José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Pasó una semana de luto por la desaparición del Club Lisbonense y sólo le reveló sus sentimientos a Américo, un seminarista regordete, de quince años, con quien había trabado amistad. Afonso incluso intentó enseñarle a jugar al football, pero los puntapiés en las piedras no convencieron al corpulento amigo, más inclinado al ocio y a la gula. Américo era oriundo de Vinhais, en Tras-os-Montes, hijo de comerciantes adinerados para quienes tener un sacerdote en la familia era un signo de distinción. Afonso se divertía mirando a Américo durante las refecciones. El pequeño de Rio Maior, habituado a los manjares frugales de su casa de Carrachana, donde una simple cabeza de pescado servía para aplacar el hambre, consideraba que los almuerzos y cenas en el refectorio eran espléndidos banquetes, pero Américo, mimado por los mejores platos tramontanos servidos en abundancia en su opulenta casa de Vinhais, sufría horriblemente con aquella dieta, que consideraba más adecuada para tuberculosos y raquíticos, y se pasaba los días suspirando por su tierra.

El curso escolar terminó deprisa. Afonso, ya con quince años, recibió un suficit en Gramática, tres cum laude, concretamente en Latín, Casuística y Retórica, y un suma cum laude en Filosofía, además de acabar con aprovatus en las disciplinas de lenguas extranjeras del padre Fachetti. En cambio, Américo, que se sentía tremendamente infeliz en el seminario, rozó el suficit y tuvo incluso dos non aprovatus en Retórica y en Casuística. Afonso fue a pasar el verano a Rio Maior y se presentó en casa henchido de orgullo, nunca había llegado nadie tan lejos en los estudios. Los primeros días se sintió extraño en la casa de Carrachana, le pareció demasiado pobre e inmunda. Se quedó asombrado porque nunca le había incomodado aquella penuria, en honor a la verdad ni siquiera una vez había reparado en ella, había nacido allí y la privación se le antojaba natural, la aceptó siempre como un hecho de la vida.

Cumplidor de sus deberes de protegido, el joven seminarista fue a la Casa Pereira a visitar a doña Isilda, que le había dado esta oportunidad de estudiar en Braga, pero, compenetrado en su papel de futuro sacerdote célibe, no insistió en ver a Carolina, detalle que llenó a la viuda de satisfacción. Doña Isilda concluyó que la estrategia de apartar al mozo de su hija estaba resultando y festejó esa victoria en privado con una copa de oporto.

Afonso impresionó a sus padres por el empeño que revelaba en las oraciones y por su comportamiento de modales recatados. Además, a veces les brindaba sorprendentes tiradas en italiano, pero también en alemán, francés o inglés, frases pomposas y grandilocuentes que sólo servían para alardear de los conocimientos que había adquirido y establecer una sutil superioridad sobre los suyos. Lo contrario, como era de esperar, no ocurría. El joven se sentía ligeramente incómodo con la postura de la familia, tal vez sus hábitos de higiene o las conversaciones, que le parecían poco elevadas, sólo se hablaba de las cosechas, de los precios del mercado, de la diarrea de la vecina, de la tacañería del señor Ferreira y de un problema en la pata de la burra. Pero lo peor eran las borracheras de su padre los domingos por la tarde, ya que el señor Rafael volvía de la taberna de Silvestre cantando a voz en cuello y caminando de manera insegura, lo que llenaba a Afonso de vergüenza.

Por eso el joven seminarista regresó con alivio a Braga para proseguir sus estudios. Su celda olía a moho, es cierto, pero estaba aseada, y la vida en el seminario revelaba lo que, para los padrones de Carrachana, se podría considerar un ambiente de abundancia y distinción. Afonso reencontró a Américo, que volvió de las vacaciones aún más gordo, y ambos se hicieron ahora inseparables. Durante el segundo año, ya no hubo clases de Filosofía y la atención se centró en las asignaturas teológicas. Afonso se sumergió en el estudio de lo divino hasta el punto de, lleno de piadosa compasión, lamentar la suerte de los que, por circunstancias de la vida que no controlaban, no habían nacido en un ambiente católico. Si el catolicismo era la verdadera fe, los herejes de los países del norte estaban condenados a las eternas llamas del Infierno. Todo, meditó el joven, porque habían nacido lamentablemente en el lugar errado. No pudo dejar de sentir cierta perplejidad ante el hecho de que los protestantes porfiasen en no ver la verdad. ¿No era obvio que, por su grandeza e historia, sólo en Roma estaba el camino de la salvación? ¿No resultaba evidente que, por su bondad y majestad, era el Santo Padre el verdadero vicario del Señor? ¿Cómo podrían esos pueblos, en su ceguera y arrogante ambición, cerrar los ojos a la evidencia? Sin hablar de los judíos, que no reconocían el Nuevo Testamento ni la palabra de Jesús, o de los mahometanos, que añadieron falsos profetas a los verdaderos. ¿Y qué decir de aquellos otros pueblos que no conocían ni el Antiguo Testamento, como los hindúes y los budistas? ¿Qué muro de ignorancia los mantenía cruelmente apartados de la salvación? Afonso se sentía orgulloso cuando conoció el papel que desempeñó la Iglesia portuguesa en la propagación de la fe en Brasil, en África, en la India, en China, en Japón y en las islas Molucas, y le dieron ganas de llegar a ser uno de esos misioneros que se hicieron confidentes del emperador en Pekín o que acompañaron a los bandeirantes [2] en la conversión de los salvajes en Brasil. La India portuguesa estaba catolizada y había ahora mucho trabajo que hacer en África. El joven seminarista comenzó a alimentar el secreto sueño de hacerse misionero y expandir la verdadera fe en lugares remotos de las Guineas, de Angola y de Mozambique, proyectos que sólo confió al padre Fachetti y a Américo.

