José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Carolina y Afonso se casaron en el verano de 1920, en una boda sencilla celebrada en la pequeña iglesia de Rio Maior. Ofició la misa el anciano padre Álvaro, tío de Carolina y protector de Afonso en Braga, un entusiasta maestro de ceremonias muy compenetrado con su papel, ya que insistía en otorgar a aquel casamiento una solemnidad y grandiosidad que lo volverían inolvidable.

Sin embargo, uno de los contrayentes apenas lo oía. De pie en el altar, frente al sacerdote que oficiaba la misa en latín, el capitán se pasó gran parte del tiempo abstraído de lo que ocurría a su alrededor, con la mente vagando por el pasado como un vagabundo perdido, buscando a Agnès, imaginándola a su lado, fingiendo que aquélla no era la pequeña iglesia de Rio Maior sino la gran catedral de Amiens: la ensoñación se hizo tan nítida que hasta creyó captar un acento francés en el latín del sacerdote. Durante algunos instantes, sin embargo, regresaba a la realidad e intuía vagamente la monstruosidad de su traición, percibía que entregaba su cuerpo incompleto a aquella mujer, le faltaba el alma y el corazón, ambos rehenes del amor de otra. Comprendía la falsedad de ese momento, la doblez de aquella situación, sus sentimientos se encontraban lejos de allí, se casaba con una y difícilmente pasaba una hora sin pensar en la otra. Se arrepentía y le apetecía huir, salir de la iglesia y correr, abandonar el altar y buscar refugio en el útero acogedor de la habitación de Carrachana. En un supremo esfuerzo por distraerse, la mente deprisa se sumergía en su sueño, en su fantasía, en el camino imaginario por donde avanzaba presa de un delirio febril, un sendero hecho de recuerdos y sensaciones, de remembranzas de tiempos felices y de deseos sin satisfacer.

En el momento de la verdad, cuando el padre Álvaro le formuló la pregunta sacramental, Afonso dijo que sí. A su lado estaba Carolina y, al oírlo decir «sí», supuso que se lo decía a ella, no sabía que se lo estaba diciendo a la otra que ya no podía estar allí, el fantasma que sería para siempre su sombra.

Se instalaron en una casa junto a la Praça do Comércio, en Rio Maior, por detrás de la vieja Casa Comercial de José Ferreira Lopes. Doña Isilda inició a Afonso en la gestión de la Casa Pereira. Lo llevó a las fábricas adonde iba a buscar la mercancía, se lo presentó a los abastecedores, le explicó las cuentas y le reveló las técnicas de venta. Le enseñó cómo exhibir los productos, cómo recibir a los clientes, cómo evaluar a los empleados, cómo decidir cuándo se debe o no se debe conceder crédito a un cliente, cuánto crédito y durante cuánto tiempo.

– Un comerciante no tiene corazón -le repitió ella-. La prioridad es defender el negocio, eso es lo que cuenta. Las decisiones no las dicta la piedad, sino la racionalidad.

Afonso se acarició el bigote, meditando en estas palabras, dudando de si tendría estómago para poner en práctica lo que, dicho en palabras, parecía tan fácil.

– Pero, doña Isilda, a veces encontramos situaciones humanas…

– Que las resuelva la Iglesia -interrumpió la suegra-. Si eres piadoso y concedes crédito a todo el mundo que no puede pagar, si mantienes en la tienda a empleados incompetentes, todo porque esas personas te dan pena, te quedarás rápidamente en la ruina. Si eso ocurre, muchacho, has perjudicado a todos. Te has perjudicado a ti mismo, a tu familia, a tus buenos empleados y a tus buenos clientes. -Hizo una pausa y lo miró fijamente a los ojos-. ¿Y sabes cuál es la gran ironía? ¿Lo sabes? Que, en resumidas cuentas, los malos empleados y los malos clientes se quedarán como se habrían quedado si los hubieses enfrentado antes, unos sin empleo y otros sin crédito, porque la casa ha entrado en bancarrota. La piedad no les ha servido ni siquiera a ellos. Ni siquiera a ellos.

– Pero negarle crédito a quien lo necesita y despedir a quien necesita trabajar para vivir es una crueldad -dijo el capitán-. No sé si seré capaz de hacerlo.

Isilda suspiró.

