José Santos - La Amante Francesa
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Fue un viaje largo, hecho en silencio, con la mente sumida en un torbellino de pensamientos. Le preocupaba lo que iba a encontrar, la forma en que su hija reaccionaría ante su presencia y cómo él se comportaría ante la de ella. Serían extraños de la misma sangre, unidos por una única mujer, ella huérfana de madre, él viudo del amor que no había vivido, ambos víctimas de acontecimientos que no controlaban, meros juguetes en manos del destino, hojas arrojadas al viento por el soplo de una terrible y asombrosa tormenta.
Cuando el tren recorría velozmente la melancólica planicie de Flandes, Afonso sintió un deseo irresistible de reencontrarse con el pasado, de enfrentarse con los fantasmas que diariamente ensombrecían su sueño. Decidió por ello, en un ímpetu, en un arrebato, hacer escala en Aire-sur-la-Lys antes de proseguir viaje hasta Lille. Se apeó en la estación de Aire, admiró el aspecto familiar que tenían las cosas, le extrañaron los pequeños cambios, las paredes reconstruidas, las calles arregladas. Había aún muchas ruinas, pero se sentía el aroma de las cosas nuevas. Se subió a un taxi y le pidió al chauffeur que lo llevase a las antiguas trincheras del sector entre Fauquissart y Ferme du Bois. El pequeño Peugeot siguió hasta Laventie y pasó al lado del cementerio militar. Afonso le ordenó parar y fue a visitar el recinto. Consultó a un responsable y descubrió algunas tumbas que buscaba. Estaban allí la de Joaquim y la de Vicente, el Manitas, que habían muerto en Picantin Post, pero no había señales de las sepulturas del sargento Rosa, de Abel, el Canijo, y de Baltazar, el Viejo, probablemente enterrados deprisa por los alemanes en una fosa común. Las lápidas de Joaquim y de Vicente, el Manitas, igual que las restantes, estaban descuidadas; el cementerio daba sensación de abandono. Se arrodilló sobre ambas tumbas, conmovido, y rezó en memoria de los hombres a quienes había dirigido hasta el momento de su muerte.
Volvió después al taxi y prosiguió hasta Fauquissart. Reconoció la Rué Tilleloy, ahora bien arreglada, la carretera reparada, los campos verdes a un lado, dorados de trigo al otro, los árboles vigorosos y las flores garridas, el rocío reluciente en los pétalos coloridos, semejante a lágrimas frescas y cristalinas. El horizonte se llenaba de robustos chopos, plátanos, tilos, olmos, se veían perezosas vacas pastando donde antes sólo se encontraba desolación; la vida había renacido bajo los cráteres y todo se había transformado. En vez de que la despanzurrasen granadas, los instrumentos agrícolas removían ahora la tierra para plantar patatas, cereales, remolacha, avena, zanahorias. Las viejas trincheras se veían irreconocibles, tapadas por la vegetación, la naturaleza se había encargado de ocultar con plantas aquellas cicatrices abiertas en el suelo. Identificó por aproximación el lugar donde había estado situado el Picantin Post, escenario de tantas pesadillas, volvió a acordarse de Joaquim y de Vicente, el Manitas, que habían caído allí. Sintió una emoción enorme al pasar por el antiguo puesto, pero no había duda de que todo había cambiado, se había vuelto diferente, más apacible, incluso acogedor.
Bajó hasta Neuve Chapelle y fue a visitar el memorial de la guerra, en la Mairie, y la iglesia de Saint Christophe, ya reconstruida, que albergaba uno de los célebres Cristos de las trincheras, que, durante la guerra, tanto impresionaron a los soldados portugueses. Aquella estatua de Cristo en la cruz había sobrevivido a la destrucción de la iglesia; la cruz se mantuvo plantada en medio de las ruinas, a cielo abierto, la figura de Jesús prácticamente intacta, en una obstinada resistencia que había despertado la veneración respetuosa de los atemorizados soldados portugueses. Afonso se acercó también a Béthune para volver a ver el anexo donde había vivido con Agnès. La casa seguía igual, pero el anexo se había transformado en un garaje, con una de las paredes sustituida por un portón. Al ver aquel recinto donde pasó días tan intensamente felices, un dolor desgarrador le oprimió el corazón, la vieja herida volvía a abrirse. Con un nudo en la garganta y los ojos húmedos, se alejó rápidamente, la dolorosa nostalgia era un sufrimiento que no quería revivir, no con aquella intensidad.