Las clases de Teología Dogmática le permitieron penetrar de manera más satisfactoria en los insondables misterios de Dios y de la vida. Impartía la asignatura el padre Francisco Nunes, un teólogo de la Beira, inesperadamente liberal y poco ortodoxo, que había estudiado Teología en Roma y había hecho un posgrado en Filosofía en la Universidad de Heidelberg, en Alemania. Afonso aún no lo sabía, pero, como resultado de su curiosidad natural y de la forma abierta y desprejuiciada con que el maestro abordaba los problemas filosóficos, esas clases le abrirían sorprendentes ventanas al mundo. El padre Nunes era un hombre delgado y encorvado, de ojos pequeños, barba rala y habla dulce, con dos características dominantes: la primera es que emitía una especie de silbido al hablar, sobre todo al pronunciar las eses; la otra venía de su pasión por el latín, lo que lo llevaba a usar profusamente expresiones proverbiales latinas en la conversación. Afonso le hizo al maestro las mismas preguntas que le había formulado antes al padre Alvaro, como el problema del bien y del mal que está en la base de la moralidad judeocristiana. ¿Sería el bien la antítesis del mal o ambos eran dos caras de la misma moneda?

– Es verdad que, a fortiori, lo que es bueno para unos puede ser malo para otros -asintió el padre Francisco Nunes, soltando en un silbido las eses de «es», «unos», «ser» y «otros»-. Si yo te gano una partida de ajedrez, eso es bueno para mí y malo para ti. Dura lex sed lex. Muchas cosas en la vida son también así.

– Pero, si Dios es bueno, ¿por qué razón existe el mal? Si Dios es omnipotente, ¿por qué motivo no buscó un sistema diferente, un sistema en el que el resultado de la partida de ajedrez fuese bueno para ambos jugadores? -insistió Afonso, ya habituado a las eses silbadas.

– La respuesta a esa pregunta, querido Afonso, la dio hace doscientos años un filósofo alemán -replicó el profesor, que, volviéndose hacia la pizarra, escribió con tiza «Gottfried Leibniz»-. Leibniz observó ad litteram que el bien y el mal son inseparables, porque cada uno de ellos no tiene sentido sin el otro -dijo pronunciando «Laibnitsss»-. El bien sólo tiene valor si el mal es una opción, si nos dedicamos a él porque lo deseamos, no porque no tenemos alternativa. Y esa dualidad bien-mal sólo es posible porque nos enfrentamos a conceptos relacionados entre sí y cuya adopción resulta de un acto de libre voluntad. De alguna forma podemos definir el bien como un conjunto de reglas y comportamientos que producen buenos resultados para cada persona y para la comunidad en general, y el mal como reglas y comportamientos que presentan resultados negativos para el mismo universo. Está claro que, a priori, cada sociedad, o religión, puede establecer reglas y comportamientos diferentes y hasta antagónicos. Id est, ocurre a veces que una cosa que es considerada buena por unas culturas es encarada como maligna por otras, y por ello tenemos que guiarnos por la palabra de Dios tal como se ha inmortalizado en las Sagradas Escrituras. Son ellas la alma máter de nuestra moralidad, son ellas nuestra guía para definir el bien y el mal, para que establezcamos cuáles son los comportamientos y reglas que deberemos adoptar y cuáles los que deberemos rechazar. En el Génesis, la distinción del bien y del mal constituye el tercer paso dado por el hombre, y es precisamente allí donde comienza la definición de nuestra moralidad.

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