José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¿Sabes lo que es tener un dulce aterciopelado que se te desliza por la boca? -preguntó Paul en un tono misterioso.

Agnès meneó la cabeza.

Su padre, con el rostro iluminado por una sonrisa, se acuclilló junto a ella:

– Imagina algo maravilloso. La lluvia penetra en la tierra, las raíces absorben el agua, las uvas maduran en zumo, nosotros transformamos el azúcar en alcohol, el vino embriaga nuestros sentidos. -Respiró hondo-. Sentimos el aroma, la fruta, la textura, el sabor, él es azafrán y es poesía, es el néctar de una flor, las lágrimas de Dios, el trisar de una golondrina, un perfume, una melodía, la curva de una mujer y una brisa de primavera. El vino, ma petite, es la vida. -Le apretó cariñosamente la nariz-. ¿Comprendes?

Agnès lo miraba con los ojos desorbitados, vidriosos, nunca había visto a su padre hablar así. Asintió con un gesto de la cabeza, en silencio, dando a entender que había comprendido, pero la verdad es que ahora se había quedado más intrigada que nunca. En definitiva, ¿por qué razón a su padre le gustaba tanto el vino? Aquella misteriosa respuesta en la bodega del Château du Vin despertó en ella una curiosidad incontrolable, obsesiva, no captó a fondo las palabras, pero estaba decidida a entenderlas, no comprendió el sentido pero sintió su fuerza, su poder. El padre vivía fascinado por el vino y ella insistía en saber el porqué.

Cada vez más atenta a todo lo que la rodeaba, Agnès se abrió al mundo y comenzó a tener nuevos intereses. La Exposición Universal de París había representado un inolvidable viaje al futuro y un catalizador de la creciente curiosidad de la muchacha por las cosas de la ciencia. Pero la ciencia más a mano en su vida en Lille era la de su padre, expuesta diariamente en el Château du Vin. Gracias a la influencia paterna, estimulada por el espíritu artístico y científico que orientaba todo lo que viera en París, se convirtió en el inicio de su adolescencia en una verdadera experta en el arte del vino. Quería entenderlo todo y puso manos a la obra con desconcertante entusiasmo. Le parecía fascinante la delicadeza casi religiosa con que el padre trataba una botella, echaba el líquido en el vaso para liberar el aroma o saboreaba el néctar. Largas horas de observación y de insistentes preguntas le permitieron acceder al enigmático mundo de la enología, la ciencia que dominaría sus inquietudes inmediatas.

A los once años, el vino ya no encerraba misterios para ella. Sabía que el corcho era el tapón ideal para las botellas de vino debido a su levedad, limpieza, impermeabilidad y elasticidad. La muchacha acompañaba a su padre en los paseos para quitarles la cáscara a los alcornoques y producir tapones de corcho que se deslizaban suaves, pero firmes, hasta su posición en el gollete de las botellas. Lo veía cubrir el tapón con cápsulas hechas de hoja de plomo y grabadas en relieve, o sumergiendo el gollete en lacre, a la manera antigua. Lo más espectacular sucedía cuando su padre, durante cenas en casa con amigos, en que se bebía vino añejo guardado con tapones ya frágiles y quebradizos, se ponía su uniforme de húsar y, a la manera de Champagne, desenvainaba el sable frente al gollete, partiéndolo de un solo golpe y liberando el vino sin quitar el tapón. Era siempre un momento muy aplaudido, de gran intensidad dramática, aunque en situaciones rutinarias con vinos nuevos prefería usar el sacacorchos hipodérmico, que reventaba el corcho de las botellas.

