José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Desembocaron nuevamente en el Rocío. Un sol caliente de estío, que bañaba la plaza con violencia y empujaba a las personas hacia las sombras protectoras, hacía realzar los colores vistosos de las tiendas, en un agradable contraste con el azul fuerte y profundo del cielo. A Afonso le extrañó que anduviese por allí poca gente descalza, había muchas personas con zapatos circulando por la plaza, situación que le indicaba que los lisboetas eran gente rica y refinada. En vez de las gorras de Ribatejo que se había habituado a ver en Rio Maior, comprobó que en Lisboa muchos hombres usaban elegantes sombreros en la cabeza, ya chisteras, ya bombines. Además, balanceaban bastones en la mano y se ataviaban con corbatas y lazos que adornaban ropas que parecían limpias: en el pueblo, sólo el doctor Barbosa, el profesor Ferreira y pocos más tenían el hábito de presentarse tan atildados.

Aquí y allá, desentonando, un muchacho descalzo montado en una mula, era un campesino; había otro cargando un barril azul y que gritaba su pregón de «¡agua fresca!», probablemente un gallego. Un monje delgado, con sotana negra y una cuerda atada a la cintura a modo de cinturón, pasaba entre dos hombres sentados en la acera, uno con la cabeza apoyada en el regazo del otro, que le inspeccionaba el pelo: se había abierto allí el periodo de la caza a los piojos. Por el otro lado, pasaba un muchacho tirando de un cochecito de madera lleno de pan, excitando a los pavos de dos campesinos de Ribatejo. Las aves estaban en pleno alboroto en torno al cochecito y los campesinos intentaban controlarlas con los cayados. Por el Rocío circulaban caballos, muías, burros, coches y carros, se veían rebaños de cabras y vacas conducidos a los cafés y barecitos para ofrecer leche, pero lo más extraño era un pequeño vagón de tren que se asentaba sobre unos carriles y era tirado por dos caballos. Las personas subían al vagón, junto a la cooperativa A Lusitana, pagaban un billete y se sentaban en un largo banco central, esperando que el cochero iniciase la marcha.

– Es el Americano -dijo un campesino junto al Bebedero de los Cuatro Angelitos, sintiéndose casi una persona fina al lado de aquellos provincianos-. Lleva a la gente por la ciudad. Salen cada cuarto de hora, de las siete de la mañana a las siete de la tarde. Si quieren aprovechar para dar una vueltecita…

No quisieron, pensaron que era demasiado caro para sus posibilidades. Más valía ir a pie.

– ¿Vamos a ver a Ermelinda? -sugirió la señora Mariana.

– Oye, hija, calma, tenemos tiempo -exclamó Rafael-. Vamos a dar una vuelta más, anda, aún es temprano.

Salieron del Rocío y entraron por una calle sinuosa, que se inclinaba y subía, empinada, y la apariencia moderna de la ciudad se fue perdiendo, comenzó a aparecer el lado miserable, en cierto modo Lisboa se volvía casi tan indigente como Rio Maior. Se veían mendigos, hombres tumbados en el suelo que exhibían horrendas heridas para avivar la piedad de los transeúntes, además de perros, cerdos, gallinas y patos patinando en el barro. Y lo peor era toda la inmundicia, una inmundicia más inmunda que la de Carrachana, una inmundicia de letrina y olores fétidos que todo lo ensuciaba y penetraba. El señor Rafael y su familia saltaban descalzos de piedra en piedra, evitando los excrementos y los ríos de orina que se deslizaban calle abajo. Había canales para desagües abiertos al lado de las aceras y que descendían hacia el río, pero a muchos lisboetas les daba mucha pereza ir allí a depositar las deyecciones, y preferían arrojarlas en medio de la calle, lo que siempre daba menos trabajo. Aquí no se veía gente aplomada, el suelo era demasiado sucio para zapatos de alta sociedad.

– Esta ciudad está llena de mierda -farfulló el señor Rafael, que intentó limpiar en las piedras un resto de excrementos humanos que se había pegado al talón desnudo de su pie derecho.

