José Santos - La Amante Francesa
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Los males del cuerpo comenzaron a contagiarle el alma. Para agravar aún más las cosas, y para gran tristeza suya, Amé- rico no lograba apoyarlo. No es que su amigo tramontano no estuviese lo bastante comprometido en la fe; el problema fue que no era amante de los estudios y no vivía con agrado en la clausura del seminario, lo que acabó precipitando varios non aprovatus a final de curso, calificaciones que convencieron a su padre para que regresara a Vinhais y no volver nunca más.
Por ello, Afonso comenzó el tercer curso del seminario con un gran sentimiento de soledad. Tenía dieciséis años, la misma edad que otros estudiantes que ese año habían entrado en la institución, pero sus compañeros del tercer curso eran todos mayores, andaban por los diecinueve. Se mostraban afables y corteses, lo que no impedía que se notase la diferencia de edades, a pesar de la inquieta y estimulante curiosidad que manifestaba Afonso sobre los misterios del universo. Algunos se interesaban, ¡oh, pecadores!, por las «chavalas»; el joven de Rio Maior vio incluso a uno de ellos, Abílio, lanzando un piropo desde su celda a una chica que pasaba por el Largo de Sao Thiago, y se sintió desconcertado ante comportamiento tan insensato. Cuando le reprochó lo que había hecho, mostrándose soberbio de virtud moral, el seminarista galanteador se encogió de hombros.
– El pecado consiste, no en desear a una mujer, sino en consentir en el deseo -replicó Abílio con altivez.
– ¿Quién ha dicho eso?
– Abelardo.
– ¿ Quién?
– Pedro Abelardo, un filósofo y teólogo del siglo xii.
– Eso es una herejía -sentenció Afonso, muy convencido-. San Agustín no ha dicho nada semejante.
– ¡A san Agustín que lo parta un rayo! -exclamó Abílio ante la mirada escandalizada del compañero.
Pero ahí no acabó todo. En una clase de latín, el maestro sorprendió a otro de sus compañeros, Rudolfo, con un ejemplar del Decamerón escondido debajo del Tito Livio, y el muchacho fue expulsado del seminario por el vicerrector. Desilusionado y solitario, Afonso comenzó a sentirse desmotivado y a ensimismarse. Volvió a los juegos imaginarios en el patio: pasaba los recreos pateando piedras, regateando a players invisibles, venciendo a goalkeepers fingidos, marcando goals espectaculares, fantaseando con el regreso glorioso del Club Lisbonense bajo la acción de sus deslumbrantes dribblings.
Los juegos imaginarios se hicieron desaforados. Afonso corría furiosamente por el patio en busca de piedras y pateándolas con inusitado vigor. Cierto día, una de las piedras alcanzó la cabeza de un compañero que estudiaba apoyado en el tronco de un roble, y la sangre que brotaba profusamente del cuero cabelludo llevó a que el vicerrector llamase al joven a su despacho para amonestarlo. El eclesiástico le dijo que aquel comportamiento era indigno de un seminarista: quien deseaba servir a Dios con devoción no podía actuar de esa manera, parecía un lunático dando puntapiés en el patio. Afonso lo escuchó cabizbajo, con los ojos fijos en la tarima encerada. Durante unas semanas, se inhibió de jugar al football imaginario, pero la tentación acabó siendo más fuerte que la prudencia y, pasado un tiempo, ya estaba de nuevo pateando piedras, primero de forma discreta, sereno, como quien no quiere la cosa, después con más ímpetu, olvidándose momentáneamente del decoro, con energía en la pelota para que los ingleses del Carcavellos Club viesen de qué temple estaba hecho un player del glorioso Club Lisbonense.
El frío, cruel y penetrante, se abatió sobre Braga durante el mes de diciembre. Cada uno se protegía del hielo a su manera. Unos no se apartaban de las chimeneas, otros se envolvían en pesados abrigos, Afonso prefería agotarse corriendo, saltando, deslomándose. Pero, con los músculos congelados, el control de los movimientos era más brusco, y ocurrió lo inevitable. Una patada más fuerte que el invisible goalkeeper del Carcavellos Club acabó con el cristal de la casucha del jardinero hecho pedazos.
