José Santos - La Amante Francesa
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Se apearon y alzaron la cabeza, observando la enorme torre de hierro que escalaba el cielo frente a ellos.
– On y va? -preguntó Paul, desafiando a la familia a subir a lo alto de la torre.
– ¡Sí, vamos! -gritó el pequeño Gaston con entusiasmo, que daba saltitos de excitación.
– Ouuuiiii! -asintió François.
Las niñas y su madre se miraron, recelosas.
– ¿No será peligroso? -preguntó Agnès, que se acordó de las conversaciones en la tienda de su padre, sobre todo del argumento según el cual la torre estaba condenada a caerse por desafiar las leyes de la gravedad.
– Qué disparate, niñas -protestó Paul-. ¿Hemos venido a París y no vamos a subir a la torre? Para colmo, podemos ir en ascensor, es algo muy moderno, ya veréis.
Agnès siguió vacilante, con miedo a subir a semejante altura, pero, movida por la curiosidad, se unió al grupo: al fin y al cabo, era una aventura que compartiría más tarde con sus compañeras del instituto, si no subiese, se burlarían de ella todo el año. Los Chevallier se colocaron en la larga cola para subir a lo más alto de la torre. Cuando les llegó el turno, entraron en una gran caja acristalada. Se cerraron las puertas, la caja dio un tumbo, se estremeció y, ante la gran admiración de todos, comenzó a subir lentamente. Michelle se puso nerviosa y se tapó los ojos, pero su marido y sus hijos se mostraban excitadísimos, el ascensor se había inventado hacía pocos años y su instalación en la torre probaba que allí se había concentrado toda la tecnología punta. Subieron al primer piso, visitaron la sala de espectáculos, pasaron por los dos restaurantes y por el bar angloamericano, fueron a apreciar la vista y después se reunieron nuevamente en la cola del ascensor.
– Esta torre es una ciudad -comentó Paul, fascinado-. Una verdadera ciudad. ¿Habéis visto que allí hay también una tienda de tabacos y una de fotografías?
Se elevaron hasta el segundo piso, asombrados porque allí también había tiendas, un bar y una imprenta donde se imprimía una edición especial de Le Figaro. Dieron un nuevo paseo para observar París y se colocaron una vez más en la cola del ascensor para subir al tercer y último piso.
– Me parece que esta vez no subo -dijo Michelle, que cogió de la mano a Gaston y François.
– ¿Y por qué? -se sorprendió Paul.
– Es muy alto, me da miedo.
– A mí también me da miedo, papá -añadió Agnès.
– Pero ¿qué es lo que os da miedo, mon Dieu ?
– Dicen que esto puede caerse.
– Pero ¡qué manía! Si se cae, ya estamos aquí, da igual que estemos en el segundo o en el tercer piso, es lo mismo. Además, ¿no queréis ir a visitar el sitio más alto del mundo?
– ¡Yo quiero ir, yo quiero ir! -gritaron Gaston y François a coro, sin parar de dar saltos.
Era una idea tentadora la de visitar la cúspide del mayor edificio del mundo y, a duras penas, Agnès se dejó convencer. A pesar de las vacilaciones, se armó de valor y fue a la cola con su madre y su hermana, la madre se quedó en el segundo piso con los dos hermanos, ellos llorando por quedarse atrás, Michelle diciéndoles que eran demasiado pequeños para aquellas alturas. Paul y las dos hijas entraron en el ascensor, Agnès cerró los ojos mientras subía la enorme caja, sólo los abrió cuando estuvo arriba para ver, recelosa y maravillada, la ciudad que se extendía a sus pies más allá de los cristales de protección, el Sena serpenteando lánguidamente con sus barcos de vapor o de vela, el Arco de Triunfo transformado a la distancia en un monumento minúsculo en el centro convergente de la Place de l'Etoile, el Sacré Coeur al fondo, Nôtre-Dame y el Louvre del otro lado; el Panteón, más alejado. Vista desde lo alto, París se asemejaba a una ciudad de juguete, una maraña de miniaturas que eran verdaderas réplicas de originales famosos, todo parecía cerca, de una sola mirada se veía el Bois de Boulogne y el Jardin des Tuileries, las personas no eran más que puntitos que se deslizaban por las aceras y se aglomeraban como un hormiguero por todo el Champ-de-Mars, el Trocadero, el Quai d'Orsay, los Invalides. La rueda gigante de la Grande Roue girando más allá de la Avenue de Suffren con sus vagones que se alzaban despacio, perezosamente, casi hasta los cien metros de altura, «qué miedo debe dar estar ahí arriba», comentó Agnès con mirada de espanto, ella también aquí arriba, pero en suelo firme, no en la desconcertante ondulación de la rueda gigante.