Los excursionistas de Rio Maior siguieron obstinados por aquellas callejas estrechas e inclinadas, escudriñándolas de arriba abajo, pero un grito de «¡agua va!», seguido de porquería arrojada desde una ventana a la calle, los convenció a dar media vuelta.

– Ay, Jesús, vámonos, vámonos, si no acabaremos bañados en caca -aconsejó Mariana, con una risita nerviosa y muy atenta a las ventanas de alrededor.

Regresaron al Rocío, siempre era más seguro y no corrían el riesgo de pillar una lluvia de excrementos. No era porque no estuviesen habituados a la porquería. Lo estaban, sí, pero no a semejante abundancia de porquería. Una vez de vuelta a la gran plaza central, se encaminaron en dirección a los Restauradores. En un momento dado, se encontraban en el Largo de Camões, a mitad de camino entre las dos plazas y al lado de la grandiosa estación de trenes por la que habían llegado, cuando apareció enfrente un extraño y ruidoso coche circulando sin ayuda de animales y soltando una vaharada sucia y maloliente. Se quedaron todos paralizados y estupefactos mirando, menos Afonso, que se asustó y fue a refugiarse entre las anchas faldas de su madre. A decir verdad, ésta no era una reacción necesariamente provinciana, dado que, en aquel instante, los propios lisboetas se detuvieron en las aceras y asomaron por las puertas y ventanas de la imponente estación del Rocío, del café Suisso, del café Martinho, de la aseguradora Equitativa de Portugal y Colonias, y de las residencias de alrededor para admirar aquella maravilla sin igual, aquella máquina humeante rodando aspaventosamente sobre el macadán.

– Un coche sin caballos -comentó el señor Rafael, verdaderamente sorprendido-. Ya había oído hablar de esto en el Silvestre, pero pensé que bromeaban.

El comentario sobre el coche no era disparatado. Tal como los Benz, en los que se inspiraba, aquel Panhard de dos cilindros y motor Phenix, flamante y recién importado de Francia por un conde adinerado, tenía efectivamente el diseño de un coche elegante, la rueda trasera mayor que la delantera, el asiento rojo tapizado como el de los coches ricos y garbosos. El ruidoso Panhard desapareció en una curva del Rocío, dejó una efímera estela de humo negro detrás de sí y la vida pareció volver a la normalidad. Afonso, como el resto de la familia, siguió meditando sobre aquel misterio del asustador coche sin caballos, pero muy pronto acabó distrayéndolo la novedad que representaba Lisboa. Siguieron por la Rua do Príncipe hasta los Restauradores, la enorme plaza construida pocos años antes en el lugar donde antaño estaba el jardín del Passeio Público. Subieron por la amplia y arbolada Avenida da Liberdade hasta la Rotunda; se detenían a menudo a admirar los sorprendentes postes de luz colocados a lo largo de la avenida, diferentes de las farolas de gas a las que estaban habituados.

Ya cansados y con hambre, se sentaron en un banco junto al lago de un solar arbolado en el extremo de la Rotunda, al lado de la Quinta da Torrinha. La madre repartió la merienda entre su marido y sus hijos, era pan casero y chorizo, regados con el tinto del garrafón. El señor Rafael, habituado a la informalidad rural, entabló conversación con otra familia que se había instalado también allí para merendar y, después de hacer la tradicional pregunta relacionada con un eventual paso por Rio Maior, comentó el extraordinario fenómeno del coche sin caballos.

– Esa sí que es una máquina -le dijo al extraño, dándose una palmada en el muslo.

– Es verdad. ¿Y se ha fijado en lo limpia que es?

– ¡Vaya si lo es! En vez de soltar mierda, echa humo -observó Rafael, que carraspeó, pues se dio cuenta de que eso acarreaba una posible dificultad para la agricultura-. El problema es que el humo no sirve como estiércol -hizo una mueca-, pero no importa, amigo. ¡Esa máquina es realmente una maravilla!

– ¡Y aún no ha visto nada, hombre! -repuso el otro, sonriente-. ¿Ha visto esos postes en la Rotunda y por toda la avenida?

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