José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¿Florence Nightingale? -se sorprendió una vez madame Chenu, una amiga de la madre, cuando la oyó citar a su heroína-. Vaya, vaya, si te gusta tanto ayudar a los demás, deberías seguir los pasos del gran héroe de Lille.

– ¿Lydéric? -se interrogó Agnès, vacilante.

Madame Chenu se rio.

– ¿Lydéric? No, ma petite, ése ya pasó. Estoy hablando de nuestro Pasteur, el gran Pasteur, que Dios lo tenga en su gloria. Ese sí que es un ejemplo que debe ser imitado.

Fue la primera vez que Agnès oyó hablar del héroe de la ciudad, recientemente fallecido. Louis Pasteur era oriundo de la región y fue en Lille donde desarrolló las investigaciones que lo hicieron famoso. Descubrió el papel de los microorganismos en la fermentación y propuso la «pasteurización» para combatir ese proceso. Más importante aún, inventó las vacunas y demostró la importancia de la higiene en los hospitales como modo de controlar la alta tasa de mortalidad entre los enfermos ingresados. Todo ese trabajo, desarrollado sobre todo en la década anterior, atrajo una enorme atención sobre este científico francés, convirtiéndolo en el más famoso hijo de Lille y en el orgullo de la ciudad.

Con la vaga idea de la medicina en la mente, Agnès comenzó a frecuentar a los nueve años el instituto católico para niñas. Delgada como un palillo, una sonrisa luminosa y los rasgos del rostro bien dibujados, la pequeña pronto se sumergió en la multitud homogénea de las niñas con bata. El primer día llevó a Mignonne a clase, pero la profesora, una monja austera y áspera, le dejó claro de entrada que no le gustaba la idea. En medio de una lección, la hermana Pezard se calló bruscamente y se acercó al pupitre de Agnès con actitud severa.

– ¿Qué es esto? -preguntó la monja, cogiendo la muñeca.

– Es Mignonne, soeur -informó Agnès con timidez-. Es mi amiga.

La profesora ignoró la respuesta.

– Aquí no se admiten muñecas. Usted ya tiene edad para dejarse de niñerías. -Dio media vuelta y regresó a su escritorio con Mignonne en la mano-. Venga a buscar su muñeca cuando terminen las clases y, atención, no quiero volver a verla por aquí.

Agnès le cogió un miedo terrible a la soeur Pezard, pero el incidente sirvió para hacerle entender que la infancia tendría que quedarse a la puerta del instituto. Los juegos y charlas con la muñeca de cartón y madera se reservaron así para la noche, en especial para los momentos antes de dormirse. Agnès dejó naturalmente de creer que Mignonne la escuchaba, aunque siguiera aficionada a la muñeca y hablase con ella como quien escribe en un diario: era una manera de hacer el balance del día y organizar verbalmente lo que había aprendido y todo lo que había visto. La segunda hija del matrimonio Chevallier creció vigorosa, más parecida a la abuela paterna, ya fallecida, que a su madre, con sus cabellos rubios de rizos castaños, los ojos de un verde vivo e intenso, tal vez una mezcla del azul del padre con el castaño de la madre.

La memoria que Agnès guardó de esos años fue la de una infancia extraordinaria y mágica. Al padre le encantaba hablar de París, y en especial de una torre gigantesca que habían construido por esos años, tema frecuente de las conversaciones en el Château du Vin. Los clientes de la tienda que habían asistido a la inauguración de la torre, dos años antes del nacimiento de Agnès, se dividían en cuanto a la importancia de aquella obra y exponían sus argumentos en intensas y acaloradas discusiones. Sentada en un rincón de la tienda, Agnès los escuchaba en silencio, pero con atención. Unos decían que era un monstruo, una chimenea de hierro, un disparate sin igual, un insulto a la arquitectura de Paris, incluso una amenaza a la seguridad de las personas, las leyes de la gravedad hacían evidente que ese tumor metálico se caería, inevitablemente. El sastre Aubier afirmaba además, sarcàstico, que el sitio donde más le gustaba estar cuando visitaba París era la torre, justamente porque ése era el único lugar de la ciudad donde no tendría que verla. En honor a la verdad, esa chispa de ingenio no era de su invención, Aubier había leído algo semejante en un periódico, atribuido a Guy de Maupassant, pero en las charlas con los amigos la frase producía un buen efecto y no le importaba hacerla pasar por suya.

