José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Afonso meneó la cabeza.

– Agarré al Manitas y no lo dejé ir a ayudar al Canijo. -Una gruesa lágrima corrió por el rostro rudo de Matías-. Lo agarré con todas mis fuerzas, todas mis fuerzas, y no dejé que ayudase al Canijo, pobrecito, el Canijo, que se moría ahí, en medio de la Tilleloy, solo, solo, sin que alguien al menos le echase una mano. -Sollozó-. Sueño muchas veces con el Canijo y con el Manitas, sueño que dejo que el Manitas ayude al Canijo y que el Canijo se salva y me siento feliz… Pero después, cuando despierto…, cuando despierto veo que sólo ha sido un sueño, que el Canijo ha muerto porque no dejé que el Manitas lo ayudase. -Se sonó y se limpió la nariz-. ¡Y el Viejo, que murió estúpidamente! Si usted, capitán, viese a sus hijos, pobres, tan felices cuando les dije que Baltazar los adoraba, que sólo hablaba de ellos… Qué muerte estúpida tuvo el Viejo, capitán. Morir cuando nos retirábamos…

Afonso se fue destrozado del encuentro con Matias. La conversación actuó como una catarsis, le hizo bien, pero no estaba seguro de poder sobrevivir a otra igual. Tenía planeado desde antes ir hasta Vila Real a abrazar al mayor Mascarenhas, el viejo amigo de la Escuela del Ejército, el amigo hincha del Sporting, el hombre de la Infantería 13 que había resistido más de veinticuatro horas en Lacouture, pero la dolorosa experiencia con Matias lo disuadió, pensó que no lo soportaría y prefirió regresar discretamente a Rio Maior. Le tocaría a Carolina soportar la guerra que él llevaba en su cabeza.

Capítulo 6

Las cuentas de la casa Pereira no salían bien. Afonso se ajustó las gafas y decidió rehacer la suma de las ventas del día. Las copias de los recibos señalaban la fecha, 9 de abril de 1928. Los ojos de Afonso se fijaron en esa fecha. ¿9 de abril? Se recostó en la silla de su despacho, conmovido. Diez años. Se cumplían ese día diez años de la gran batalla. A Afonso le parecía que los trágicos acontecimientos de Flandes habían ocurrido la semana anterior. El antiguo capitán tenía ahora treinta y ocho años y aún no había logrado digerir todo lo que había pasado en su vida durante aquel fatídico año de 1918.

Miró las fotografías que tenía desparramadas por el escritorio: en una estaba él, muy elegante, con su uniforme de oficial y los ojos cargados de esperanza y sueños de gloria, un bastón en la mano y una pose imperial. Otra era una foto de familia, a su lado se encontraban Carolina y sus tres pequeños hijos, Rafael, Joaquim e Inés, cada nombre un homenaje: el mayor un tributo a su padre, el del medio a su ordenanza en Flandes y la niña en recuerdo de Agnès. Si tuviese un hijo más, pensó, lo llamaría Matías, en memoria del valiente cabo, el hermano de armas que había muerto meses después de su último encuentro, hacía más de cinco años. Alguien le dijo que Matías exhaló su último suspiro en la miserable casa de Palmeira, asfixiado, con los pulmones destruidos, una víctima tardía más de los gases de las trincheras.

Decidió esa noche beber en memoria de sus compañeros y de su amada Agnès, personas que quedaron en su carne, personas que lo acompañaban todos los días, en pensamientos, en sueños, en pesadillas. Las pesadillas eran diarias desde que regresara a Portugal. Soñaba con Joaquim, que se había quedado en el puesto de Picantin para morir. Soñaba con el sargento Rosa, abatido a su lado en una trinchera miserable. Soñaba con Baltazar, caído cuando levantaba las manos en señal de rendición. Soñaba con Matias, el gran Matias, generoso y valiente, un corazón de oro y unos pulmones hechos polvo. Y soñaba sobre todo con Agnès, la veía entrar en su casa, dialogaba con ella, hablaban sobre Freud y sobre la vida, sobre Dios y la medicina, el arte y la ciencia. Conversaban tanto en tantas noches que Afonso llegaba a preguntarse si los sueños no serían realmente una forma de mantener el contacto con el más allá, de establecer conexión con las personas que realmente contaban.

