José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Encontraban ambos la misma fauna, a la que se añadían los petimetres, cuando iban a pasear al Jardín Público, frente a la arcada. Allí estaba antiguamente el campo de Sancta Anna, pero el descampado había dado paso a un muro de piedra y verjas de hierro para proteger el rico jardín por donde los bracarenses se dedicaban al ocio de sus paseos. Los días de sol y calor, a Afonso le gustaba sentarse con el párroco a la sombra del gigantesco pino americano situado junto a los portones de la entrada, pero los días más grises paseaban los dos por el jardín e iban al lado, a la iglesia de los Congregados, desde donde Afonso observaba los edificios contiguos del Liceo y la Biblioteca Pública, instalados junto al antiguo convento de los Congregados del Oratorio.

La única interrupción de esta rutina se dio en Navidad, cuando el padre Álvaro fue a pasar la Nochebuena con su hermana, en Rio Maior, y se llevó al joven protegido consigo. Afonso se quedó dos semanas con la familia y, cuando llegó la hora de regresar a Braga, la separación se volvió menos difícil que la primera vez, el chico ya no temía lo desconocido y había aprendido a confiar en el sacerdote que lo había acogido.

El latín y la gramática eran materias complejas, que le provocaban a Afonso los mayores bostezos y le producían momentos de profundo tedio, pero no había alternativa y concluyó que, si tenía que memorizar realmente todo aquello, memorizar sin comprender nada, mejor memorizarlo rápido, aprender deprisa lo que tenía que aprender para librarse cuanto antes de aquellas materias densas e impenetrables. Con estos estudios, los instantes más interesantes del día acababan siendo los de las comidas y la catequesis, y el momento cumbre de la semana era sin duda el de las escapadas los sábados a Cruz & Compañía, la papelería de la Rua Nova de Sousa, donde consultaba con avidez la página deportiva del Commèrcio do Porto, con sus raras noticias sobre los matches del Football Club de Oporto, del Boavista Football Club y del Real Vela Club en el terreno del Oporto Cricket and Lawn-Tennis Club, y algunos ejemplares que aparecían por allí de ediciones muy atrasadas de la revista Tiro Civil, que no dejaba de ensalzar las hazañas de su querido Club Lisbonense, aunque escaseasen las informaciones actualizadas.

El invierno fue duro, y Afonso descubrió que el frío del Miño era mucho más riguroso que el de Ribatejo. Después de noches limpias y heladas, encontraba por la mañana el suelo y las plantas brillando con gotas de agua condensada, la del rocío que se formaba a nivel del suelo. En las madrugadas en que los termómetros descendían por debajo de cero, al nacer el día vio las piedras, hierbas y hojas pintadas de blanco. Pensó inicialmente que era la famosa nieve de la que tanto le había hablado el padre Álvaro, pero, cuando interrogó al párroco sobre el asunto, éste meneó la cabeza.

– No es nieve, hijo -afirmó-. Es escarcha.

La escarcha era visible por todas partes, se formaba un encaje de cristales de hielo en la parte exterior de los vidrios de las ventanas, o sobresaliendo, albos y brillantes, de las ramas y las puntas de las hojas y las hierbas, en delicadas y hermosas estructuras geométricas. La calzada cubierta por el manto de cristales blancos y relucientes se volvía peligrosamente escurridiza y muchas plantas morían cuando las tocaba esta humedad congelada. Más tarde, Afonso supo que la escarcha también era conocida como helada, muy común en todo el Miño durante el invierno.

