José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Las clases comenzaron a las nueve de la mañana. Su primera disciplina fue Casuística, impartida por un maestro gordo y bonachón, en realidad un cura de la diócesis de Braga que iba a dar lecciones al seminario. El primer año del seminario mayor estaba dominado por los estudios filosóficos, con Filosofía, Casuística y Retórica a la cabeza, complementados por Gramática y Latín. Había también un extra a cargo del padre Ettori Fachetti, un napolitano de habla suave que había ido a Braga a aprender portugués. El padre Fachetti era un políglota notable y puso su talento al servicio de los seminaristas, enseñando italiano, inglés, francés y alemán a quien lo solicitase. Varios estudiantes se inscribieron en algunas de esas disciplinas, y Afonso, tal vez por el deseo de sentirse aceptado e integrado, siguió ese ejemplo y decidió aprenderlo todo. El segundo y tercer año de seminario se concentraban sobre todo en Teología, y los cursos se repartían entre la Historia Eclesiástica, la Teología Dogmática, la Teología Moral, la Teología Sacramental, el Derecho Canónico, la Liturgia, la Hermenéutica y el Canto, además, claro, de las disciplinas de lenguas extranjeras del padre Fachetti y de las inevitables Latín y Gramática.

Se sirvió el almuerzo a mediodía. Tal como en el desayuno, colocaron inmediatamente la comida en la mesa, pero nadie la tocó antes de que el vicerrector pronunciase en latín la fórmula de bendición de los alimentos. Había pan de trigo, borona, sopa de verduras, carne de vaca cocida, huevos cocidos y castañas. Para beber, agua. Comían en silencio, haciendo gestos sólo para pasarse unos a otros el pan, la carne o el agua. En mitad de la refección hubo una novedad con respecto al desayuno. Un seminarista de unos dieciséis años se levantó de la mesa y se dirigió al pulpito del refectorio con un pequeño libro en la mano. Abrió el libro en una página marcada y comenzó a leer un pasaje de la vida de san Francisco Javier con una voz monocorde. Afonso sintió que el muchacho no entendía lo que leía, la entonación era monocorde e inexpresiva, lo que hacía difícil la comprensión del texto. En esas condiciones, la voz se convirtió en un mero ruido de fondo. El orador terminó la lectura cuando llegaron las manzanas para el postre y, poco después, el vicerrector se incorporó, obligando a todos a levantarse, pronunció una oración final y dio el almuerzo por terminado.

Salieron al recreo. Afonso comprobó que la mayor parte de los seminaristas ya se conocían y formaban grupos que se reunían aquí y allá. El ambiente era amistoso, pero el recién llegado se mostraba tímido y ensimismado. Casi todos eran mayores que él, había incluso algunos a quienes les estaba creciendo ya una barba incipiente, de modo que Afonso se sintió desplazado. Para no quedarse sin hacer nada, decidió dar discretamente unos puntapiés a una pequeña piedra y, en su fantasía, se vio jugando al football en el Campo Pequeño con la gloriosa camiseta del Club Lisbonense. Imaginó que uno de los robles era una meta defendida por un player del Carcavellos Club, club particularmente detestado por incluir sólo extranjeros y por haber sido el único capaz de ganar al Club Lisbonense. Afonso miró el roble y chutó suavemente la piedra, confundiendo al imaginario goal-keeper inglés. En otros momentos, cruzaba el patio transportando la piedra con toques cortos, fingiendo que efectuaba dribblings que derribaban a los adversarios. Lo hacía como si estuviera paseando, procurando no llamar la atención, se daba cuenta de que andar ostensiblemente a puntapiés con una piedra durante el recreo podría ser mal interpretado.

