José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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El primer maestro de Afonso fue el profesor Manoel Ferreira, un dinámico individuo de Leiria que había llegado hacía más de veinte años a Rio Maior, donde abrió la escuela, la única institución de enseñanza primaria para niños que había en el pueblo. El profesor Ferreira era seguidor intransigente de una disciplina rígida en las aulas y obligó a Afonso, a ejemplo de sus compañeros, a usar babi.

– Aquí no hay ricos ni pobres -le explicó a la señora Mariana cuando ésta se sorprendió ante la imposición-. En la escuela son todos iguales y por eso visten igual.

A la disciplina férrea, Manoel Ferreira añadía métodos pedagógicos innovadores y activos, como la cartilla João de Deus. El profesor estaba casado con doña María Vicência, de quien tenía once hijos, pero, a los cuarenta y cuatro años, le quedaba aún tiempo para dirigir los periódicos O Riomaiorense y, posteriormente, el Civilisação Popular, semanarios de los que era fundador, además de una imprenta. Fue Manoel Ferreira quien le enseñó a Afonso a leer, asociando letras a dibujos y sonidos, de acuerdo con las nuevas teorías de enseñanza.

La dureza de las tareas que su padre encargaba a Afonso en la labranza hizo que al pequeño le gustase ir a clase. Consideraba la escuela un lugar de descanso que le daba la oportunidad de huir del exigente trabajo en la tierra. Afonso se aplicó en los estudios, pero sobre todo en los juegos, la emoción del «corre, corre» y del «pídola», que se convirtieron en sus favoritos. El principal, sin embargo, era el football, al que solían jugar con una pelota hecha de trapos y medias viejas. Al mediodía iba a casa a comer algo y llevaba después una cesta con comida para João y Joaquim, que trabajaban en el aserradero. Los dos iban a reunirse con él a mitad de camino para recoger la cesta, y Afonso volvía después a la escuela. Al final de las clases, se perdía jugando a la pelota con sus amigos en el Largo Conselheiro João Franco, la principal plaza de Rio Maior, hasta el día en que rompió el escaparate de la farmacia Barbosa con una pelota reforzada con un revestimiento de cuero. Como todos en el pueblo se conocían, el doctor Francisco Barbosa fue a quejarse a la madre y, a partir de ese día, se acabaron los partidos de football posescolar.

La pasión del pequeño Afonso por el football le nació del único viaje que hizo en sus primeros diez años de vida. Cuando tenía seis años, meses antes de ir a la escuela por primera vez, sus padres recibieron la noticia de que la prima Ermelinda, una pariente lejana de la madre, se estaba muriendo de tuberculosis. La prima Ermelinda vivía en Lisboa y se decidió que irían a visitarla el domingo siguiente. Nunca habían ido a la capital, por lo que el viaje despertó una gran animación en la familia: en honor a la verdad, las dolencias de la prima Ermelinda sólo preocupaban a la señora Mariana; para el señor Rafael y sus hijos aquello suponía, a fin de cuentas, un apropiado pretexto para ir a visitar la gran ciudad. Corría entonces el año 1896, las ventas de toneles de vino a los almacenes habían sido excelentes y había dinero disponible para el ansiado paseo.

Se levantaron hacia las cuatro de la madrugada del domingo del 9 de agosto, se pusieron la mejor ropa y rezaron a la mesa para compensar la misa dominical a la que tendrían que faltar. Afonso era, en ese momento, un chico canijo, con el pelo cas-taño lacio y ojos color chocolate que sobresalían en su tez pálida. A pesar del sueño, estaba rebosante de entusiasmo y excitación, no resistía esperar más para el gran viaje.

Los Laureano cogieron dos fardeles previamente preparados y un garrafón de tinto y se embarcaron en la línea de char-á-bancs. Pagaron quinientos réis por persona, billetes de ida y vuelta, y siguieron por la Estrada Real n.° 65 hasta Caldas da Rainha. En la estación de Caldas compraron billetes de segunda clase para el primer rápido, a mil setecientos veinte réis cada uno; a las siete y media de la mañana, el matrimonio Laureano y los tres hijos menores cogieron el tren. Pararon en sucesivas estaciones y apeaderos, primero Óbidos, después otros lugares de los que Afonso nunca había oído hablar: Bombarral, Outeiro, Ramalhal, Torres Vedras… Perdieron la cuenta, pero en Porcalhota se sintieron ya con un pie en la capital. Después siguieron Benfica, Campolide y Alcántara. Acabaron entrando en Rocio a las diez y media de la mañana.

