José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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– ¿Antes de la batalla? ¿Cómo?

– Seis días antes del ataque de los boches, el general Haking, que comandaba el XI Cuerpo, envió una orden a la 2 aDivisión del CEP para morir en la línea B en caso de que el enemigo avanzase. La orden mencionaba explícitamente esa instrucción, morir en la línea B.

– ¿Y qué hicieron ustedes?

– ¿Y qué podíamos hacer? Escuchamos, callamos y no le dijimos nada a nadie, no queríamos sembrar el pánico. Por eso usted no se enteró.

– Ah, bien -exclamó Afonso-. Ahora veo claras muchas cosas. -Hizo una pausa, observando al camarero del restaurante del hotel que servía los filetes de hígado, acompañados de arroz blanco y cebolla frita. Cuando el camarero se retiró, los dos oficiales comenzaron a comer en silencio. Afonso mordió el primer trozo de su filete y retomó la conversación mientras masticaba-. Entonces, coronel, me estaba diciendo que los boches avanzaron y los gringos comenzaron a ver las cosas negras.

– Así fue, pero todo volvió a su cauce y llegó a comprobarse que aquélla fue verdaderamente la última gran ofensiva de los boches. Los aliados detuvieron la hemorragia abierta en nuestro sector y pasaron después al ataque, hasta que consiguieron ganar la guerra.

– De acuerdo, de acuerdo, y nuestra reputación consiguió salir ilesa…

Mardel dejó momentáneamente de masticar e hizo una mueca con la boca.

– No, capitán Brandão, no. A decir verdad, nuestra reputación quedó por los suelos. Los gringos empezaron a mirarnos con desconfianza, decían que no teníamos capacidad de combate, que nos escaqueábamos, que éramos unos desorganizados, que sólo servíamos para echarles unos polvos a las demoiselles, que esto y lo de más allá, y mandaron a nuestras tropas a cumplir tareas de patrulla, como si sólo fuésemos unos obreros sin calificación, unos chapuceros. Fue una vergüenza.

– ¡Vaya por Dios! Pero ¿no sabían ellos lo que ocurrió?

El coronel se inclinó en la mesa y lo miró fijamente.

– Y dígame, ¿qué ocurrió?

Afonso le devolvió la mirada, cohibido.

– Bien…, pues…, en fin, de todo -tartamudeó.

– Pero ¿qué? Explíqueme qué podríamos haberles dicho nosotros a los gringos.

– Yo qué sé… Tal vez, no lo sé, tal vez que hubo seis batallones nuestros que resistieron, por ejemplo, o que nuestra única división, que se encontraba ya muy cansada y desgastada, tuvo que enfrentarse a cuatro divisiones boches, todas ellas frescas como lechugas. O que nuestra única división defendía una línea que supuestamente estaba defendida por dos divisiones, por lo tanto con menos soldados por kilómetro de trinchera. -El capitán adoptó una actitud inquisitiva-. ¿No? Que yo sepa, no fue poco, ¿no le parece? En aquellas condiciones, ¿qué pretendían ellos que ocurriese, eh?

Mardel volvió a su plato, cortando un trozo más de carne.

– Algunos ingleses sabían lo que realmente ocurrió, es verdad, pero la mayor parte sólo se fijó en el hecho de que los boches entraron por nuestro sector. O sea que, si nosotros cedimos, se debió a que éramos débiles. Punto final. Todo lo demás era puro blablablá.

Afonso suspiró.

– Bien, mi coronel, tenemos que reconocer que eso tiene, en efecto, algún fundamento. Es un hecho que nuestros soldados estaban muy desgastados, pero de eso no tenían ninguna culpa los gringos. Si los soldados estaban exhaustos, ¡que descansasen, caramba! Portugal debería haberlos sustituido. Si no los sustituyó, fue porque demostró su incapacidad para estar allí. Y, si no era capaz de sostener el esfuerzo de la guerra, que no se hubiese metido en semejante aventura. El Gobierno debería haber actuado con prudencia y habernos hecho regresar.

– Es verdad, es verdad -coincidió Mardel, con la comida en la boca-. Los gringos no tienen nada que ver con el hecho de que Lisboa nos abandonase. Todo lo que ellos sabían es que ya no nos encontrábamos en condiciones de combatir y eso era la pura verdad.

