José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¿Sabes leer?

– Claro que sí, señora. Me enseñó el profesor Ferreira.

– ¿Y hacer cuentas?

– También, señora.

Ella lo examinó de arriba abajo y descubrió sus rodillas heridas, con algunas costras que le cruzaban la piel. ¿Sería un pendenciero?

– Oye, muchacho -le dijo, señalando sus rodillas desolladas-, ¿cómo te has hecho eso?

– Jugando a la pelota.

– ¿Juegas a la pelota?

– A veces. Me gusta dar unos kicks y meter goal.

A la propietaria, doña Isilda Pereira, le cayó bien y lo contrató. Corría el año 1902 cuando Afonso, con doce años, entró en la Casa Pereira y fue acogido bajo el ala protectora de doña Isilda, que le dio almuerzo, merienda y ropa nueva, además de un puñado de réis para que los llevase a su casa. Aquí saboreó por primera vez filloas, verdaderas delicias fritas que la propietaria preparaba según una vieja receta de familia, entonando el tradicional «San Vicente, pan creciente» siempre que acababa de batir la mezcla, lo que lo divertía muchísimo. Fue también allí donde comenzó a usar zapatos, una exigencia de la patrona, que juzgaba poco aconsejable que en la tienda trabajase un empleado descalzo.

Doña Isilda enviudó pronto y se quedó sola a cargo de la educación de una hija, Carolina, una chica de once años, pelirroja y con la cara pecosa, que era atrevida y arisca. No hizo falta esperar mucho tiempo para que la chiquilla comenzase a jugar con Afonso, al fin y al cabo sólo se llevaban un año. El muchacho reaccionó inicialmente con reserva, no estaba habituado a relacionarse con chicas. No asistían a su colegio y nunca había hablado con ninguna de su edad; se limitaba a mirarlas desde la distancia en la misa del domingo. Afonso comenzó, por ello, a retraerse, tímido y desconcertado, pero ella insistió y él, ardiendo de curiosidad, fue tomando confianza poco a poco, como quien no quiere la cosa. Carolina lo ayudaba en sus tareas en la tienda y Afonso le correspondía en las horas libres, prestándose a hacer el papel de marido o de médico, según los juegos. Jugar a los papás y a las mamás sustituyó temporalmente los partidos de football y los condujeron a un flirteo aún inocente, con intercambio de miradas y misivas cómplices detrás del mostrador o en el almacén de la Casa Pereira. Se besaron una vez a oscuras, en un rincón apartado de la tienda, bajo las escaleras, pero cuando se encontraron fuera se sintieron avergonzados, apenas pudieron mirarse, lo que habían hecho era pecado mortal. De entonces en adelante, preferían mantenerse jugando en la ambigüedad de sus ficciones, estaban casados de mentira, pero íntimamente fantaseaban con que todo iba en serio.

Doña Isilda era una señora educada, incluso hablaba francés y entendía algo del latín de las misas, pero se revelaba igualmente atenta a las cosas de la vida y, mujer experimentada, percibió el acercamiento entre su hija y el joven empleado. Simpatizaba con Afonso, no había duda, pero no le hicieron mucha gracia los juegos que compartían y decidió tomar medidas, no quisiese el diablo que Carolina, muchacha evidentemente obstinada como su difunto padre, insistiera con aquel chaval. No eran raros en aquella época los matrimonios de adolescentes, la historia de los padres de Afonso lo demostraba, y doña Isilda no quería un yerno pelagatos y mucho menos verse tan pronto con un nieto en brazos.

La opción más sencilla sería despedir de inmediato al chaval, pero doña Isilda conocía a su hija y su irritante gusto por el fruto prohibido, así que, mujer avisada y conocedora de estas cosas de la naturaleza humana, sospechó que, en un lugar pequeño como Rio Maior, no sería difícil para ambos seguir encontrándose a escondidas, había abundantes historias de noviazgos prohibidos que acababan con el enlace no deseado. Eran necesarias, por tanto, medidas más drásticas, aunque la sutileza fuese igualmente esencial.

