José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¡Cómo no habría de verlos! Son diferentes de los de Ribatejo, caramba.

– Así es -asintió el hombre-. Son lámparas eléctricas.

– ¿Qué?

– Mire, es una iluminación nocturna, sólo que, en vez de usar aceite, gas o petróleo para alimentar la llama, se usa electricidad. La lámpara eléctrica da mucha más luz, no emite calor, no libera humos ni mal olor y no provoca incendios. Una maravilla.

– ¡Cáspita!

– ¡Válgame Dios, Rafael! -se afligió la señora Mariana que, tal como los niños, estaba atenta a la conversación-. Aurinda ya me ha hablado de esa «elatrocidad» y me ha contado que oyó decir que hace mucho daño a la salud, es antinatural.

– Eso es un disparate, señora -la amonestó el hombre-. La electricidad no tiene efectos negativos y, además, posee incluso muchas aplicaciones. Dicen que, en el futuro, los americanos marcharán guiados por la electricidad, y no por caballos, y que lo mismo ocurrirá con todas las máquinas modernas. Con la energía eléctrica se harán cosas extraordinarias, impensables. Por ejemplo, el mes pasado, en Intendente, hubo una gran animación. El Real Colyseu auspició una exposición de fotografías vivas, era de no creer, todo movido por la electricidad.

– ¡Vaya por Dios! -se admiró el señor Rafael-. ¿Fotografías vivas?

– Tal como se lo estoy diciendo. Fueron a buscar un electricista extranjero a Madrid y él mostró fotografías en movimiento, veíamos a la gente andar, correr, saltar, un baile en París, trenes en marcha, un puente en la ciudad, era algo impresionante, impresionante. Son fotografías animadas por la electricidad y por eso lo llaman animatógrafo. -El hombre sonrió, con la mirada perdida en el infinito-. ¡Aaah, aquéllas sí que fueron dos horas preciosas! Cobraron un dineral por sesión, pero ¿piensa que eso le hizo perder entusiasmo a la gente? ¡En absoluto! Fue un hervidero, una verdadera carrera vendiendo entradas, todo el mundo estaba ansioso por ver las imágenes.

– ¿Y eso ya se ha acabado?

– Lamentablemente, sí -confirmó el hombre con un suspiro-. Pero he leído en el periódico que el teatro Doña Amelia va a lanzar dentro de poco sesiones diarias de fotografías animadas. El electricista se fue a Oporto, pero pretende volver a Lisboa y dicen que ahora no tendrá solamente cosas de Francia, mostrará fotografías vivas de una corrida de toros en el Campo Pequeño, de la playa de Algés, de la Avenida da Liberdade, de la Boca do Inferno, cosas con paisanos nuestros, ¿sabe? De modo que anda cada quisque inquieto por ver esas maravillas.

El señor Rafael y su familia reaccionaron con escepticismo a tan asombroso anuncio, pensaron incluso que el lisboeta estaba tomándoles el pelo. ¿Cómo era posible ver fotografías en movimiento? Pero el hombre no paraba de hablar de las novedades e informó a los ribatejanos de que, si estaban interesados en sensaciones fuertes, esa tarde habría una partida interesante de football.

– ¿Y qué es eso del «fúbol»? -preguntó Rafael Laureano, intrigado ante las modernidades de la gente de ciudad.

– Football -corrigió su interlocutor, divertido al verse explicando una palabra inglesa a un paleto-. Es un deporte inglés en el que se forman dos equipos de players y todos dan kicks en una pelota hasta meter goal.

El señor Rafael no entendió muy bien, pero se quedó lleno de curiosidad. Tal vez valía la pena ir a ver qué era eso del «fúbol», para después contar las novedades en la taberna de Silvestre. El coche sin caballos ya iba a dar que hablar, el asunto de la electricidad y de las fotografías en movimiento también, lo mismo se podía decir del fenómeno de mucha gente que usaba zapatos y andaba vestida como el doctor Barbosa, y podía ser que este otro tema alimentase una tarde más de charla, qué preciosa mina de asuntos para un palique interminable se revelaba este paseo por la capital, cómo se iba a lucir con sus amigos de copas.

– Oiga, amigo, ¿y dónde es eso?

