Los Chevallier fueron a dormir esa noche al hotel Scribe, pero Paul tomó el recaudo de comprar una guía de la Exposición, no quería que lo sorprendieran con más novedades ni correr el riesgo de perderlas por no saber que existían. La guía explicaba que había diversas experiencias cinematográficas en exhibición en el Champ-de-Mars, con un total de diecisiete locales de proyección y doce pabellones. Estaba el Panorama, el Phonorama, el Photorama, el Théatroscope, el Phono-Cinéma-Théatre, el Cinématographe Algérien, el Cinéorama y el Cinématographe Lumière.
– Entonces, ¿qué quieren ver? -preguntó Paul, sentado en un canapé junto a la recepción del hotel, rodeado por su familia.
– Queremos verlo todo -exclamó Claudette, que fue ruidosamente apoyada por sus hermanos.
– Eso no puede ser, no podemos verlo todo -replicó el padre, meneando la cabeza-. Sólo nos queda un día y tenemos que elegir bien.
– ¡Ooohhh!
– ¿Por qué no le preguntamos al concierge ? -sugirió Michelle.
Paul se dirigió al mostrador del hotel y le preguntó al joven cuál era el mejor espectáculo de imágenes animadas. El empleado no vaciló.
– Son todos diferentes -dijo-. Pero tenemos varios clientes que han ido a ver el Cinématographe Lumière y han vuelto maravillados de allí.
– ¿El Cinématographe Lumière? ¿Y dónde está?
– En la Exposición, m'sieur. En el pabellón Machines.
Decidieron seguir la sugerencia y subieron a las habitaciones. Antes de acostarse, Agnès se acercó a la ventana de la habitación y se quedó admirando la silueta colorida de la Torre Eiffel, su estructura de hierro enteramente cubierta por una maraña de lámparas. La electricidad había llegado y cubría el Champ-de-Mars de luz, la torre brillaba en toda su extensión y emitías tres poderosos focos desde el extremo en dirección a varios puntos de la ciudad.
– Cualquier día tendremos electricidad dentro de casa, ya verás -dijo con un suspiro Claudette, sentada frente a la ventana al lado de Agnès.
A la mañana siguiente, volvieron en métropolitain al Trocadero, pagaron las entradas de dos francos y entraron en el recinto. Habían decidido ir al Palais de l'Optique, se decía que desde allí se podía ver la lune à un metre, que era algo fantástico, único, que se viajaba en telescopio. Agnès quería secretamente comprobar que, si lograban ver hadas en el cielo, decididamente no había que perderse aquel pabellón. Después de cruzar Pont d'Iena, giraron a la derecha, pasaron por el Cinéorama y se detuvieron frente al Palais de l'Optique, un edificio orientado de norte a sur siguiendo rigurosamente el meridiano, una gran media cúpula en el centro de la fachada, los doce signos del zodiaco incrustados en el extremo, columnas persas que resguardaban la entrada, las paredes exteriores decoradas con medidores de tiempo; se veían relojes solares, relojes de arena y clepsidras, otras dos medias cúpulas en las puntas, más pequeñas, ornadas con bajorrelieves que mostraban símbolos astronómicos. Los Chevallier subieron la escalinata de la entrada principal y accedieron a la gran galería central del edificio, bañada por la luz difusa de los cristales coloridos de la media cúpula principal. Entraron en la Galérie du Télescope y se maravillaron ante el largo tubo de la luneta gigante, eran sesenta metros de telescopio soportados por sucesivas columnas apoyadas en el suelo.
– Es el mayor del mundo -susurró Paul a los niños después de leer el placard con la información.
Subieron al balcón y lo miraron respetuosamente. El largo telescopio estaba en posición horizontal y apuntaba a un siderostato de Foucault, un gran espejo, con dos metros de diámetro, ligeramente inclinado hacia arriba, de tal modo que reflejaba los astros en la lente del telescopio.
