José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¿Así que quieres ser sacerdote, hijo mío? -preguntó el anfitrión a Afonso en tono paternal, después de las cortesías habituales.

– Sí, señor vicerrector.

– Pero aún eres un poco joven para ello.

Afonso se quedó mudo. Estaba allí porque lo habían mandado. El padre Alvaro respondió en su lugar.

– Don Crisòstomo, el muchacho tiene cualidades.

– ¿En qué sentido?

– Mi proyecto era tenerlo como monaguillo uno o dos años más, pero él ha demostrado gran interés y vocación y no veo la necesidad de mantenerlo alejado del seminario sólo porque aún es joven.

El vicerrector miró a Afonso, pensativo.

– ¿Por qué quieres ser sacerdote?

– No lo sé, señor vicerrector -murmuró el muchacho, bajando la cabeza.

– ¿No lo sabes?

Afonso vaciló. Se sentía intimidado, estaba habituado a discutir esas cosas sólo con el padre Alvaro y el vicerrector lo cohibía. Miró furtivamente al sacerdote y reparó en que él, con un sutil gesto de la cabeza, lo animaba para que hablase. Afonso se llenó de valor, levantó la cabeza y miró al vicerrector con actitud desafiante.

– Quiero descubrir la verdad.

– ¿La verdad? ¿La verdad de qué?

– La verdad de todo. Del mundo, de las cosas, de los hombres, de la vida.

Don Basilio Crisòstomo se recostó en la silla y sonrió, complacido.

– Muy bien, has venido al sitio adecuado -exclamó, balanceando afirmativamente la cabeza, en señal de aprobación, y se volvió hacia el padre Alvaro-. Voy a ordenar que se le hagan cuanto antes los interrogatorios de genere a tu pupilo.

Los servicios de ingreso al seminario comenzaron días después con el interrogatorio a Afonso. Le inquirieron sobre su familia, su pasado, sus hábitos de vida, el perfil y los intereses del candidato. Los estatutos del seminario, redactados en 1620 y previamente consultados por el padre Alvaro, preveían como condición que se garantizase que los candidatos eran «christianos viejos enteros, sin raza de judíos, moros ni otros infieles», único requisito que ahora se dejaba de lado, por anacrónico. El padre Alvaro sirvió de testigo y su protegido, a pesar de ser considerado tal vez demasiado joven para frecuentar el seminario mayor, acabó siendo aceptado. Había antecedentes de niños que entraban en el seminario mayor con doce o trece años, los propios estatutos establecían que los seminaristas «tendrán al menos doce años», por lo que la inscripción de aquel muchacho de catorce años, aunque menos usual, nada tenía de extraordinario.

Afonso entró en el Seminario de los Apóstoles San Pedro y San Pablo en el otoño de 1904. En todo dominaba el aspecto antiguo, austero y solemne, una impresión adecuada a la historia del seminario. La institución se remontaba a 1572, cuando, como consecuencia del Concilio de Trento, se abrió el Seminario de San Pedro, que funcionaba en el campo da Vinha, en pleno centro de Braga. Parte de las clases, no obstante, se impartían en un vasto edificio junto a la Porta de Sao Thiago, el colegio de San Pablo, dirigido por los jesuitas. Los jesuitas, sin embargo, fueron expulsados en 1579, y el edificio quedó en manos de monjas, hasta que, en 1881, el seminario se trasladó allí y el nombre de San Pablo quedó incorporado en el de la institución.

El nuevo seminarista fue llevado a su celda, una pequeña habitación de decoración espartana y con cierto olor a moho. Tenía una cama apoyada en la pared, una mesa con cajones para la ropa, una vela, un candil alimentado con queroseno, un banco, una escoba, una bacinilla, un jabón, una toalla blanca y un cubo con agua. El ventanuco daba a un patio ajardinado, parte de cuya vista la ocupaban las ramas y las hojas de un vigoroso roble adulto, ramas agitadas por el inquieto aletear de los gorriones, el melódico piar de los pájaros llenaba entonces el patio e inundaba la habitación con deliciosas sonoridades musicales. Colocó la maleta sobre la cama, la abrió y acomodó la ropa en los polvorientos cajones de la mesa. Sólo se autorizaba la ropa oscura, de modo que Afonso llevó dos trajes, uno negro y otro gris, que le había regalado el padre Alvaro. Tenía también calcetines negros y calzoncillos cortos y largos, estos últimos piezas de vestuario que jamás había usado en Rio Maior, y de los que ahora no prescindía y que acomodó con el resto. En cuanto a los zapatos, sólo tenía el par que llevaba puesto, comprado en la zapatería Celestino Vidal, en la Rua do Souto.

