José Santos - La Amante Francesa
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– Oh, no se preocupe, baronesa, a mi hija Agnès le encanta estar entre los adultos. A veces, fíjese, se queda horas sentada en un rincón, callada, escuchando nuestras conversaciones, como abstraída de sí misma. Me confunde un poco, es un hecho, pero ésa es su naturaleza, ¿qué quiere? Siente un gran placer estando entre los mayores.
– Pero ¿no tiene amigas?
– Tiene a su hermana y a Mignonne.
– ¿Es una vecina?
– No -sonrió Michelle-. Es la muñeca.
Cuando los hombres volvían de la cacería, su alegría incontenible y su entusiasmo contagioso suscitaban gran curiosidad entre las dos hermanas. Contaban hazañas de caza, relataban persecuciones maravillosas: la liebre que costó tanto capturar, el faisán que se escapó, el jabalí que rodearon a caballo; todo aquello parecía un excitante mundo de aventuras, un inagotable manantial de historias, un universo de emociones vibrantes que les estaba injustamente vedado. Claudette se aburría terriblemente en el Château Redier y convenció a su hermana para que se uniese a ella en una firme campaña para persuadir a su padre de que las dejase ir con ellos. El recurrir a su hermana no era inocente, Claudette sabía que Paul sentía una debilidad especial por Agnès y se mostraba decidida a usarla en su provecho.
– Ni pensarlo, Claudette, la caza no es cosa de chicas -exclamó el padre cuando su hija mayor le manifestó su deseo.
– Oh, papá, déjanos ir.
– No puede ser, hija. Tenemos que andar a caballo, tenemos que galopar detrás de los zorros, disparamos, es peligroso.
– Pero Gaston y François van.
– Es diferente, son chicos.
– Pero son mucho más pequeños que nosotras, no es justo.
– Sí, es verdad, pero ellos no salen en las cabalgatas con nosotros, eso sí que no.
– ¿Ah, no? ¿Y adonde van ellos?
– Se quedan en los Etangs de Saint-Pierre con Marcel.
Marcel era el mayordomo del Château Redier, un hombre áspero que a los chicos les caía mal.
– ¿Ah, sí? ¿Y nosotras no podemos quedarnos con ellos?
– No, hija, esto no es para chicas.
Claudette sintió que había llegado el momento de jugar la última carta. Hizo una seña a Agnès y ésta se acercó a su padre, poniendo boquita de piñón, con los ojos dulces y solicitantes, con el tono de voz irresistiblemente meloso.
– Oh, papá, sé mignon, déjanos ir…
Paul miró a Agnès y tragó saliva.
– Bien…, yo… -titubeó-. En fin…, eh…, ¿por qué no? -dijo con un suspiro, vencido-. Está bien, está bien. Mañana os llevo.
Lo abrazaron, efusivas.
– ¡Merci, papá!
– Ya, ya -dijo Paul, derritiéndose en el abrazo-. Pero tenéis que portaros bien, ¿habéis oído?
Fue la única vez que el padre consintió llevar a las dos chicas consigo. A la mañana siguiente, un domingo gris y húmedo, metió a los cuatro hijos en un coche, conducido por Marcel, y todos emprendieron la marcha por la carretera: coche, caballos y perros en medio de gran alboroto hasta el bosque. Cruzaron el río Aisne y entraron en el Bois de Compiègne, pasando por entre los grandes robles hasta los Beaux Monts, desde donde se dirigieron hacia los Etangs de Saint-Pierre. Agnès y Claudette se quedaron allí sentadas junto a un lago rodeado de hayas, mientras que sus hermanos jugaban a la guerra entre los arbustos, bajo la mirada aburrida de Marcel. El padre galopaba con el barón Redier tras los perros y las liebres. A las niñas la experiencia les resultó enfadosa, no había allí aventuras ni excitación, sólo un tedio sin fin. Decepcionadas, nunca más quisieron oír hablar de cacerías, eran mil veces preferibles los bostezos en el Château Redier.
Paul era un hombre avanzado para la época y, cuando Claudette terminó el instituto, decidió pagarle los estudios universitarios. La hija mayor, apasionada por la arqueología y estimulada por los recientes descubrimientos en Egipto y en la Mesopotamia, fue a estudiar historia a la Sorbona.
