José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¿Y cuál es el principal comportamiento o regla que tenemos que adoptar para hacer el bien? -preguntó el alumno.

– El amor -dijo sin vacilar el padre Nunes-. Los judíos creían en el principio de que el bien se practicaba cuando amábamos al prójimo, y eso está consagrado en el Antiguo Testamento. El problema es que los judíos creían ser el pueblo elegido, que Dios sólo los amaba a ellos. Cristo fue más allá de esta idea, defendiendo que Dios amaba a los judíos, claro, pero, magister dixit, también amaba a todos los demás pueblos, todos eran hijos de Dios, el amor divino era universal. Por otra parte, ya los griegos sostenían que los hombres son todos hermanos, un concepto que Jesús incorporó en el cristianismo.

Por la noche, acostado en su celda, Afonso cavilaba sobre estas ideas, inquieto, leyendo la Biblia con redoblada atención. A veces se dirigía a la biblioteca del seminario y, después de consultar textos de teología, regresaba a las clases del padre Nunes con nuevas dudas.

– Usted, padre, dijo en la última clase que el bien y el mal sólo tienen valor porque podemos optar entre ellos -observó el alumno cuando volvió a Teología Dogmática-. Sin embargo, estuve leyendo la Epístola a los romanos, de san Pablo, donde señala que todos los hombres son pecadores y que Dios elige a quiénes va a conceder su gracia y va a salvar. Dios realizó esa selección previamente, antes de que comenzase el tiempo, antes de que crease el mundo.

– ¿Y qué conclusión sacas de esas palabras, hijo?

– Concluyo que Dios concede su gracia independientemente de los méritos de quienes la reciben. Todos somos pecadores, le corresponde a Dios elegir arbitrariamente quién ha de salvarse. Y, como esta elección fue hecha antes de creado el mundo, lo que hagamos es irrelevante, Dios ya ha optado antes incluso de que practiquemos el bien o el mal. Es decir, hagamos lo que hagamos no cuenta para nada, las cosas están decididas antes incluso de que ocurran.

– Ese es precisamente, ab ovo, un punto de divergencia entre el catolicismo y el protestantismo -comentó el padre Nunes, acariciándose su barba rala-. Es posible que, al desarrollar esa idea de la gracia de Dios, san Pablo haya llevado al cristianismo a ámbitos a los que Jesús tal vez no hubiese ido. Otros santos discutieron el concepto, insistiendo en el principio fundamental de que una fe que no se consolida en actos no tiene valor. ¿Sabes lo que pasa? La Biblia resulta de un conjunto de textos diferentes, que nosotros consideramos como producto de la palabra de Dios, pero la verdad es que fueron redactados por hombres. Eso significa que, hasta cierto punto, esos textos son interpretaciones humanas de la voluntad divina y, como tales, pueden contener a veces contradicciones, incluso algún que otro lapsus calami.

– Pero ¿cuál es la respuesta para este problema?

– No lo sé, tendría que consultarlo con Dios -dijo con una sonrisa el profesor-. Yo diría que tal vez exista una manera de conciliar los dos puntos de vista. Unos seguramente tienen razón cuando sostienen que hay que practicar el bien para merecer un lugar en el Cielo. Pero san Pablo preconiza otra verdad, la de que la bondad de Dios es ilimitada, mirabile dictu, y eso significa que todos pueden ser perdonados, aun los que sólo han hecho el mal. Admiro que hay aquí una contradicción, pero, a falta de mejor respuesta, yo diría que, hic et nunc, los caminos del Señor son insondables.

Afonso no se quedó satisfecho porque el padre Nunes no daba una respuesta clara a su duda, pero entendió que el profesor realmente no la tenía. Eso no le impidió cuestionar algunos aspectos del problema, como venía siendo habitual en él.

– Pero ¿cómo es posible que las cosas estén decididas aun antes de haber ocurrido?

– Todo está predestinado.

– Entonces, si está predestinado, no existe el libre albedrío. ¿O sea que el mal como opción no corresponde al hombre sino a Dios?