– Imagina, Afonso, imagínate que estás en la guerra y una bala te hiere la pierna. Vas al hospital y los médicos comprueban que tienes gangrena. Al comprobar esa situación, los médicos sólo tienen dos opciones: o te cortan la pierna y te salvan la vida, o dejan que todo quede como está, porque les da pena cortar la pierna. En este caso, mueres. Mueres tú y, gran ironía, muere la propia pierna. Ahora imagínate que tu cuerpo es la Casa Pereira, el médico eres tú y la pierna gangrenada es un mal dependiente o un mal cliente. Si cortas la pierna, salvas el cuerpo. Si no la cortas, el cuerpo muere y la pierna también. ¿Qué haces, eh? ¿Qué haces?

– Bien…

– ¿Qué haces?

– Pues… supongo que tengo que salvar el cuerpo, ¿ no?

– Buen muchacho. -Alzó el dedo-. No te olvides, Afonso. Un comerciante no tiene corazón; la prioridad es defender el negocio.

No fue fácil la adaptación, pero Afonso se habituó gradualmente a las exigencias de la función, a la imposibilidad de agradar a todos, a la necesidad de enfrentarse a inevitables rupturas, a la prioridad de defender lo colectivo sobre lo individual. Al final de cuentas, ¿no era eso lo que había hecho durante la guerra? Reparó en una curiosa ironía, la de que, en los momentos críticos, a pesar de que lo colectivo recibía el beneficio de sus decisiones, era lo individual lo que atraía la simpatía general. Si despedía a un empleado inepto, por ejemplo, todos lo lamentaban, lo acusaban de no tener corazón y de ser inhumano, nadie entendía que sus actos estaban guiados por el bien de la mayoría. Lo colectivo era abstracto, lo individual concreto, las personas se identificaban con el individuo, no con el grupo. Pensándolo bien, se dijo, la muerte de su ordenanza en Pincantin había sido una tragedia, pero la muerte de cuatrocientos hombres en toda la batalla no era más que una mera estadística. Lo colectivo era más importante, reflexionó, aunque fuese con el individuo con quien realmente se identificaban las personas.

El capitán comenzó dividiendo su vida entre el negocio de la familia y la carrera militar. Pasaba mucho tiempo viajando entre Braga y Rio Maior, hasta que llegó a la conclusión de que no podía seguir así. Consideró incluso la posibilidad de pedir traslado al cuartel de Santarém, pero, al cabo de dos años de persistentes conversaciones, doña Isilda lo convenció de que había una opción mejor.

– Tienes que abandonar la vida militar, Afonso -le dijo-. ¿Cuánto tiempo hace que te lo estoy diciendo, eh? Un negocio es como un matrimonio: requiere exclusividad

Capítulo 5

Harapos blancos y esponjosos, como tiras de algodón rasgado, se cernían inmóviles en el azul profundo del cielo, eran cirros matinales, nubes altas y majestuosas que señalaban la suave llegada de la primavera de 1922. Afonso atravesó el Campo do Conde Agrolongo con los sentidos bien despiertos, registrando cada instante, embriagado por todas las sensaciones de aquella mañana, quería guardar dentro de sí el momento de la despedida. Prestaba atención al musical gorjeo de las golondrinas recién llegadas, sentía el aroma perfumado de los pinos flotando en la brisa fresca de la mañana, era un vientecito leve y puro que le acariciaba el rostro con amabilidad y soplaba con blandura sobre los árboles, cuyas ramas se agitaban con un murmullo delicado, arrullador, susurrante. Lanzó una larga y nostálgica mirada sobre el amplio frente blanco del cuartel del Pópulo, sabía que aquélla era probablemente la última vez que visitaba el edificio donde se había hecho oficial.

El capitán se dirigió al cuartel para presentar los papeles y despedirse de los compañeros que habían compartido con él la guerra. Conversando en las escalinatas o en el comedor, los veteranos seguían refiriéndose a los acontecimientos del 9 de abril, contaban historias, reconstruían episodios, recordaban a compañeros caídos, hacían balance. Lo curioso es que los recuerdos parecían concentrarse sólo en lo pintoresco de la guerra, relegando a un conveniente olvido justamente todo aquello que había hecho algo terrible de aquella experiencia. No había en el Pópulo quien no sintiese orgullo por la cruz de guerra de primera clase que había distinguido a la Infantería 8 por su comportamiento en la gran batalla, o no considerase justa la Orden Militar de la Torre y Espada que se le había concedido dos años antes a la ciudad de Lille por el apoyo que sus habitantes prestaron a los reclusos portugueses, alimentándolos y ayudándolos a escondidas de los ocupantes.

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