Salieron contentos del Palais de l'Optique hablando de Jules Verne, mientras Paul contaba la iniciativa del Gun-Club descrita en De la terre à la lune y en Autour de la lune ; los libros ya tenían treinta años largos, pero, mon Dieu!, qué actuales seguían siendo.
– Pero, papá, ¿es realmente posible ir a la Luna? -preguntó Agnès.
– Monsieur Verne dice que sí, y la verdad es que se está desarrollando de tal modo la artillería que un día tal vez haya un cañón capaz de lanzar una bala hasta la Luna. ¿Por qué no?
– ¿ Con personas dentro?
– Sí, pero será complicado. El principal problema es amortiguar el tiro, hacer que el impacto inicial no sea muy fuerte dentro de la bala. Eso tal vez sea posible a través de un sistema de muelles. Después hay que afinar bien la puntería, no se puede apuntar directamente a la Luna, serán necesarios muchos cálculos matemáticos para hacer que la bala y la Luna se encuentren en el mismo sitio al mismo tiempo.
– ¿Y qué comen ellos dentro de la bala? -intervino Michelle, curiosa por entender cuál era la forma de impedir que la comida se estropease durante el viaje.
– Oh, eso es sencillo. Sería necesario llevar gallinas y pavos, que se irían matando según las necesidades.
– Entonces, si eso es posible, ¿por qué no vamos? -quiso saber Agnès.
– Porque no existe aún un cañón con esa potencia ni una bala concebida para ese propósito -explicó Paul, acariciándole el pelo rizado-. Además, querida, hay que considerar otros problemas. ¿Sabéis?, tal vez se pueda llegar a la Luna, pero volver ya es más difícil, no hay allí cañones capaces de lanzar la bala hacia la Tierra.
Se enredaron así los seis conversando, divagando, soñadores. Rodearon distraídamente el Touring Club y el lago y, casi rozando un pilar de la Torre Eiffel, entraron en la gran alameda del Champ-de-Mars, pasaron de largo los kiosques à la musique, admiraron superficialmente las rosas, los tulipanes, las magnolias, las violetas y las margaritas que coloreaban los jardines y no se callaron hasta desembocar en el Palais de l'Electricité, una magnífica estructura de acero retorcido y arqueado, con un armazón cubierto de cristales, que mostraba entrañas de hierro, espejos, columnas, arcos, curvas, arabescos, todo concentrado en una arquitectura que se había transformado en un festín de metal, en una orgía de hierros, de cúpulas acristala- das, de fachadas vistosas, envueltas en garridas banderas tricolores. Subieron al primer piso y se asombraron frente a los tubos de Geissler que se iluminaban, frente a los radiadores que emitían un calor sin leña, frente a las campanillas que sonaban sin cuerda, las lámparas incandescentes que derramaban luz sin velas, los théatrophones, los télégraphones, los teléfonos incripteurs que registraban mensajes, los trenes en miniatura que circulaban en carriles minúsculos. En realidad, todo aquello se revelaba como un extraño y desconcertante concierto eléctrico caóticamente dirigido por un maestro invisible y confuso.
El espectáculo del Cinématographe Lumière estaba a punto de empezar y los seis se dirigieron deprisa a la Salle des Fetes, una enorme estructura metálica construida circularmente en el centro de la monumental Galérie des Machines, un pabellón de hierro construido para la Exposición de 1889 con el propósito de celebrar el triunfo de la industria y de la técnica y ahora considerado demodé. Cuando llegaron al local, comprimido entre el Palais de l'Électricité y la Avenue de la Motte-Picquet, los Chevallier se encontraron con una enorme multitud que confluía para el mismo espectáculo, de modo que tuvieron que ha- cer cola para entrar en la galería. La Machines era una gigantesca estructura de hierro y cristal con más de cuatrocientos metros de largo, el portón y la bóveda en arco, un espacio colosal en el interior. Un cartel anunciaba el estreno del primer Cinématographe Lumière gigante y miles de personas se dirigían a la galería para asistir al acontecimiento.
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