El vicerrector consideró que ya era demasiado. Afonso fue tachado de «díscolo», término que se usaba para los jaraneros e indisciplinados que a veces aparecían en el seminario. Temprano, al día siguiente, don Basilio Crisòstomo llamó al padre Álvaro y le entregó un sobrescrito lacrado.
– ¿Qué es esto? -preguntó el sacerdote, mirando el sobre.
– Lee -le dijo el rector.
Intrigado, el sacerdote obedeció y rompió el lacre. Desdobló la carta y comenzó a leer. El documento iba firmado por João Basilio Crisòstomo; el vicerrector explicaba en él que el seminario había llegado a la conclusión de que Afonso da Silva Brandào, aunque alumno aplicado y talentoso, no tenía en realidad vocación para la vida sacerdotal. En consecuencia, no sería ordenado. El padre Álvaro palideció, jamás habría imaginado que lo convocaban para entregarle la carta orden. Al fin y al cabo, don Basilio Crisòstomo siempre le había transmitido los más enfáticos elogios sobre su protegido, lo que confirmaban sus buenas notas a final de curso, por lo que aquella decisión le resultaba totalmente inesperada. El vicerrector le explicó al amigo las circunstancias que lo habían llevado a tomar aquella decisión, pero acordaron permitir que Afonso concluyera el tercer curso en el seminario para que completase su educación. La condición era que debía acabar con su extraño comportamiento en el patio, la única forma de poner fin al rumor sobre su equilibrio mental: ¿dónde se ha visto a un seminarista andar a patadas con unas piedras?
Afonso se sintió profundamente triste y apenado cuando el padre Álvaro le explicó que había recibido la carta lacrada y que, finalmente, no sería ordenado. El joven se había transformado en un católico moderadamente devoto y, a pesar de los tormentos nocturnos de la carne, ya se había habituado a la idea de que sería sacerdote. Ahora los sueños de ser misionero en África se desvanecían como una nube. Peor que eso, comenzó a perder seguridad en el futuro. Si ya no sería ordenado, ¿qué haría de su vida? El regreso a Rio Maior le parecía inevitable, pero no encaraba la perspectiva con gran entusiasmo, las breves estancias en Carrachana los tres veranos anteriores lo dejaron con la convicción de que aquél ya no era su mundo, no estaba allí el futuro, sólo el pasado. El problema lo atormentó durante algún tiempo, antes de que lo apartase de su mente como si no fuese más que un malestar pasajero. Lo que fuera a ocurrir ocurriría porque ya estaba predestinado, concluyó por fin, con fatalismo. Se entregó entonces plácidamente al destino.
En mayo de 1907 se despidió del padre Fachetti, del padre Nunes, del vicerrector, del padre Álvaro y de la ciudad de Braga y regresó a la casa de su familia. Volvía, no con un sentimiento de derrota, sino de resignación, si no volvía como sacerdote, se debía a que ese destino no le estaba reservado. Se había ido cuatro años antes de Carrachana con una ropa andrajosa sobre su cuerpo, moqueando, lagrimeando y lleno de dudas sobre lo que le esperaba en el Miño. Ahora, a los diecisiete años, regresaba taciturno, vestido con ropa oscura y limpia y con una corbata al cuello, aún cargado de dudas, algunas de origen metafísico, la mayor parte mucho más prosaicas. De éstas, la más grande era determinar su verdadero papel en los designios del Señor, es decir, en lo inmediato, qué sería de su vida en Rio Maior.
Capítulo 4
– Papá, ¿por qué te gusta tanto el vino?
Paul Chevallier desvió los ojos de la botella de Chablis y observó asombrado a su hija. El dueño del Château du Vin había bajado a la bodega de la tienda, con una vela en la mano para iluminar el camino. Las paredes estaban cubiertas de botellas y de espesas telas de araña. Agnès esperaba detrás de él, en la sombra, moviendo sus deditos, ardiendo de curiosidad, intentando entender aquella extraña pasión de su padre. ¿Cómo podría explicarle Paul los placeres de Baco?
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