Otros clientes, sin embargo, elogiaban con entusiasmo la monumentalidad y creatividad de la obra, que consideraban la prueba de que la ingeniería francesa era la mejor del mundo. La torre se presentó al público en la Exposición Universal de 1889, y constituyó un tributo a la industrialización de Francia y un marco para conmemorar el centenario de la Revolución francesa, al mismo tiempo que generaba un encendido debate público en los periódicos y suscitaba la oposición acérrima de arquitectos y artistas. En rigor, la obra era tan polémica que todos querían verla. Paul Chevallier, como cualquier francés que se preciase, siguió el debate a distancia, pero no pudo visitar la Exposición en su momento y ver la célebre torre para juzgar por sí mismo. Tuvo la oportunidad de hacerlo más tarde, durante los varios viajes a París a que le obligaban los compromisos profesionales para comercializar la producción vinícola. Iba siempre solo y, al regresar, no vacilaba en elogiar en casa la grandiosidad de la obra.

Por decisión de Luis Napoleón, Francia acogía una gran exposición universal todas las décadas, con intervalos que no podían exceder los doce años, de modo que el certamen siguiente en París quedó fijado para 1900. Una mañana de primavera de ese año, en el desayuno, y entre dos croissants, Paul Chevallier hizo ante su familia un anuncio solemne.

– Está decidido -dijo-. Este año vamos a la Exposición Universal de París.

Hubo en la casa gran animación. Muchas de las compañeras de Agnès del instituto irían a París con sus padres a propósito para visitar la Exposición, y los que no tenían un plan como ése se desesperaban ante la perspectiva de perderse el gran acontecimiento del año. Los hijos de Paul se pasaron semanas hablando del tema, pidiendo, implorando, amenazando, hasta llorando, hasta que finalmente consiguieron, aquella mañana, arrancar de su padre el compromiso de ir a la Exposición. No es que Paul y Michelle hiciesen un gran sacrificio, en realidad ambos se sentían igualmente ansiosos por visitar París y participar de un hecho tan especial: todos sus amigos irían y era impensable que los Chevallier fuesen menos.

La familia llegó a la Gare du Nord a última hora de una mañana de mayo. Los seis cogieron un coche rumbo al hotel, en el centro de la ciudad. En cuanto el coche empezó a andar, ascendieron por una loma y vieron la silueta esbelta de la Torre Eiffel alzarse en el horizonte, un «oh» excitado y admirativo reverberó entre los niños: ya habían visto la imagen de la polémica torre en los periódicos y en postales de la Exposición de 1889, pero verla así, en vivo, era algo único y fascinante, qué construcción tan extraordinaria y maravillosa, toda hierro e ingenio, el verdadero triunfo de la industria. En la planicie parisiense, sólo el bulto blanco del Sacré Coeur parecía desafiar a aquel gigante de hierro, pero la catedral de Dios perdía en la comparación con la basílica de Eiffel, sin duda era esta torre un indicio de la arrogancia del hombre en su crecimiento hacia los dominios celestes, la señal inequívoca de la superioridad de la ciencia sobre la superstición, la prueba final del dominio de la luz sobre las tinieblas oscurantistas.

– Tiene trescientos metros de altura -comentó con orgullo el cochero-. Es la construcción más alta del mundo, mayor que las pirámides de Egipto.

Se instalaron en el hotel Scribe y, sin perder tiempo, cogieron en Châtelet el chemin de fer metropolitain en dirección a la Place d'Italie, todo en medio de una gran excitación. No imaginaban que fuese posible andar en un tren bajo tierra, qué maravilla, qué prodigio; en la Place d'Italie cogieron otro metropolitain y fueron a dar a la Place du Trocadero, la estación de la Exposición Universal. Desde allí se dirigieron a uno de los guichets de acceso al recinto y Paul sacó la cartera.

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