Al año siguiente, en 1911, pareja oportunidad le llegó a Agnès. Sin sorpresas, la segunda hija del matrimonio Chevallier decidió a los veinte años seguir los pasos de su heroína Florence Nightingale y se matriculó en Medicina, también en la Sorbona. No era Enfermería, pero estaba en el mismo departamento. En París compartió con Mignonne y su hermana un apartamentito simpático en Saint Germain-des-Prés. El apartamento estaba situado en un primer piso de la Rue de Montfaucon, junto al mercado, y fue allí donde pasó los mejores años de su vida.
Claudette y Agnès frecuentaban facultades diferentes, por lo que sólo se encontraban por la noche y los fines de semana. Una vez por mes, iban a Lille a pasar un fin de semana con sus padres y recibir la mesada. El dinero les alcanzaba para la comida, que iban a comprar al Marché Saint Germain, justo al lado, y para pagar el alquiler del pequeño apartamento, compuesto por cocina y una sala grande, donde tenían dos camas, un sofá, un armario, un escritorio y una bañera. El cuarto de baño, en la planta baja, era un pequeño cubículo con un inodoro blanco decorado con motivos azules, como si fuesen tatuajes sobre la porcelana, y servía para todos los inquilinos del edificio.
La carrera de Medicina resultó absorbente. El primer contacto con Anatomía resultó inolvidable. Agnès era de las pocas mujeres que iba a ese curso y tuvo mucho miedo la primera vez que entró en la sala de disecciones, donde se daría la primera clase de esa temida disciplina. En medio de la sala había una mesa y, sobre ella, se hallaba extendido el cadáver de un hombre desnudo. Los alumnos rodearon la mesa con un silencio respetuoso, fascinados ante la visión del muerto, y sólo el profesor parecía relajado, tal vez incluso algo divertido, sabía bien cómo fantaseaban los alumnos acerca de las siniestras experiencias de aquella cátedra, sobre todo antes de conocerla de verdad. El profesor Bridoux tenía fama en la Sorbona, entre los estudiantes de Medicina, por sus extravagancias con los cadáveres. Al contrario de la mayoría de los profesores de Anatomía, que disponían de cirujanos para las clases de disección, a Bridoux le gustaba cortar él mismo los cuerpos y poner al descubierto sus entrañas. Agnès conocía su legendaria fama de hombre morboso, una reputación entre los estudiantes que, en rigor, le aseguraba una clientela fiel; al fin y al cabo, el responsable de la cátedra de Anatomía era generalmente considerado, por su rareza, el personaje más fascinante de la facultad.
– Muy bien, señores -comenzó diciendo el profesor Bridoux mientras se frotaba las manos-. La palabra «anatomía» deriva del griego anatemnein, es decir, «cortar y abrir». -Levantó un dedo-. Van a iniciarse ahora en la disciplina más antigua de la Medicina y, si me permiten, vale la pena recordar aquí la importancia histórica de este trabajo. -Los estudiantes absorbían cada palabra, pendientes de la exposición de esta leyenda viva de la Facultad de Medicina-. Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Kos efectuaron las primeras autopsias trescientos años antes de Cristo, pero esta práctica se prohibió en el siglo ii por motivos religiosos. -Bridoux miró los rostros a su alrededor con expresión desafiante-. La religión, estimados alumnos, es la fuente del oscurantismo. Si ella los tienta, resistan. Si ella ya los ha tentado, desistan. La ciencia y la superstición no se llevan bien, créanme. Miren el ejemplo de esta noble disciplina nuestra, tan importante para el conocimiento del hombre. Pero, a pesar de su importancia, el oscurantismo religioso se impuso con tanta fuerza y duró tanto tiempo que hubo que esperar hasta el siglo xiv para que volviera a hacerse una autopsia en Europa. -Bridoux cogió un bisturí-. Durante todo ese tiempo, todo lo que la medicina sabía sobre la anatomía humana lo debía al trabajo del griego Galeno de Pérgamo, el médico de Marco Aurelio, que publicó un centenar de trabajos destinados, decía él, a traer luz a las tinieblas. Y no fue hasta el siglo xvi, señores, cuando alguien retomó los estudios de anatomía y fue más lejos que Galeno. -Miró a los estudiantes-. ¿Saben quién fue ese genio?
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