Después de mucho pensar, la madre de Carolina se puso en marcha y fue a hablar con los padres de Afonso. Se presentó en Carrachana ante la señora Mariana, embarazada, nunca en la vida había entrado dama tan distinguida en aquella humilde casa. La anfitriona se deshizo en cortesías, corriendo de aquí para allá, yendo a buscar una cosa y después alguna otra, llegando hasta la trasera para llamar a gritos a su marido; entre aquellas cuatro paredes se armó un alboroto antes jamás visto.

– Ay, señora, estoy tan nerviosa -gimió Mariana, frotándose las manos mojadas en el delantal inmundo, con sus dedos gordos nerviosamente inquietos-. Válgame Dios, al menos podría haber avisado. -Miró a su alrededor, asustada por lo que doña Isilda podría pensar sobre el aspecto de la sala-. Una señora tan fina, Jesús, de visita en nuestra modesta casa… Una se queda sin saber qué hacer, ¿no?

– Oh, no se preocupe, no se preocupe, todo está muy bien.

Isilda se esforzó por ignorar el olor a estiércol que apestaba aquel miserable cuchitril, e intentó mantener un semblante tranquilo, sereno, plácido. Pero, al ver el antro del que había salido Afonso, más se afirmó en su determinación de alejar al muchacho de su hija, era totalmente absurdo que el noviazgo continuase, deseaba para Carolina mucho más que aquello. Al mismo tiempo, no perdía la conciencia de que tendría que jugar bien sus cartas, la diplomacia inteligente sería mucho más productiva que la fuerza bruta.

La señora Mariana le señaló un sillón a doña Isilda, era el mejor lugar de la casa, propiedad exclusiva del señor Rafael.

– Siéntese, señora, haga como si estuviera en su casa.

Isilda miró de reojo el sillón y sintió que una arcada le invadía la boca al observar las manchas de grasa que lo salpicaban, pero reprimió el asco e hizo el esfuerzo de sentarse.

– Ay, qué casa más bonita tiene, señora Mariana. Es realmente un encanto.

La madre de Afonso se sonrojó, justamente ella, que siempre mostraba unas mejillas muy rosadas.

– Oh, señora, no tiene nada de especial, es una casa muy humilde, muy modesta, una casita con lo elemental para vivir. Nosotros somos gente pobre, ¿sabe? -Alzó las cejas y se relajó con una sonrisa-. Pobre, pero honrada.

– Sin duda, señora Mariana. Sin duda.

El señor Rafael entró en la sala con los brazos sucios de barro maloliente, había estado en la pocilga clavando unas maderas de la cerca. No le gustó ver a la visitante sentada en su sillón favorito, pero ocultó su malestar. Saludó secamente a doña Isilda y se sentó en un banco.

– ¿A qué debemos el honor de su visita, señora? -preguntó yendo directo al grano.

Isilda respiró hondo. Tendría que ser astuta para convencerlos de lo que pensaba.

– Bien, como sabéis, Afonso trabaja en mi tienda.

– ¿Ha hecho algo malo ese pillo? -interrumpió Rafael, desconfiado y con el semblante ceñudo.

– No, no -exclamó Isilda-. Por el contrario, el muchacho es una joya, todos lo apreciamos mucho. En realidad, me cae tan bien que me daría pena perderlo como empleado de mi tienda.

Rafael y Mariana la miraron sin entender.

– Pero, señora, para nosotros es un orgullo que él trabaje en su tienda -aseguró el señor Rafael.

– Y a mí me enorgullece que él trabaje allí -repuso Isilda, arreglándose el pelo-. Pienso, sin embargo, que debería continuar sus estudios para ampliar sus horizontes, llegar más lejos en la vida.

– Ah, señora, eso nos gustaría a nosotros también -replicó Mariana-. Pero, ya sabe lo que pasa, no tenemos bienes, somos gente pobre y necesitamos toda la ayuda que sea posible conseguir. Y que Afonso esté en su tienda es una bendición para esta casa, ¡una bendición!

– Y es una bendición para mí, créame -insistió Isilda-. Pero sería realmente bueno que él prosiguiese sus estudios. Comprendo muy bien lo que me dice, comprendo que no tiene dinero para un proyecto semejante, y por eso quería proponerles algo.

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