Afonso comió el último trozo de filete.

– Por lo tanto, si no he entendido mal, no volvieron a mandarnos al frente de combate.

– Bien, eso es inexacto -indicó Mardel-. Los artilleros volvieron a combatir, integrados en unidades inglesas, y nosotros también llegamos a meter a dos batallones de infantería en acción, incluso al final de la guerra. Estuvieron persiguiendo a los boches en las márgenes del Escalda.

– ¿Ah, sí? ¿Y Lisboa mandó refuerzos?

Mardel se rio con ganas.

– ¿Lisboa? ¡A Lisboa le importábamos un comino! -Alzó el índice-. No nos mandaron ni un hombre, ni siquiera un gallina de muestra, ¡ no querían saber nada de nosotros!

– Pero, entonces, ¿qué infantería fue ésa?

– La misma de siempre, hombre, los que ya estaban ahí.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo reaccionó la gente?

– Mal, como se puede imaginar. Hubo varias sublevaciones, hasta de la Brigada del Miño, y se produjo incluso un incidente del que no quiero hablar.

Afonso se mostró curioso.

– ¿Incidente? ¿Qué incidente?

– Ya le he dicho que no quiero hablar de eso.

– Vamos, cuénteme. Ya que ha mencionado el asunto, ¡cuente todo lo que pasó, caramba! No me deje en ascuas, eso no se hace.

Mardel vaciló. Respiró hondo, se inclinó sobre la mesa y bajó la voz.

– Lo que le voy a contar no debe saberse, ¿entiende? No debe saberse.

– Muy bien, cerraré el pico, quédese tranquilo. Pero cuéntemelo ya.

– Todo ocurrió a mediados de octubre -comenzó Mardel, que se inclinó hacia delante, con un tono muy sigiloso-, más exactamente la noche del día 16, por tanto, a menos de un mes del final de la guerra. En ese momento intentábamos reunir unidades con el objetivo de prepararlas para ir al frente de combate; era un esfuerzo destinado a reorganizar el CEP. Ahora bien, los soldados del reconstruido batallón 11/17 se enteraron de esas intenciones y cogieron las armas durante el vivaque. Que no irían, que ni pensar en meterse en esa carnicería, que mandasen a otros, que ya habían hecho más que suficiente, que en realidad querían volver a Portugal, que se fuesen todos a freír espárragos y a otros sitios peores, en fin, usted se lo puede imaginar. Pero el comando no toleró semejante desobediencia. Al día siguiente, el 17 de octubre de 1918, nunca más me olvidaré de esa fecha, ese día decidieron actuar en serio. Llamaron a la Infantería 23, cercaron a los revoltosos y, ¡pumba!, los ametrallaron.

Se hizo una pausa.

– ¿Qué? -murmuró Afonso, incrédulo-. ¿Qué?

– Los mataron a tiros de ametralladora.

La última visita de Afonso a Braga sirvió para ajustar las cuentas pendientes del pasado. El capitán dimisionario nunca más volvió a hablar con el teniente Pinto. Cuando se cruzaba por casualidad con él en los pasillos del cuartel, miraba para otro lado, no le perdonaba el haberse fugado en el momento más difícil de la compañía el 9 de abril, cuando se produjo el cerco de Picantin Post.

La verdad, sin embargo, es que sólo había realmente una persona con la que Afonso deseaba reencontrarse. El problema es que desconocía su paradero. Hizo varias averiguaciones y la oportunidad acabó surgiendo dos días antes de regresar a Rio Maior, cuando el alférez que trabajaba en la oficina del cuartel descubrió un documento que registraba el domicilio del hombre que buscaba; estaba en un sitio llamado Palmeira, un lugar remoto al norte de Braga. Sin perder tiempo, el capitán pidió un caballo y fue cabalgando hasta allí. Se internó por los caminos de tierra y llegó a la dirección que había garrapateado en un papel.

– ¿Aquí vive Matías Silva? -preguntó Afonso, inclinándose sin apearse.

Una vieja nativa del Miño, que se apoyaba encorvada en un bastón, con la piel llena de arrugas en torno a sus ojos azules, con un pañuelo negro cubriéndole la cabeza, señaló temblorosa la casa contigua.

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