El padre Nunes suspiró. Qué alumno difícil, pensó, acentuándose la curva de su espalda a medida que se armaba de valor para afrontar ese nuevo problema.

– San Agustín responde a esa duda tuya -dijo, marcando aún más las sibilantes-. Imagina que el tiempo es como el espacio. Cuando viajamos, vamos de un punto al otro. Yo estoy en Braga y voy a Viana do Castelo. Evidentemente, desde Braga no veo Viana, pero Viana está. Si subo al cielo en uno de esos aeroplanos o dirigibles de los que hablan ahora los periódicos, desde arriba podré ver las dos ciudades al mismo tiempo, Braga de un lado y Viana del otro. Mutatis mutandis, con el tiempo ocurre lo mismo. Viajo del pasado al futuro. Desde el punto en que me encuentro no consigo ver el futuro, aunque exista. Pero Dios está arriba e, ipso facto, ve los dos puntos al mismo tiempo, el pasado y el futuro. ¿Has entendido?

– Sí -afirmó Afonso, vacilante-. Pero ¿en qué responde eso a mi pregunta?

– Con este ejemplo, adaptado de san Agustín, te he explicado la predestinación -repuso el profesor con una sonrisa triunfal-. No fue Dios quien hizo las acciones humanas que van a suceder en el futuro, sino el hombre. La ventaja de Dios es que El está arriba, viendo simultáneamente el pasado y el futuro, y logra percibir lo que el hombre hará antes incluso de que lo haya hecho. Ab initio, Dios ha visto en el pasado las elecciones que haremos libremente un día en el futuro, por lo que no necesita esperar al futuro para enunciar su veredictum, para decidir a quién salvará.

– Por tanto -concluyó el alumno- el futuro ya está determinado.

– Así es.

– Pero, a pesar de eso, tenemos libre albedrío.

– Estoy de acuerdo en que, grosso modo, parece una contradicción -admitió el padre Nunes, esforzándose por ocultar su confusión-. No obstante, así es. El futuro está determinado desde que se creó el mundo, pero el hombre mantiene el libre arbitrio.

– No entiendo -comentó Afonso-. Sólo puedo tener libre arbitrio si puedo cambiar el futuro, si soy dueño de mis acciones. Ahora bien: si el futuro ya está determinado, eso significa que no puedo alterarlo. Si no puedo alterarlo, mi voluntad no es libre, sólo lo parece.

– No es exactamente así -se desesperó el profesor-. Somos nosotros quienes hacemos el futuro. Nihil obstat. Dios se limita a tomar conocimiento anticipado de nuestras acciones.

Afonso no quedó convencido y volvió a los libros. Consultó la biblioteca del seminario y consiguió incluso autorización para ir a la Biblioteca Pública, al lado de la iglesia de los Congregados, junto al Jardín Público. Días después, al comienzo de la clase del padre Nunes, levantó la mano.

– ¿Qué quieres decir, Afonso?

– He encontrado una respuesta, padre, para el problema del libre albedrío.

– ¿El libre albedrío? ¿De qué estás hablando?

– ¿Se acuerda de que en la última clase hablamos sobre la predestinación y de que usted dijo que el hecho de que Dios tenga un conocimiento anticipado de nuestras acciones no nos quita la libertad de decidir por nosotros mismos?

– Sí, a propósito de san Agustín.

– Pues he descubierto que Spinoza no coincide con san Agustín.

El padre Nunes desorbitó los ojos.

– ¿Spinoza?

– Sí, padre -dijo Afonso con entusiasmo, hojeando el cuaderno donde había tomado sus notas-. Spinoza ha dicho que nuestra convicción de ser agentes libres no pasa de ser una ilusión basada en el hecho de que nunca somos conscientes de las verdaderas causas de nuestros actos. -Afonso alzó los ojos del cuaderno y miró al profesor con expresión de victoria-. Es decir, no somos libres; pensamos que somos libres.

– Es verdad que Spinoza ha escrito eso -admitió el sacerdote con un suspiro-, pero si lees bien a Spinoza, verás que también ha dicho que tenemos la libertad de tomar conciencia de las causas de nuestros actos. Nos hacemos libres cuando comprendemos las cosas.

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