El frío invitaba a Afonso a quedarse en casa, junto a la chimenea. Como no tenía nada que hacer, además de las tres horas diarias de clase y catequesis que le impartía el padre Álvaro, se dedicó a la lectura. La mayor parte de los libros que se encontraban en la casa del párroco eran de naturaleza religiosa, y el joven se sumergió en la lectura de un ejemplar ricamente ilustrado de la Biblia. Afonso se sintió vivamente impresionado con el tema de la ayuda de Jesús a los pobres, con los cuales, como es natural, se identificaba, y poco a poco dejó de considerar los versos de las oraciones como una mera sucesión de palabras ritmadas de sentido incomprensible y se puso a meditar sobre lo que querían realmente decir. Su aprendizaje de la catequesis dejó de ser meramente pasiva. Le planteaba al sacerdote dudas que lo asaltaban, cuestiones que reflejaban su creciente y genuina curiosidad sobre el asunto. Comenzó incluso a enfrentarse con problemas que, para un chico de trece años, revelaban ya alguna inesperada profundidad psicológica, resultantes de su perplejidad en torno a la cuestión de la omnipotencia de Dios. Pues si Dios era omnipotente, discurría Afonso, ¿cómo podría El dejar que existiese el mal en el mundo? Y si el hombre había sido hecho a imagen de Dios, ¿eso no significaría que en Dios había maldad, dado que el hombre era capaz de ella? El padre Álvaro iba encontrando respuestas para estas preguntas, subrayando que Dios quería que el hombre construyese su propio camino de rechazo de la maldad y que sólo podía hacerlo si el mal existía. A fin de cuentas, ¿cuál es el mérito de ser bondadoso si no hay alternativas? La bondad sólo tiene valor si significa el rechazo de la maldad, argumentaba el párroco. Si Dios elimina el mal, entonces el hombre será bondadoso por voluntad ajena, no por propia voluntad. Afonso meditaba sobre estas respuestas y planteaba nuevos problemas. La lectura de los fragmentos del Nuevo Testamento en que Jesús es retratado curando a los enfermos lo llevó a interrogarse sobre si ése sería realmente un bien. Si Jesús curaba a unos enfermos, ¿por qué no habría de curar a todos? Y si Jesús resucitaba a Lázaro, ¿por qué no habría de resucitar a todos los muertos? ¿Por qué discriminarlos? Y si nadie tuviese enfermedades, nadie moriría. ¿Sería eso realmente bueno? ¿No sería la muerte de unos la condición necesaria para la vida de otros?

Al llegar el verano de 1904, el padre Álvaro se dio cuenta de que comenzaban a faltarle respuestas y consideró que su pupilo, con catorce años recién cumplidos, ya estaba en condiciones de entrar en el seminario mayor. Una agradable mañana de julio, después de pasar por la Rua Nova de Sousa para tomar un café en A Brazileira, recién inaugurada, el sacerdote lo llevó a ver a su amigo don Joao Basilio Crisóstomo, vicerrector del Seminario Conciliar de San Pedro y San Pablo. Era el único seminario de Braga y estaba situado en una apacible plaza junto a la Porta de São Thiago, en el sector sur de las antiguas murallas de la ciudad. Al llegar a la plaza, Afonso se detuvo frente al seminario, un edificio blanco y alto, y miró el monumento que había a la izquierda, casi pegado al seminario: se trataba de Nossa Senhora da Torre, la alta torre medieval que coronaba la Porta de Sao Thiago. Adornaba la plaza, con árboles en abundancia, una fuente con una cruz arzobispal en el extremo, símbolo que marcaba todos los monumentos que había hecho construir el arzobispo. También había un templete y otra pequeña construcción cilíndrica en la esquina.

– Es un urinario público -aclaró el sacerdote, que respondió a la mirada inquisitiva de su protegido-. ¿Necesitas ir?

El chico meneó la cabeza y prosiguieron en dirección a la puerta. Subieron ambos la corta escalinata empedrada del acceso, cuyas paredes estaban decoradas con azulejos azules que reproducían tiestos con flores y dibujos geométricos azules, blancos y amarillos, y atravesaron los claustros internos, la mirada atraída por las austeras columnas de piedra que rodeaban un pequeño jardín interior. Los pasos retumbaban ruidosamente en el suelo de piedra, quebrando la placidez que llenaba los pasillos, y el aire se revelaba impregnado de un aroma indefinido, límpido y suave. Subieron al primer piso y fueron hasta el despacho del vicerrector. Don Crisòstomo los recibió con una sonrisa beatífica.

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