Agnès sabía que era importante guardar las botellas siempre acostadas, para mantener así el corcho húmedo a través del contacto permanente con el vino, y en lugares oscuros, para que la luz no lo estropease. Aprendió a decantar los vinos añejos, observando a su padre usar decanter s de tres anillos, el modo de evitar la parte turbia; pero era la apreciación de los vinos en sí lo que aparecía como el lado más fascinante de todo el oficio. Cuando era pequeña, se quedaba muy admirada viendo cómo su padre observaba el color y la textura del vino danzando en el cristal, y cómo lo olía, con la nariz literalmente dentro del vaso, pero lo más desconcertante era el modo cómo saboreaba el líquido, con la lengua soltando pequeños chasquidos. Agnès descubrió que los tintos Cabernet eran de un rojo más denso y oscuro que los Pinot Noir, que los buenos Bordeaux dibujaban una elipse en los vasos y que los Chardonnay sólo adquirían aroma cuando se los mantenía en cubas de roble.

De la observación y del olor pasó, a los doce años, a la degustación del vino. No comprendió de inmediato todo el valor que se le daba a aquella bebida cuando su padre la autorizó por primera vez a saborear el néctar. Le pareció agrio, ácido o avinagrado, nada que ver con las palabras misteriosas que él había usado en la bodega de la tienda para cautivarla, pero con el tiempo fue aprendiendo a distinguir y a apreciar los sabores. Lo primero que le explicó es que no había dos vinos iguales, el paladar de un vino dependía del enólogo que lo criaba, de la casta de la uva, del clima y de las características del suelo. Después, aprendió a distinguir un blanco seco Trebbiano, un blanco suave Gewurztraminer, un blanco dulce Sauternes, un Marsannay rosé, un Chianti afrutado, un tinto Bordeaux de mucho cuerpo y un tinto oscuro Châteauneuf-du-Pape, además de las combinaciones respectivas con carne, pescado, queso y fruta. Por ejemplo, el Chablis combinaba bien con mariscos, el Sancerre con Roquefort, el Médoc con cordero, el Sauternes con foie gras y el Sauvignon Blanc con salmón. Sus conocimientos en la adolescencia eran tales que su padre comenzó a considerar seriamente la posibilidad de pasar un día el negocio, no a uno de los dos chicos, como a primera vista sería más natural, sino a aquella hija suya, tan atenta y conocedora.

Paul Chevallier trataba con clientes de toda clase. Entre ellos había algunos que un día se volverían notables en la ciudad, como es el caso de monsieur De Gaulle, que a veces aparecía en la tienda con su hijo Charles, un muchacho narigudo, alto y desgarbado, un año mayor que Agnès y que llegaría a ser más tarde el hijo más célebre de Lille, a la par, claro, del recién fallecido Pasteur. Al fin y al cabo, la ciudad era pequeña y todos se conocían. Otros clientes venían de la clase alta, incluso dueños de castillos y mansiones a quienes les gustaba ver sus bodegas ricamente pertrechadas, y Paul se volvió por ello visita frecuente de sus palacetes y casas solariegas.

El enólogo trabó una especial amistad con el barón Jacques Redier, un cliente apreciador del método de abrir botellas a lo húsar y con quien iba a caballo a cazar conejos en el bosque de Compiègne durante el verano. La baronesa Solange Redier era una mujer frágil y enfermiza, con quien se quedaba a veces la madre de Agnès haciéndole compañía, ayudándola a enfrentar los ataques de tos derivados de una tuberculosis lenta y en apariencia crónica, y que acababan en expectoraciones con restos de sangre. Las dos hijas permanecían en esos casos con su madre, mientras que Gaston y François participaban de las cacerías en Compiègne. En esas ocasiones, Agnès se sentía Florence Nightingale y no escatimaba esfuerzos para ayudar a la baronesa que fue, al fin y al cabo, su primera paciente.

– Su hija es una santa -comentó la baronesa después de un ataque de tos especialmente violento que le valió innumerables caricias de su pequeña y esforzada enfermera.

– Sí, es muy cariñosa -coincidió Michelle, ella misma secretamente sorprendida por las atenciones con que su hija rodeaba a la anfitriona-. Siempre ha sido diferente de sus hermanos.

– La niña debería ir a jugar, en vez de estar aquí aburriéndose con nosotras -observó la baronesa Redier, sacudiendo el abanico-. A esa edad es un desperdicio que pierda el tiempo con una enferma como yo, ¿no le parece?

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