La rutina de la vida en el seminario quedó establecida ya desde la mañana siguiente. Afonso se despertó con el sonido estridente de una campanilla tocada a cordel y llevada por los corredores. Eran las seis y media de la mañana. Temblando de frío, saltó de la cama, meó en la bacinilla y se lavó furtivamente las manos y la cara con el agua helada del cubo. Se puso el traje negro, hizo la cama y barrió la celda. A eso de las siete salió al corredor con la bacinilla, fue a echar la orina en la zona de las letrinas, regresó a la celda para guardar la bacinilla y volvió a salir, acompañando a los demás seminaristas en dirección a la capilla, para las oraciones de la mañana. El vicerrector ofició la misa siguiendo los pasos normales en cualquier iglesia, es decir, en latín y de espaldas a los fieles. El altar estaba vuelto hacia oriente, como es habitual en las iglesias, y los celebrantes rezaban siempre en dirección a levante, porque se creía que de ahí debía esperarse la salvación. A fin de cuentas, fue Ezequiel quien escribió que «la gloria del Señor viene del oriente», del sitio donde nace elsol; por ello hacia ese sitio se dirigen las oraciones. La misa duró media hora. Una vez acabada, camino del refectorio, algunos seminaristas conversaban entre susurros por los corredores, lo que dejó a Afonso impresionado. El refectorio era un gran salón con muchas mesas de madera, cuatro sillas por mesa. Los seminaristas se distribuyeron por las mesas y el vicerrector fue a ocupar su lugar. Colocaron en las mesas el pan, la borona y las gachas de maíz. João Basilio Crisòstomo se levantó y todos lo imitaron.

– Benedic Domine nos, et haec tua dona quae de tua largitate sumus sumpturi, per Christhum Dominum nostrum -proclamó en latín, implorando a Dios la bendición de los alimentos que estaban en la mesa.

– Jube Domine benedicere -entonó un diácono, prosiguiendo el ritual.

In nomine Patri et Filii et Spiritu Sancti -concluyó el vicerrector, que bendijo a los presentes y los alimentos; después hizo una seña a los seminaristas para que empezasen a comer.

Tomaron el desayuno en absoluto silencio, Afonso entendería rápidamente que ésa era la regla en todas las refecciones. A las ocho se recogieron a los aposentos, había llegado la hora de repasar las lecciones. El padre Álvaro le había advertido de que debería aprovechar esta pausa para echarle un vistazo al latín, ya que era probable que examinasen sus conocimientos de la lengua romana. A esas alturas el joven ya había entendido que el latín podía ser una lengua muerta en todo el mundo, pero en aquel seminario estaba tal vez más viva que el portugués. Se armó de valor y, encerrado en su celda, se puso a recitar declinaciones en voz baja. Media hora más tarde, la campanilla señaló la llamada al claustro. Afonso fue hacia allí, donde el vicerrector aguardaba a los seminaristas para interrogarlos sobre las asignaturas de estudio. El nuevo estudiante no se libró, ya que el vicerrector quería saber, examinando minuciosamente sus conocimientos de latín, cuánto valía la más reciente adquisición del seminario. Presa de la ansiedad y con la voz trémula y sumisa, Afonso titubeó en cada respuesta. Las clases del padre Alvaro eran una buena base, pero el latín que había aprendido en la parroquia de Sao Vicente se reveló claramente insuficiente para las necesidades curriculares y don Basilio Crisòstomo le dejó claro que esperaba que aprendiese mucho más. Afonso concluyó la sesión del claustro exhausto y herido en su amor propio, imaginando que todos se reían de él.

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