza se hizo autoconsciente.
– ¿Usted también lo cree?
– Claro que no. Fue Dios quien creó la naturaleza y al hombre ex nihilo, fue Dios quien decidió que la naturaleza no tendría conciencia y que el hombre la tendría. La conciencia es el instrumento que Dios dio al hombre para que reprima su naturaleza animal y procure la perfección espiritual. Sin conciencia, el hombre no sería más que una bestia como las otras. La conciencia es el toque divino en la naturaleza humana.
– Pero, padre, ¿eso no contradice el principio de que Dios es infinito? Usted dijo hace un momento que no hay separación entre Dios, el mundo y el hombre: Dios está en todo. Si Dios está en todo, porque es infinito, entonces volvemos a la vieja cuestión de que El también está en el pecado. Pero, cómo es posible…
– Yo no he dicho eso, Afonso -interrumpió el maestro, frunciendo el ceño y alzando el dedo; el liberalismo de su pensamiento tenía límites y quería evitar aquel terreno escurridizo-. Fue Spinoza quien lo dijo. Y Spinoza era un judío herético, no te olvides. En la duda, hijo mío, guíate por san Agustín, él es el vade mecum.
Por aquel entonces, los problemas de la naturaleza humana comenzaron a afligir profundamente a Afonso. Esa preocupación no derivaba solamente de consideraciones filosóficas inducidas por las conversaciones con el padre Nunes, sino también del hecho de que su propio cuerpo estaba evolucionando de un modo que el espíritu parecía incapaz de seguir. Le crecieron pelos en las comisuras de la boca y en el mentón cuadrado, así que comenzó a cortárselos semanalmente con una navaja. También empezó a sentir ardores entre las piernas, deseos que había combatido con manipulaciones de los órganos genitales en su pequeña celda antes de dormir, pecados mortales que intentaba absolver después con oraciones intensas y fervorosas en la capilla.
A los quince años, solía eyacular durante la noche, lo que lo dejaba terriblemente avergonzado y le alimentaba un insoportable sentimiento de culpa. No sabía cómo controlar ese problema y pensaba que el diablo entraba en su cuerpo para obligarlo a pecar en los momentos en que lo pillaba desprevenido, sobre todo cuando estaba sumido en el sueño. Pensaba que eso no le ocurría a nadie más y le suplicaba diariamente a la Virgen María que lo librase de la tentación y apartase a los demonios que se aprovechaban de su inconsciencia mientras dormía. Se atormentó pensando que Dios ya había previsto esos hechos en el pasado y que lo había excluido anticipadamente de la salvación. ¿No era san Agustín quien consideraba el deseo sexual como una tentación del demonio? Afonso había aprendido en Teología Dogmática que el sexo es animal, algo impuro, y que la resistencia a ese instinto hace de nosotros seres humanos. Según san Agustín, la tentación sexual es una violación de nuestra libre voluntad. Dios nos quiere libres, por lo que Él no puede ser el responsable del deseo carnal. Siendo así, la tentación sexual es algo que sólo puede venir del demonio. En consecuencia, el celibato constituye el triunfo del hombre sobre el animal, de Dios sobre Satanás, o, digámoslo así, el celibato representa la victoria de la libre voluntad humana sobre los grilletes de las bestias. «Si mi voluntad no logra vencer esta tentación -pensó Afonso-, se debe a que el diablo se está apoderando de mí. Para retomar la cuestión en los términos originalmente expuestos por Schelling, aunque trastornando el sentido del raciocinio del filósofo alemán, Satanás está en nuestra naturaleza, en nuestra animalidad, y sólo nuestra voluntad consciente nos permite combatirlo.» El problema lo perturbó tanto que ni siquiera se atrevió a revelar en las confesiones lo que ocurría, todo aquello pertenecía al dominio de lo inconfesable, de lo vergonzoso. Además, temía que lo excomulgasen si alguien se daba cuenta de que a veces lo poseía el demonio. Quién sabe, reflexionó, si aquélla no era una señal de que Dios consideraba que tales pecados nocturnos lo hacían indigno de ordenarse; a fin de cuentas, tal vez nunca podría ser un hombre inmaculado como don Joào Basilio Crisòstomo, el padre Álvaro, el padre Nunes y el padre Fachetti, castos ellos y verdaderos célibes que vivían libres de la tentación.
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