Le envío esta carta, mi estimado amigo, para darle la triste noticia de la desaparición de Agnès y para comunicarle que ella le ha dejado una bonita niña, ahora con un mes de edad, y que Claudette se ocupa de cuidarla hasta que usted nos dé instrucciones.
Aguardo noticias suyas y le pido que conserve firme su ánimo en estos tiempos difíciles que estamos viviendo.
Que Dios lo bendiga.
Paul Chevallier
Afonso leyó la carta dos veces, atónito.
– ¡Vieja del demonio! -murmuró cuando concluyó la segunda lectura-. La muy zorra.
Entendió que doña Isilda no le había contado toda la verdad, le había mentido cuando dijo que también había muerto la niña. Se hacía ahora evidente que la boda con Carolina fue planeada por la vieja mujer después de la viudez de su hija y que la existencia de la niña era la piedra en el zapato de ese proyecto. Para eliminar el problema, escondió la piedra bajo la alfombra. Ocultó la carta y alteró la crucial información que la misiva transmitía, la noticia de que el capitán tenía una hija que lo estaba esperando.
Afonso estuvo dos días reflexionando sobre el asunto, sin decirle nada a nadie. Tomó gradualmente conciencia de que doña Isilda había sido, de una extraña forma, la persona más importante de su vida. Fue ella quien convenció a sus padres de que le permitiesen ir al seminario, lo que le dio una oportunidad de educación que de otro modo no tendría. Cuando ese medio de alejarlo de su hija falló, se le ocurrió la idea de inscribirlo en la Escuela del Ejército, otorgándole un nuevo rumbo a su vida. Y diez años antes, cuando regresó de la guerra, lo preparó todo para facilitar la boda con su hija viuda. Por esa vía mintió, ocultó, maniobró, sedujo, manipuló, hizo todo lo necesario para alcanzar sus objetivos, siempre fiel a la vieja máxima de que un comerciante no tiene corazón, su prioridad es defender el negocio. Afonso comprendió que, en resumidas cuentas, le debía todo lo que de bueno y de malo le había ocurrido en la vida, y que todas las decisiones cruciales de su existencia no fueron tomadas por él, nunca por él, sino por ella. Ahora, sin embargo, Afonso se veía enfrentado con una decisión de gran magnitud, una de aquellas opciones determinantes para su futuro, y doña Isilda no se encontraba allí para, en las sombras, elegir una vez más por él. En rigor, él podría deshacer lo que ella había decidido en secreto diez años antes. Y la decisión que podía adoptar era muy clara. ¿Debería Afonso reconocer o no la paternidad de la niña? Por un lado, aquella niña representaba un estorbo para su vida familiar, sólo iba a trastornar su existencia, su vida familiar, a sumergir a Carolina en el disgusto y a sus hijos en la vergüenza de tener una hermana bastarda. Pero, por otro lado, pensó que la pequeña no representaba vergüenza alguna, era un legado de Agnès, era el fruto del mayor amor de su vida, no tenía derecho a renegar de él. Además, no estaba en su sangre abandonar a alguien de su misma sangre.
Al tercer día, tomó la decisión. Iría a Lille a conocer a su hija, iría a buscarla, le doliera a quien le doliese, le costara lo que le costase. Si Carolina verdaderamente lo amaba, no tendría otro remedio que aceptar la realidad y acoger a la hermana de sus hijos. Fue con esa convicción en la mente con la que, después del desayuno, invitó a su mujer a dar un paseo hasta las salinas. La idea provocó la extrañeza de Carolina.
– Pero ¿para qué quieres ir ahora hasta las salinas? -preguntó ella-. Tienes cada idea…
– Tengo que hablar contigo.
– Habla, pues.
– Aquí no.
La mujer lo miró, desconfiada, pero él evitó la mirada, lo que sólo sirvió para perturbarla. Dejaron a los niños al cuidado del ama y subieron al Hispano-Suiza que habían comprado el año anterior, el premio por la buena gestión de la Casa Pereira. El hermoso coche azul, un H6B Torpedo Scaphandrier, era el orgullo de Afonso y una atracción en Rio Maior, una máquina capaz de poner verde de envidia a un santo.