Meneó la cabeza, espantando a los fantasmas como si fuesen una nube de humo que regresase de aquel mundo ya desaparecido. Ahora, razonó, no podía seguir con fantasías, tenía que volver realmente al presente y rehacer las cuentas. Se inclinó sobre el escritorio y se sumergió de nuevo en las facturas.

Oyó un tumulto en el pasillo, la puerta del despacho se abrió con violencia y Carolina irrumpió llorando.

– ¡Afonso! ¡Afonso!

– ¿Qué ha pasado, querida?

– Mi madre… Mi madre no se encuentra bien.

Al día siguiente fue el entierro de doña Isilda, una mañana primaveral de abril. Carolina era hija única y única heredera, pero no se encontraba en condiciones de ocuparse de los papeles, tarea de la que se encargó Afonso. Se pasó dos días revisando los documentos de su suegra. Vio títulos, hipotecas y cuentas, y al final se dedicó a la carpeta con la correspondencia. Había sobre todo cartas de su hermano, de sus primos, de amigas, de vendedores, de acreedores y de abastecedores. Cuando se preparaba para cerrar la carpeta, Afonso vio, en medio de todas aquellas cartas, un pequeño sobre con su nombre. Le extrañó ver entre la correspondencia dirigida a doña Isilda una carta para él y miró el sello. Era francés. Estudió el matasellos y comprobó que el sobre venía de Lille. Abrió la boca de asombro y se quedó mirando el sobre, incrédulo, interrogándose sobre su contenido, decidiendo qué hacer. Con las manos trémulas, sacó la hoja doblada dentro del sobre y leyó el texto, redactado en francés:

Lille, 9 de diciembre de 1918.

Estimado capitán Alphonse Brandão:

Con mucho pesar debo comunicarle la muerte de mi querida hija, Agnès Chevallier, víctima de la terrible gripe española que tantas vidas está segando en toda Europa.

Desconozco si usted ya ha regresado de su cautiverio, pero le ruego a Dios que esta misiva lo encuentre bien de salud. Fue mi propia hija quien me dio la dirección de su señora madre, que espero le haga llegar la carta que habría deseado no tener que escribirle jamás.

Lille fue liberada el pasado 17 de octubre por las tropas británicas, y Agnès apareció en mi casa el día 20. No puede calcular nuestra alegría ni la felicidad que sintió cuando le mostré la carta que usted me había enviado desde la Citadelle, ella que lo creía muerto en los campos de batalla. Agnès estaba, como sabrá, embarazada y el día 27 de octubre dio a luz una hermosa niña, a quien bautizó con el nombre Marianne, aparentemente en homenaje a su señora madre.

Pero nuestra felicidad no duró mucho. La semana pasada, Agnès empezó a quejarse de fuertes dolores de cabeza, diciendo que parecía que estaban dándole martillazos justo detrás de los ojos. Además, le vino una tos terrible y le sangró la nariz. Alarmados, la llevamos al hospital de Saint Sauveur, de donde ya no volvió a salir. La llevaron a una enfermería especial y no nos dejaron quedarnos con ella. Un amigo mío, que trabaja en el instituto Pasteur, pidió informaciones a sus colegas del hospital y nos dijo, esa noche, que el caso era muy grave. La tos se había vuelto muy violenta y las hemorragias se habían extendido a los oídos. Agnès contrajo la gripe española y fue instalada en cuarentena en una enfermería donde estaban ingresadas todas las personas que habían contraído la enfermedad. Como puede imaginar, fuimos presos del pánico, para colmo nuestro amigo nos comunicó que la piel de ella se había puesto de color azul oscuro: parecía una negra de África. No hay duda, fue atacada por la peste negra, sólo que nadie la llama con ese nombre para no asustar a las personas más de lo que ya están. Me aseguró nuestro amigo que muchas personas afectadas por la gripe española acababan recuperándose, pero, lamentablemente, no fue ése el caso de mi querida hija Agnès. Después de tres días de delirio y sufrimiento, falleció.

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