– Ay, qué confusión, válgame Dios -se quejó Mariana, sofocada por el calor estival y aturrullada por el nervioso movimiento en la estación-. ¿Vamos a ver a Ermelinda?

– Calma, mujer, calma -repuso su marido, excitado por conocer la ciudad y nada interesado en desperdiciar el paseo en casa de una moribunda que apenas conocía-. Tenemos tiempo para tu prima, quédate tranquila. Primero vamos a dar una vuelta, anda. -Miró a su alrededor, los edificios parecían extraños, sofisticados, grandiosos, los hombres eran unos petimetres, pero sobre todo había allí mujeres de aspecto distinguido, con sombrillas en la mano y muy cuidadas, unas verdaderas flores, duquesas sin duda. Se frotó las manos, radiante-. ¡Esto promete, vaya si promete!

Todo les resultaba novedoso. El señor Rafael, compenetrado en su responsabilidad de jefe de familia, se mostraba particularmente nervioso. Para sentirse más a gusto, al interpelar a cualquier persona intentaba siempre introducir Rio Maior en la charla, era un modo de transportarlo a un lugar familiar, y comenzó a hacerlo allí mismo, en la estación.

– Oiga, amigo, ¿usted ha estado alguna vez en Rio Maior? -le preguntó a un empleado de la Compañía Real de las Vías Férreas Portuguesas.

El hombre lo miró estupefacto.

– ¿Yo? No.

– Mal hecho -replicó el señor Rafael-. Dígame, por favor, dónde queda el Terreiro do Pago.

Afonso era aún pequeño, pero el bullicio agitado de la vida ciudadana no escapó a su atención. Subieron gratis a un coche proveniente de Alverca, el cochero era un campesino que había entrado en la ciudad para llevar patatas al Campo das Cebolas, y cruzaron una plaza de dimensiones nunca vistas, tan grande que sin duda Rio Maior cabría allí entero.

– Esta es la plaza de don Pedro IV -anunció el campesino, que chasqueó con la lengua para incitar a las muías-. Era la plaza de la Inquisición, pero la gente la conoce ahora como el Rocío. Aquí llegaron a hacerse corridas de toros y a quemarse herejes, fíjense.

Una calle rodeaba la vasta plaza del Rocío, con árboles vigorosos alineados en los extremos. El suelo era un tablero de calzada a la portuguesa con un diseño de olas, bancos de jardín colocados delante de los árboles, una esbelta columna en el centro con la estatua encima de don Pedro IV, la rica fachada del teatro de doña María II al fondo, casas que rodeaban la plaza, muchas de ellas comercios: la tabaquería Mónaco, las confecciones Martis, la confitería Cardoso, más allá el café Gelo.

Deprisa, el coche dejó el Rocío atrás y se internó por la Rua Augusta, que recorrieron admirando el rico y variado comercio que la llenaba de vida: de un lado la casa dos Bordados, del otro la zapatería Lisbonense, más adelante la casa Americana; entraron finalmente en la fastuosa plaza del Comercio y el campesino detuvo el coche para que bajasen. Agradecieron el paseo gratuito y el hombre retomó su camino, dejándolos que deambulasen a su antojo por el Terreiro do Pago. Admiraron el muelle de las Columnas y los barcos ahí atracados o que se deslizaban por el río con las velas al viento, rodearon la plaza con los ojos primero atentos a la imponente estatua ecuestre de don José. «¡Mirad el caballo negro!», apuntó el señor Rafael a los niños; después miraron con un silencio respetuoso los majestuosos edificios amarillos que rodeaban geométricamente la plaza con sus profundas arcadas y galerías y los torreones en las alas perpendiculares. Finalmente se maravillaron con el Arco Triunfal y la estatua en pie en el extremo, con las manos extendidas sobre las cabezas de otras dos estatuas más bajas. No podían saberlo, pero era la Gloria coronando al Genio y al Valor, con la misteriosa leyenda Virtvtibus maiorvm por debajo, algo que no descifraron, pues no la entendían, no sabían latín, no sabían siquiera leer. Satisfechos, decidieron regresar al punto de partida por otro camino. Cruzaron la Rua do Arsenal y entraron por la Rua Áurea. Se admiraron ante los altos armarios de cristal colocados a la puerta de la joyería Cunha & Irmão, abastecedora de la Casa Real. Exhibía sus piedras preciosas, «¡esto es riqueza!». Pasaron por la guantería Gatos y se les hizo la boca agua frente al escaparate de la Maison Parisiense, la patisserie que se jactaba de sus helados «de todas las clases».

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