Al ponerse el sol, cansado y abatido, doblegado por la triste melancolía de quien acaba de remover la herida aún sin cicatrizar, exhausto de reavivar la úlcera de su sufrimiento diario, pidió al taxista que lo llevase finalmente a Lille. No estaba muy lejos, ahora que los alemanes no obstruían el camino. Cuando arrancó el Peugeot, pegó la cara al cristal trasero, vio por última vez el paisaje que ensombrecía sus pesadillas, se despidió en silencio de los compañeros caídos, dijo adiós al pasado y a los recuerdos que lo afligían, vio desaparecer la vieja línea del frente en el lúgubre hilo del horizonte, bañado por los taciturnos rayos dorados del crepúsculo, y se enderezó en el asiento, sintiéndose súbitamente leve y aliviado, sereno y en paz consigo mismo.
Tal como diez años antes, entró en Lille por la Porte de Béthune y subió por la Rué d'Isly por el Boulevard Vauban hasta llegar a la Citadelle. Una vez ahí, giró a la derecha, hacia el Boulevard de la Liberté, y entró por la primera a la izquierda, por la Rué Nationale, hasta desembocar en la Grande Place. Le dijo al taxista que aguardase y fue hasta la Vieille Bourse a buscar el Château du Vin. Encontró la tienda de los vinos, pero estaba cerrada, lo que no lo sorprendió, ya que eran más de las ocho de la noche. Sin desanimarse, golpeó todas las puertas en busca de indicaciones sobre el paradero del viejo Paul Chevallier. Una señora de mediana edad le sugirió que hablase con el guardián de las tiendas y le indicó el sitio donde encontrarlo. Afonso se encontró por fin con el hombre, pero le resultó algo difícil convencerlo para que le confiase la dirección de la casa del dueño del Château du Vin, lo que sólo obtuvo después de darle un billete de diez francos.
A las nueve de la noche, el taxi se detuvo enfrente de una de las puertas de la Rué do Palais Rihour, contigua a la Grande Place. Afonso examinó la fachada, se trataba de un edificio antiguo en pleno centro de la ciudad, los balcones bien cuidados, multicolores, mignonnes, como diría Agnès. La noche estaba helada, como en los viejos tiempos, el aire húmedo crecía en nubes de vapor frente a la boca, y una niebla se cernía sobre los tejados, abrazándolos con celo. Respiró hondo y cruzó la calle. Tocó el timbre y oyó el sonido en el interior de la casa. Aguardó un instante. Sintió pasos lentos que se acercaban. Se abrió la puerta y se asomó un viejo alto y delgado, con el rostro surcado de arrugas y marcado por pómulos salientes. Tenía los ojos de un color azul cristalino; los cabellos tan blancos que parecían nieve.
– Oui? S'il vous plaît?
– Monsieur Paul Chevallier?
– C'est moi.
– Bon soir. Soy el capitán Afonso Brandão, de Portugal.
Se hizo el silencio. El viejo abrió sus ojos azules, lo miró con intensidad, abrió la boca y la cerró de nuevo, pero volvió a abrirla.
– ¿Capitán Alphonse?
Afonso sonrió con cariño, resonaba otra voz en aquel Alphonse.
– C'est moi. Finalmente.
El viejo lo miró con desconfianza.
– ¿Usted es realmente el capitán Alphonse?
– Sí, soy yo.
– ¿De Portugal?
– Sí, sí, soy yo.
El viejo parecía turbado.
– Zur alors! -exclamó-. Pero yo recibí una carta hace diez años, creo que de su madre, diciendo que usted había muerto -vaciló-. Incluso me pidió que no volviese a escribir.
Esta vez le tocó a Afonso sorprenderse. «Maldita Isilda -pensó-. No se le escapó nada. Lo previó todo esa vieja del demonio. Que arda en el Infierno.» - Monsieur -comenzó diciendo-, esa carta que le enviaron era falsa y lo hicieron para ocultarme el secreto de la existencia de mi hija. Por otra parte, no tuve acceso hasta el mes pasado a la carta que usted me mandó, hace diez años, comunicándome lo que había ocurrido, razón por la cual he venido hoy aquí.
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