Esa noche fueron a cenar al restaurante Kammerzell, en cuyas paredes se anunciaban los sorprendentes espectáculos de Ballon Cinéorama. Hacía ya seis años que se hablaba de una importante innovación, la de las fotografías animadas, y esa novedad constituía uno de los platos fuertes de la Exposición Universal. Paul leyó en un folleto distribuido en el Kammerzell que las había inventado un «electricista» estadounidense llamado Thomas Edison, quien bautizó su sistema con el nombre de «kinetoscope». Decía el folleto que Étienne Marey hizo la primera demostración en Francia, y ese mismo año proyectó un film chronophotographique en la Academia de las Ciencias. A Agnès todo eso le pareció extraño y comentó que era imposible, las fotografías no podían moverse, y todos coincidieron con ella; sin embargo, los carteles en el restaurante y el folleto aseguraban lo contrario. A pesar de haber ido ya a París en años anteriores, Paul aún ignoraba aquella novedad y decidió informarse con el camarero cuando éste se acercó con la bandeja cargada de choucroute y cerveza.
– Sí, las fotografías se mueven, se vuelven vivas -aseguró el garçon, divertido ante la admiración de los provinciaux -. El primer Kinetoscope Parlor abrió hace seis años en el Boulevard Poissonière; pagué veinticinco céntimos para verlo.
– ¿Y eso se llama kinetoscope ?
– Hay muchos nombres y muchos sistemas diferentes -señaló el camarero, visiblemente un connaisseur entusiasta-. Existe el kinetoscope, que fue el primero, pero también el stroboscopique, el praxinoscope, el pantoptikon, el eidoloscope, el photozootrope, el cinématographe, el phototachygraphe, el théatrographe, el animato graphe, el chronophotographe; en fin, una serie de cosas nuevas que nos muestran las fotografías en movimiento.
– ¿Eso se ve en el Boulevard Poissonière?
– Sí, pero hay otros sitios y cosas mucho mejores que el Kinetoscope Parlor.
– ¿Mejores?
– Claro. Por ejemplo, el cinématographe es fantástico.
– ¿El cinématographe ? ¿Dónde?
– Oh, en muchos locales. Pueden ir al café Eldorado, situado en el Boulevard de Strasbourg, al Olimpia o a las Galleries Dufayel, en el Boulevard Barbès, o a los varios cinématographes Lumière que hay por toda la ciudad. Pero, ya que están aquí, tienen la opción de ver los diversos espectáculos previstos en la Exposición.
Después de cenar, ya noche cerrada, fueron a la exposición de electricidad en el Palais de l'Electricité, una majestuosa galería dedicada a la gloria de la luz y a dominar el Champ-de-Mars en contrapunto con la Torre Eiffel. Los Chevallier se acercaron, encantados, hipnotizados por el sorprendente y mágico espectáculo que tenían delante, con la mirada fija, junto con miles de personas más, en el monumento de luz, el palacio literalmente se había encendido, el edificio resplandecía de color, se veían cables con bombillas encendidas, estallidos de arcos de luz, la estatua del Genio de la Electricidad, blandiendo su antorcha en la cima, con una aureola brillante, rayos fulgurantes por toda la fachada, cristales coloridos entre el hierro, luces fantásticas cambiando de color, brillando, insinuando movimiento, banderas francesas orgullosamente izadas por toda la alameda y sujetas como bouquets de flores en los mástiles y balaustradas. Frente al palacio, también se había encendido el Château d'Eau, la cascada caía desde una altura de treinta metros, el agua iluminada por lámparas, que parecía flameante, dibujaba en el aire esculturas de fuego líquido, lava ardiente que se sumergía con furor en la masa oscura del lago, la fuente luminosa ante la fascinada multitud.
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