– En el Campo Pequeño, dentro de dos horas -dijo el hombre apuntando hacia la izquierda-. ¿Ve aquella calle? Es la Avenida Fontes Pereira de Mello. Siga por allí hasta Saldanha, una gran plaza que está por ese lado, y después coja una alameda muy ancha, la Avenida Ressano García, hasta dar con una gran arena, algo que hicieron hace poco tiempo para las corridas de toros. Se tarda una media hora en llegar allí.

La señora Mariana sacudió a su marido del brazo.

– Oye, Rafael, ¿y Ermelinda?

– Ten calma, hija -replicó Rafael, algo fastidiado-. Tu prima no se irá a ningún lado, no te preocupes. Damos el paseo y después vamos a ver a la muchacha, no te aflijas.

Cuando acabaron de comer, los Laureano tomaron tranquilamente la dirección indicada. El paseo duró cuarenta minutos, hasta que los cinco se vieron frente a un enorme edificio circular de color ladrillo, lleno de arcadas y galerías, decorado con arabescos, cúpulas dobles de color azul celeste que dominaban los varios torreones de estilo neomorisco: era la plaza de toros construida en el centro de un terreno baldío. Se concentraba allí una pequeña multitud, incluidas algunas mujeres de alta sociedad con sus ricos vestidos, sombreros despampanantes y las sombrillas parisienses, rodeadas por un séquito de amigas y criados. El señor Rafael preguntó si allí estaba el Campo Pequeño y le dijeron que sí. Ante él se alzaba la plaza de toros. Se acercó a la taquilla y comprobó que la tabla de precios indicaba que las entradas más baratas eran las de la segunda galería, a doscientos réis cada una, y las más caras las de los primeros palcos, a doce mil réis. Se sintió confundido y le preguntó a un empleado.

– Oiga, amigo: ¿tantos réis para ver «fúbol»?

El empleado se rio.

– Aquí sólo hay toros, hombre. El partido es allí.

El empleado señaló los solares al lado de la plaza. Se extendía allí una parcela de tierra con dos grandes rectángulos dibujados en el suelo, que el hombre identificó como los campos de juego. Uno de los rectángulos, precisamente pegado a la plaza de toros, se mostraba bastante alisado, pero el otro estaba lleno de hoyos y baches. Al parecer, allí había siempre muchos partidos y los equipos que llegaban primero ocupaban el rectángulo más liso. Los rezagados tenían que conformarse con la parte más descuidada.

La familia de Rio Maior se acercó al rectángulo en mejor estado y no tuvo que esperar mucho para sorprenderse. Dos grupos de hombres aparecieron poco después en el lugar. Cada grupo transportaba por el solar unas enormes vigas de madera, dos más pequeñas puestas en paralelo y unidas por una gran viga situada perpendicularmente en uno de los extremos. Cruzaron el descampado hasta llegar al rectángulo más liso.

– Son los players del Real Gymnasio Club -explicó un mirón, íntimamente divertido por la reacción de los paletos que lo escuchaban-. Estos tipos son muy buenos, hasta ahora sólo han perdido una sola vez, hace tres años, contra un equipo de ingleses, y, aun así, sólo por un goal.

Agarrado a los pantalones de su padre, el pequeño Afonso retuvo en la memoria lo que sucedió a continuación. Los dos grupos tenían camisetas de colores diferentes y echaron todos a correr locamente por el campo dando puntapiés a la pelota, ante el clamor excitado de los espectadores y la vigilancia de un hombre vestido con un elegante traje y corbata de tweed que corría entre ellos dando órdenes.

– Es el referee -aclaró el mismo mirón.

Las reglas eran sencillas. Les resultó claro a los visitantes de Rio Maior que sólo los dos hombres que se encontraban entre los postes podían coger la pelota con las manos, mientras que todos los demás sólo estaban autorizados a dar puntapiés. Había algunos que eran muy rubios o pelirrojos, se trataba de ingleses mezclados en los dos equipos. A veces protestaban todos, gritaban, gesticulaban, se empujaban, el partido se detenía, entraban espectadores en el rectángulo para participar en la discusión, el jaleo crecía hasta que al fin se calmaba, los jugadores y el hombre con corbata y traje de tweed empujaban a toda la gente fuera del campo y todo se reanudaba enseguida. Alguna que otra vez, la pelota entraba en la meta, se oía un gran griterío y aplausos entre los espectadores y algunos de los jugadores saltaban de alegría y se abrazaban efusivamente.

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