El sonido de la campanilla los avisó de que el recreo había terminado. Eran las dos de la tarde cuando se recogieron en las celdas para concentrarse en las materias de las clases de la mañana. Afonso pasó parte de la tarde estudiando Casuística y la otra parte a vueltas con el malhadado latín, que tanto lo había avergonzado durante la sesión en el claustro. A las cinco y media, la campanilla los convocó a la capilla; a las seis y media, volvieron al refectorio para la cena silenciosa. La refección terminó a las siete y media, momento en que salieron al recreo; una hora después, la campanilla los mandó nuevamente a las celdas. A las nueve de la noche, y después de preparar las cosas para el día siguiente, Afonso hizo una última visita a las letrinas, volvió a la celda, se metió en la cama, apagó el candil de queroseno y se durmió.

Los días se sucedían unos a otros en esta rutina, con pocas variaciones, monótonos y repetitivos. Las principales novedades se relacionaban con los almuerzos y las cenas, por la variación en los platos. Unas veces había carne de vaca, otras carne de cerdo, otras carne de cordero. Jamás se sirvió pescado, lo que hizo a Afonso recordar y echar de menos cómo limpiaba las cabezas de los chicharros con la lengua. Comían gallina, castañas, patatas, sopas de ajo, sopas de verduras o migas. Los domingos se servía un plato elaborado, el arroz, y los días festivos había dulces, algunos de recetas conventuales. El vino se reservaba igualmente para ocasiones especiales, y Afonso añoraba el sabor del tinto. En vez del suave vino maduro al que estaba habituado en Rio Maior, éste era de sabor muy frutal. Le explicaron que se trataba de tinto verde, un néctar que él no conocía y que provenía de varias zonas del Miño, como Ponte da Barca, Ponte de Lima y Melgado, y hasta del valle del Sousa, en la región del Duero.

Los jueves y los domingos, los estudiantes abandonaban el seminario y los llevaban de paseo. Avanzaban serios y compenetrados, por parejas en fila india, en excursiones guiadas por el vicerrector, que los llevaba a Montariol y al Fraião. Cuando el día amanecía especialmente bueno, iban hasta el pórtico entre la capilla de la Agonía de Cristo en el Jardín y la capilla de la Ultima Cena y subían la espectacular escalinata del Bom Jesús, primero por la Via Sacra, con las capillas que representaban las catorce estaciones de la Cruz, después por la empinada escalinata de los Cinco Sentidos y, finalmente, ya con la lengua fuera y las piernas que les pesaban como plomo, se arrastraban por la escalinata de las Tres Virtudes. Una vez arriba, jadeantes y sudorosos, se apoyaban en las paredes enlucidas, se sentaban en el duro suelo de granito y se refrescaban en la fuente del Pelícano. Ya más recuperados, iban finalmente a visitar la imponente iglesia del Bom Jesús, a cuyos pies se extendía Braga. Otras veces, en lugar de subir el monte, bajaban hasta desembocar en el río Cávado, donde se quedaban jugando en el agua helada. Alguna que otra vez iban hasta la capilla de San Fructuoso de Montélios, una reliquia del siglo vil, o cogían la carretera hacia Barcelos y daban un salto hasta el monasterio de Tibães, un hermoso complejo con claustros y jardines construidos en el siglo xi. El objetivo declarado era llevarlos a tomar aire puro y a desentumecer las piernas, pero algunos maestros se reían y sugerían subrepticiamente que aquélla era más bien una artimaña para agotarlos.

Las visitas del padre Alvaro, siempre los domingos por la mañana, se convirtieron en el momento más esperado de la semana. El cura llevaba a su protegido unos cuantos dulces comprados en la pastelería Suissa y además, atento a los intereses del muchacho, algunos ejemplares del Tiro Civil, que conseguía en la papelería Cruz & Compañía, en la librería Central, o que le enviaban especialmente desde Lisboa. De ese modo, Afonso se enteró de que su querido Football Club Lisbonense había dejado de existir. Se sintió inexplicablemente huérfano e infeliz, las victorias del club alimentaban sus sueños y no podía concebir que aquellos colores que un día viera brillar tan alto en el Campo Pequeño jamás volverían a llenar un estadio.

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