Se internaron por el camino de tierra apisonada y pronto llegaron a las salinas. Se veían hombres amontonando la sal con las palas y echándola en sacos. El sol, aún bajo en su ascenso, dibujaba los contornos de los pinos en sombras tendidas en la tierra, jirones de neblina se aferraban a las copas de los árboles como algodones dulces y pegajosos, eran el bostezo lento y complacido de la placidez perezosa que se extendía por aquella fresca mañana de primavera.
Afonso estacionó el vistoso automóvil debajo de un pino manso y le mostró entonces a su mujer la carta que había descubierto entre los objetos de doña Isilda. Le narró los acontecimientos del pasado y tradujo el contenido de la misiva. Al final, Carolina estaba lívida.
– ¿Qué quieres que te diga? -preguntó la mujer sombríamente.
– No quiero que me digas nada -repuso Afonso, mirándola fijo a los ojos-. Pero he tomado una decisión.
– ¿Ah, sí?
– Voy a Lille a buscar a mi hija.
– ¿Qué? -exclamó Carolina, exaltada, con los ojos desorbitados en una expresión de horror.
Afonso ya se esperaba aquella reacción y no se dejó impresionar.
– Ya lo has oído. Voy a buscar a mi hija.
– Pero ¿te has vuelto loco, Afonso? ¿Qué disparate se te ha metido en la cabeza, Dios mío?
Carolina gesticulaba.
– No es ningún disparate. Tengo una hija que vive en Francia y voy allí a buscarla, es tan sencillo como eso.
– ¡Tú no irás a buscarla, era lo que nos faltaba!
– Claro que iré.
– ¿Y nuestros hijos?
Afonso hizo una mueca con la boca, con la expresión de quien no entendía adonde quería ella llegar.
– ¿Qué tienen que ver nuestros hijos?
Carolina respondió con un gesto de impaciencia.
– ¡Afonso, no te hagas el tonto! ¿Qué van a pensar nuestros hijos cuando vean a una niña extranjera entrar en nuestra casa para vivir con nosotros?
– Se quedarán todos contentos porque han ganado una hermana mayor.
– ¿Y qué dirán las personas, válgame Dios?
– ¿Qué personas?
– Doña…, doña Maria Vicência, por ejemplo. -Era la mujer del profesor Manoel Ferreira-. Doña Constanza. -Era la mujer del médico-. Doña Isabel. -La mujer del abogado-. ¿Has pensado en la humillación por la que me vas a hacer pasar al traer a mi casa a tu hija bastarda? ¿Lo has pensado?
Afonso suspiró.
– ¡ Ay, querida, no me importa lo que esas cotorras piensen! Me da exactamente igual. La cuestión está en que he descubierto que tengo una hija y no voy a eludir mis responsabilidades. -La miró apuntándola con el dedo-. Escucha, ¿tú serías capaz de dejar a un hijo abandonado?
– ¡Afonso, no intentes confundirme! Yo no tengo ningún hijo abandonado, gracias a Dios. Lo que no quiero es un escándalo de hijos bastardos en mi casa, disculpa, pero eso no puede ser.
Su marido la miró a los ojos, evaluando la situación. Aquella reacción negativa era natural, pensó. La noticia que le había dado resultaba, sin duda, chocante. Por un lado le daba, como nunca le había dado, una idea de la intimidad de sus relaciones con Agnès, le mostraba como algo brutalmente real el hecho de que la relación que había tenido con la francesa no era de naturaleza meramente platónica; eso, ciertamente, la hacía sentirse incómoda. Por otro lado, significaba un importante cambio en su vida y, sobre todo, una afrenta a la moral de la buena sociedad de Rio Maior. Pero, al fin y al cabo, y por mucho que protestase, a Afonso no le cabía la menor duda de que Carolina acabaría conformándose con la situación. Por otra parte, no había otro remedio. La decisión ya estaba tomada.
Soportó con infinita paciencia las recriminaciones, el reproche, las lágrimas, la furia y las amenazas, y una mañana de mayo, decidido y esperanzado, cogió el tren hasta Lisboa, desde donde siguió hacia Madrid, después a París y, finalmente, a Flandes.
Читать дальше